(1. La complejidad)
La fotografía no solo se suele calificar,
junto a la pintura o al teatro, como una práctica artística de carácter
representativo, sino que ha sido considerado el arte mimético de la realidad por
antonomasia. De la pintura y del teatro se discute el grado de realidad
implicado en su representación, pero en la fotografía se da por supuesto, a la
par que su capacidad de retrato de lo real, su sometimiento a esta función del
modo más inerte.
El hito
que le dio origen, en fechas tan tardías como es el siglo XIX, tiene dos
dimensiones. Una es química. La primera fotografía que reconoce la historia, «Vista
desde la ventana en Le Gras» de Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), se consigue
mediante la disolución de «betún
sensible a la luz en aceite de lavanda» aplicada en «una fina capa sobre una
placa de peltre pulido». La química cuenta la vida secreta de la fotografía
durante siglo y medio. El siglo XXI la ha convertido en un producto informático,
ya sin vida propia. No es esta una mala metáfora de la transformación de la
realidad en la revolución tecnológica.
La química era un saber laberíntico, pero
explícito. Uno puede desconocer lo que es el betún, en qué consiste su cualidad
de sensible a la luz y quizá no sepa qué es el peltre, aunque cualquier
diccionario se lo explicará como una aleación de estaño, cobre, antimonio y
plomo. No son conceptos comunes, pero conforman una mecánica, difícil quizá de
poner en práctica, pero sencilla de comprender a grandes rasgos. Esta ha sido
la razón de ser de la fotografía clásica: un complejo proceso mecánico de
plasmación de la imagen. Conocimientos que caracterizaban el oficio del
fotógrafo, que necesitaba ser, antes que un captador de imágenes de la
realidad, un técnico en la plasmación de estas imágenes. El proceso era
completo, arte y oficio entreverados. Igual, por otra parte, que siempre había
ocurrido en la pintura, y posiblemente también en el teatro. No existe genio
pictórico que no esté basado en un conocimiento exhaustivo de pigmentos y
disolventes, ni autor teatral que no se haya subido a una escalera con un
destornillador en la mano. El fotógrafo, al igual que el pintor, firmaba al
mismo tiempo su mirada y su pericia técnica. Una y otra, sin embargo, se
corresponden con dos categorías diferentes de la realidad. Mientras la primera
establece una relación de representación a posteriori, con mayor o menor
subjetividad, de lo real; la segunda, la pragmática fotográfica, es un elemento
más de la realidad: proceso real que produce un elemento real,
antes inexistente, y que exige una interpretación real, producida a
partir de su capacidad para interactuar en el presente absoluto de la realidad.
De la fotografía clásica, la que se desarrolla en
los siglos XIX y XX, es posible afirmar tanto que tiene un valor de
representación de la realidad, como de acontecimiento real. Es más, del
fotógrafo habrá que afirmar además que interviene en dos momentos diferentes de
la realidad: en el presente de la captación de una imagen, al seleccionar los
parámetros técnicos con que desea tomarla, y en el presente de su plasmación y
elaboración como imagen. Afirmación que no se convalida en otras actividades
artísticas más antiguas, que con frecuencia sustituyen el primer momento por la
memoria. De la combinación de ambos presentes solo puede surgir una
representación compleja de lo real, donde la complejidad se deriva
precisamente del grado de realidad implicado en el proceso. Al menos tan
complejo como las otras artes a las que se reconoce, por la implicación de la
realidad en su génesis o en su proceso, una capacidad de transformación de lo
real, como el arte pictórico o la literatura.
La segunda dimensión de la fotografía es plástica. La
primera imagen fotográfica que la historia recoge, en 1826, denominada
poéticamente heliográfica —es decir, escrita por el sol—, solo refleja
las anodinas vistas que su inventor, antes que fotógrafo, veía a diario en la
ventana de su laboratorio y taller. Paredes, tejados y chimeneas de los
edificios próximos. También una de las primeras impresiones tomadas por Louis
Daguerre (1787-1851) por el procedimiento al que dio nombre, y sin duda el
daguerrotipo más célebre de la historia, son unas vistas de un paseo urbano, el
Boulevard du Temble (1837), desde lo alto de un edificio en París, la
ciudad del inventor y fotógrafo. El dato no resulta trivial. Estas imágenes son
el punto de partida de la historia de la fotografía, que después de esta
primigenia constatación del lugar propio la conducirá hasta acompañar los lugares-otros
más extremos, tanto lo nunca antes mostrado como lo nunca antes visto,
que incluye todas las ocurrencias de lo insólito. Pero el origen consagra una
función principal que acabará por ser recurrente, la de un reconocimiento. Tal como parece denominarlo Daguerre tras el
resultado exitoso de uno de sus primeros experimentos con el aparato de su
invención: L’Atelier de l’artista. La fotografía, se podría concluir,
por esencia reconoce el presente de quien la practica, sea su ámbito
cotidiano, sea el de su descubrimiento.
Es más, sin una interacción directa y concreta con
la realidad, sin que se produzca este reconocimiento, la fotografía no
existe. De modo que su carácter representativo opera en sentido opuesto al de
las demás artes: mientras que estas generalizan, a partir de incontables
experiencias reales, la imagen de la realidad que trazan; la fotografía la
detiene en un único instante —diez minutos en la vida de Daguerre, mínimas
fracciones de segundo en la de un contemporáneo— de la realidad, necesariamente
vivido por el fotógrafo. Mientras otras disciplinas tratan de explicar la
realidad mediante la creación de un doble de lo real, la fotografía realiza un duplicado.
