Reúne
y pone en pie las cuartillas esparcidas por la mesa que ha estado redactando
durante las tardes de las dos últimas semanas. Las nivela con los dedos y las
une en un mismo volumen. Mientras busca un clip en el cajón del escritorio
observa cómo su enmarañada caligrafía sombrea en la blancura del papel una
fronda. Ya está listo el texto para que una empleada de la oficina, que conoce
bien su letra y se aviene a hacerlo sin cobrar demasiado, las mecanografíe. Ni
a conducir ni a escribir a máquina ha aprendido nunca, hay otras cosas en la
vida más importantes. Mañana dejará el sobre en la mesa de la secretaria. En
dos tardes, en casa, lo resuelve. El viernes ya se lo puede entregar al editor.
Cuando le dijo que creía conveniente añadirle un prólogo suyo, le objetó que
los prólogos del autor estorban en los libros. Que mejor sería de una firma.
Pero nadie sabría mostrar de su obra lo que él quiere decir. «Haz lo que consideres,
le espetó, pero luego no te quejes de que junte los poemas en las páginas para
compensar el papel que has gastado». Piensa
que hay frases ante las que hubiera sido mejor padecer una sordera crónica. Calza
las cuartillas con el clip y en el mismo momento ha de descalzarlas. Con la
premura del final se ha olvidado de la fecha de hoy. Regresa a la última hoja,
la que ha concluido esta tarde, encabezada en el centro con el número 19 entre
guiones, y añade al pie: «Martes, 25 de octubre…». Tras anotar la cifra del
año, tacha el nombre del día. ¿Quién quiere leer en un libro de poemas la
palabra martes?
Ha introducido las cuartillas en un
sobre de color pardo oscuro, de papel recio, para envío de documentos. Anota en
una esquina el nombre de la mecanógrafa. Ensaliva el índice, extiende la
humedad por el filo del sobre y lo cierra. Durante los últimos días ha permanecido
escribiendo hasta las horas menudas de la madrugada. Pero esta tarde ha
certificado el final y en la ventana del comedor aún no ha anochecido, pese a la
premura que se da ya el otoño en arrancar de cuajo el día y llevárselo al
almacén del que nunca podrá volver a salir. Tal vez por eso haya decidido
rubricar su prólogo con lo único capaz de mitigar el sentido trágico del
tiempo, una declaración de amor: «Cuando la palabra resuena en el silencio,
autor y lector se descubren uno al otro y se abrazan, como el bien más alto que
el poema puede esperar». Evoca las palabras que ha anotado de memoria mientras
elige un jersey para vestirlo bajo la americana. Así es como lo ha necesitado ver
escrito. Y ahora ha de salir a la calle para ponerle también un punto final al
prólogo en su cabeza. El aire otoñal, la luz fatigada, inmejorables amigos le
parecen para conseguir que olvide la literalidad de cuanto acaba de redactar. De
declararse.
Baja por la escalera. Desde el primer
piso. Calle Castellnou. Barrio de Nena Casas. Periferia.
La ciudad queda lejos. La vida parece que también. Algunos edificios familiares
entre jardines y solares, nada más. Las familias, las hay de diversas
categorías, clasificadas según los metros de fachada a la calle. Los jueves, a
esta hora, regresa a pie desde la estación del ferrocarril el personal de
servicio que ha tenido la tarde libre. Pero un martes, si transita un coche es el
taxi que le trae desde la calle Calabria, allí donde ha dejado el fuego que
achicharra las calderas del infierno, hasta la puerta de su casa, en los
ambientes alelados de un purgatorio suburbial. Algún pájaro se atreve a cantar
aún, oculto en las moreras que se asoman, curiosas, sobre las tapias de las
fincas que dan a la calle. Se cruza, como único habitante del planeta, con el
empleado que se encarga de encender las lámparas de farolas de gas, que camina
como un héroe homérico con una pértiga al hombro en cuya punta tiembla una
llama. «¿Hacia dónde voy ahora, se pregunta el poeta, que no me arrastre hacia donde voy?».
En verano ha cumplido cuarenta y un
años. Tiene tres hijos; el mayor, con nueve; el menor, con tres. Trabaja en una
editorial desde los quince años. Entró en el almacén y ya se encuentra ubicado en
la zona de los despachos de sección, compartidos. Al otro lado del pasillo, cierran
la puerta los individuales; al fondo, brillan las placas doradas en los de
dirección. Cuando una flecha sale disparada del arco conoce el objetivo del
arquero al apuntar hacia la diana, pero no sabe si desfallecerá antes de
alcanzarlo. No ha bajado a la calle, sin embargo, para pensar en las circunstancias.
Para eso se hubiera quedado en el piso, atendiéndolas. O en la oficina, allá
lejos, en la ciudad. Aquí en la periferia, la plaza Joaquín Pena es un
descampado donde han jugado los niños al salir del colegio, cuya fábrica de
ladrillo se vislumbra a lo lejos, al final de la calle Milanesado. Conoce los
bares que hay entre el que tiene a su izquierda, en la plaza, y los confines
del barrio en el muro que rodea el patio del colegio. Pero le apetece caminar
un poco más, en otra dirección, rebasar las últimas casas y más allá del final
de la avenida, remontar la ladera por algún sendero de arena que cruce los
campos que han empezado ya a dudar de su condición. La periferia nunca oculta
su aspiración a que la ciudad, algún día, la admita.
A las revueltas de la maleza que
encuentra acuden adolescentes para encender algún pitillo robado al padre.
También sus hijos un día se esconderán detrás de un árbol a fumar. Tiene tres
hijos y hasta ahora tenía tres libros. Del cuarto ha de entregar el original el
viernes. Solo le falta el prólogo pasado a limpio. A diferencia de tener tres
hijos, que es ya una familia, un poeta con tres libros no es aún nada. A lo
sumo, un propósito. Poco más. Tres libros de poemas son una escalera que sirve
para aprender a subir sus peldaños. Cuatro, se parece a un rellano. De quien
han sido sus maestros, sea de viva voz o a través de los libros, ha aprendido a
fijarse en las cosas que le rodean y a extraer de ellas un pensamiento capaz de
declarar algo tanto de lo mirado como de quien lo mira. Pero en este nuevo
libro, el cuarto, el verdadero, ha sabido ir más lejos, allí donde el camino de
las palabras, como el sendero del descampado suburbial que ahora recorre, sigue
la vertiente desconocida que encara lo indecible. También hacia la noche, como
la hora en la que vaga por ninguna parte sin ningún fin. Solo sabe que se
dirige a la oscuridad que todo lo ampara.