25, sábado. Mayo. Homenaje a Bruno Götzens (1990-2019) en el Colegio Alemán.



La tarde en la que le conocimos, Bruno cursaba primero de bachillerato en el Colegio Alemán; Gustavo, quinto de primaria en La Sedeta y yo hacía los cuartos y la literatura en Santa Perpetua. Los tres aquella tarde teníamos la misma edad, aunque no idéntica categoría. Bruno era magister, nosotros apenas alcanzamos el grado de discípulos. Era un día de mayo o junio. Caluroso. Hay pocos días de 2007 que podría evocar ahora. Tal vez solo uno. Nos veo a los tres inclinados sobre una mesa, la mesa de trabajo de Bruno. Hay algo que nos quiere enseñar. Algo que no se mueve, ni es peludo, ni palpita. Inmediatamente después estamos frente a las jaulas de conejos. A mí lo que me impresionan son las balas de paja amontonadas en la terraza de un piso. Luego, ante el terrario de los insectos palo. Recogió para nosotros unos cuantos huevos y durante años criamos en casa nuevas generaciones de los insectos palo de Bruno. Nos abrió el congelador de la nevera. El tesoro del naturalista. Aquella tarde nos enseñó el lenguaje secreto que hablaba con las hormigas y lo entendían hasta las truchas. 
     Esta tarde de sábado, indecisa, a veces caen unas gotas, luego sale el sol, luego el cielo se cubre, nos despedimos de Bruno. No dejo de pensar que nos ha abandonado a la misma edad en la que falleció Novalis. Es un signo, pero ignoro qué significa. Los amigos de Bruno nos cuentan lo que ya sabíamos desde la tarde en la que le conocimos, pero da la impresión de que jamás nos cansaríamos de oír hablar de él. Shakespeare coleccionaba metáforas sobre la vida, imágenes descarnadas y crueles. La crueldad con la que la vida se nos ha llevado a Bruno solo se puede comprender con ternura. Pienso en aquel poema de Coleridge en el que comparaba su vida con la cinta atada a la verja y que el viento mecía en las noches de invierno. El día en el que la cinta se desata y el aire se la lleva.