Es decir, un documento que tiene el mismo valor que el original. Sin
esta interacción con la realidad, que impregna la creación fotográfica e
implica una relación privilegiada con lo real, no se concibe la fotografía. El
cine, aunque sea un arte derivado, inmediatamente descubrirá la técnica de
filmar un doble —Georges Méliès fue el pionero en el desvío del cinematógrafo
en favor de la fantasía—, apartándose desde el principio de su inicial esencia fotográfica.
En resumen, las relaciones con la realidad del arte
fotográfico exceden la simplicidad de la mera representación, e implican una
complejidad singular, no compartida con ninguna otra disciplina artística,
hecho que no siempre se ha reconocido.
(2. La simplicidad)
Este
preámbulo sobre las complejas relaciones de la fotografía con la realidad,
aunque no lo parezca, carece de intención reivindicativa. Existe un desprecio
explícito por el arte fotográfico por parte de pensadores y creadores que se ha
extendido por toda su historia. Y quizá lo que resulte aún peor, un menosprecio
que se ha transformado en hiriente silencio en sus ensayos y teorías. Lo cierto
es que no vale la pena refutar lo que no se ha pensado con la suficiente
solvencia. El interés de discernir las complejas relaciones de la fotografía
con la realidad es alertar hacia el fenómeno de su simplificación desde que se
ha impuesto, de modo generalizado, la imagen digital.
Atravieso la plaza de la Sagrada
Familia, en Barcelona, al menos una vez por semana. Podría rodearla en el
tránsito desde mi domicilio a mi destino por las calles adyacentes. Alguna vez
lo hago por evitar las aglomeraciones turísticas de los alrededores del
monumento, pero en general tomo la decisión de seguir el itinerario más
directo. Me entretiene evaluar en qué asombrosa cantidad de fotografías saldrá
mi imagen caminando cuando las revisen o las muestren en los lugares más
alejados del planeta. Hay días que paso literalmente delante de una muralla de
móviles enfocados a las torres de Gaudí. A veces entro en la plaza al mismo
tiempo que algún grupo de turistas y mientras continúo ellos se detienen y
fotografían lo que acaban de ver. Es tan instantáneo el gesto que
realizan que mi descripción resulta inexacta. Más preciso parece afirmar que lo
fotografían antes de verlo, es decir, para verlo.
Se diría, en una primera impresión, que
esta actitud contemporánea exacerba la presencia de la realidad con la que
interactúa la fotografía, una de sus características más notables de su
práctica. Claramente quien realiza la toma sustituye la contemplación real del
monumento por el trajín con el encuadre de su móvil. ¿Es esta una práctica que
intensifica la realidad con la que la fotografía se relaciona? Es difícil
comprender la dimensión de este hecho sin apelar a la relación habitual del
individuo contemporáneo con su teléfono. Pongamos algún ejemplo. Las personas
sentadas en el metro ya casi unánimemente viajan con los ojos fijos en la
pantalla de su aparato. Las que viajan de pie, no siempre, pero he visto
acciones de cierta violencia por conseguir un asiento libre para, en el mismo
gesto con el que se sientan, extraer el móvil de bolsos o bolsillos. ¿Qué
función tiene entonces el móvil en su viaje? Obviamente, anular su realidad
—¿incómoda, aburrida?— de viaje. Sustituirla por la irrealidad paralela de cualquier
entretenimiento, sea una red social o un juego. Ante la Sagrada Familia, que no
es un monumento complicado, pero que sí ofrece una lectura con cierta
complejidad por su peculiar estilo, sus épocas de construcción y sus
dimensiones. Complicaciones que resuelve la fotografía al instante sustituyendo
la lectura de la persona por la de la cámara del móvil. Y en el momento en el
que se produce la fotografía, un segundo después, la comprensión resulta
ya innecesaria: la memoria del aparato ya guarda el original. El objetivo de
conocer ya se ha cumplido. En suma, la fotografía ha dejado de intensificar la
realidad al buscar el modo de capturarla en un instante, para convertirse en el
método más eficaz para despejar todas las singularidades con las que nos apela
e incomoda. Es decir, para anularla. Para sustituirla, proyecto implícito, por
cierto, en cualquier aplicación informática.
Si después de fotografiado el monumento lo miran es un asunto discutible, con frecuencia los descubro dándole la espalda para encontrar una mesa vacía en una cafetería. Y he observado también que a continuación lo que sí observan de modo sistemático es la fotografía que acaban de realizar. Revelada ante su mirada de manera mágica, sin implicación de esfuerzo ni de tiempo. Sin realidad que medie entre la toma y el visionado. Y lo que ven en la pantalla, grato a su vista porque ha sido obra suya, índice de su singularidad, no de la del monumento ni la del momento de vislumbrarlo, les colma más que la realidad, que estando allí tan cerca, sin embargo, no la veo comparecer por ninguna parte. Cabría entonces concluir que la fotografía digital, o quizá fuera mejor empezar ya a llamarla fotografía de la inteligencia artificial, ha dilapidado en apenas dos décadas la herencia de dos siglos de hercúleos esfuerzos de un arte por relacionarse, de tú a tú, con la complejidad de lo real. La FIA no es que sea una completa representación de lo real, es que se ha convertido en el anhelado antifaz con el que algunos se acuestan para permanecer dormidos más tiempo.