CARTAS AL s XX | 25 de octubre de 1955, martes. Joan Vinyoli concluye el prólogo


Reúne y pone en pie las cuartillas esparcidas por la mesa que ha estado redactando durante las tardes de las dos últimas semanas. Las nivela con los dedos y las une en un mismo volumen. Mientras busca un clip en el cajón del escritorio observa cómo su enmarañada caligrafía sombrea en la blancura del papel una fronda. Ya está listo el texto para que una empleada de la oficina, que conoce bien su letra y se aviene a hacerlo sin cobrar demasiado, las mecanografíe. Ni a conducir ni a escribir a máquina ha aprendido nunca, hay otras cosas en la vida más importantes. Mañana dejará el sobre en la mesa de la secretaria. En dos tardes, en casa, lo resuelve. El viernes ya se lo puede entregar al editor. Cuando le dijo que creía conveniente añadirle un prólogo suyo, le objetó que los prólogos del autor estorban en los libros. Que mejor sería de una firma. Pero nadie sabría mostrar de su obra lo que él quiere decir. «Haz lo que consideres, le espetó, pero luego no te quejes de que junte los poemas en las páginas para compensar el papel que has gastado».  Piensa que hay frases ante las que hubiera sido mejor padecer una sordera crónica. Calza las cuartillas con el clip y en el mismo momento ha de descalzarlas. Con la premura del final se ha olvidado de la fecha de hoy. Regresa a la última hoja, la que ha concluido esta tarde, encabezada en el centro con el número 19 entre guiones, y añade al pie: «Martes, 25 de octubre…». Tras anotar la cifra del año, tacha el nombre del día. ¿Quién quiere leer en un libro de poemas la palabra martes?

Ha introducido las cuartillas en un sobre de color pardo oscuro, de papel recio, para envío de documentos. Anota en una esquina el nombre de la mecanógrafa. Ensaliva el índice, extiende la humedad por el filo del sobre y lo cierra. Durante los últimos días ha permanecido escribiendo hasta las horas menudas de la madrugada. Pero esta tarde ha certificado el final y en la ventana del comedor aún no ha anochecido, pese a la premura que se da ya el otoño en arrancar de cuajo el día y llevárselo al almacén del que nunca podrá volver a salir. Tal vez por eso haya decidido rubricar su prólogo con lo único capaz de mitigar el sentido trágico del tiempo, una declaración de amor: «Cuando la palabra resuena en el silencio, autor y lector se descubren uno al otro y se abrazan, como el bien más alto que el poema puede esperar». Evoca las palabras que ha anotado de memoria mientras elige un jersey para vestirlo bajo la americana. Así es como lo ha necesitado ver escrito. Y ahora ha de salir a la calle para ponerle también un punto final al prólogo en su cabeza. El aire otoñal, la luz fatigada, inmejorables amigos le parecen para conseguir que olvide la literalidad de cuanto acaba de redactar. De declararse.

Baja por la escalera. Desde el primer piso. Calle Castellnou. Barrio de Nena Casas. Periferia. La ciudad queda lejos. La vida parece que también. Algunos edificios familiares entre jardines y solares, nada más. Las familias, las hay de diversas categorías, clasificadas según los metros de fachada a la calle. Los jueves, a esta hora, regresa a pie desde la estación del ferrocarril el personal de servicio que ha tenido la tarde libre. Pero un martes, si transita un coche es el taxi que le trae desde la calle Calabria, allí donde ha dejado el fuego que achicharra las calderas del infierno, hasta la puerta de su casa, en los ambientes alelados de un purgatorio suburbial. Algún pájaro se atreve a cantar aún, oculto en las moreras que se asoman, curiosas, sobre las tapias de las fincas que dan a la calle. Se cruza, como único habitante del planeta, con el empleado que se encarga de encender las lámparas de farolas de gas, que camina como un héroe homérico con una pértiga al hombro en cuya punta tiembla una llama. «¿Hacia dónde voy ahora, se pregunta el poeta, que no me arrastre hacia donde voy?».

En verano ha cumplido cuarenta y un años. Tiene tres hijos; el mayor, con nueve; el menor, con tres. Trabaja en una editorial desde los quince años. Entró en el almacén y ya se encuentra ubicado en la zona de los despachos de sección, compartidos. Al otro lado del pasillo, cierran la puerta los individuales; al fondo, brillan las placas doradas en los de dirección. Cuando una flecha sale disparada del arco conoce el objetivo del arquero al apuntar hacia la diana, pero no sabe si desfallecerá antes de alcanzarlo. No ha bajado a la calle, sin embargo, para pensar en las circunstancias. Para eso se hubiera quedado en el piso, atendiéndolas. O en la oficina, allá lejos, en la ciudad. Aquí en la periferia, la plaza Joaquín Pena es un descampado donde han jugado los niños al salir del colegio, cuya fábrica de ladrillo se vislumbra a lo lejos, al final de la calle Milanesado. Conoce los bares que hay entre el que tiene a su izquierda, en la plaza, y los confines del barrio en el muro que rodea el patio del colegio. Pero le apetece caminar un poco más, en otra dirección, rebasar las últimas casas y más allá del final de la avenida, remontar la ladera por algún sendero de arena que cruce los campos que han empezado ya a dudar de su condición. La periferia nunca oculta su aspiración a que la ciudad, algún día, la admita.

A las revueltas de la maleza que encuentra acuden adolescentes para encender algún pitillo robado al padre. También sus hijos un día se esconderán detrás de un árbol a fumar. Tiene tres hijos y hasta ahora tenía tres libros. Del cuarto ha de entregar el original el viernes. Solo le falta el prólogo pasado a limpio. A diferencia de tener tres hijos, que es ya una familia, un poeta con tres libros no es aún nada. A lo sumo, un propósito. Poco más. Tres libros de poemas son una escalera que sirve para aprender a subir sus peldaños. Cuatro, se parece a un rellano. De quien han sido sus maestros, sea de viva voz o a través de los libros, ha aprendido a fijarse en las cosas que le rodean y a extraer de ellas un pensamiento capaz de declarar algo tanto de lo mirado como de quien lo mira. Pero en este nuevo libro, el cuarto, el verdadero, ha sabido ir más lejos, allí donde el camino de las palabras, como el sendero del descampado suburbial que ahora recorre, sigue la vertiente desconocida que encara lo indecible. También hacia la noche, como la hora en la que vaga por ninguna parte sin ningún fin. Solo sabe que se dirige a la oscuridad que todo lo ampara.