y siento nostalgia de mí mismo y me
echo de menos
de ahí que sin cesar me llame por
teléfono y me cuelgue
Józef Baran
Lo
que voy a contar aquí no tuvo instante de inicio como se relata de las
catástrofes, ni goza de una fecha para ser recordado, ni siquiera se puede
afirmar con verosimilitud que ocurriera. Pudo ser su origen, y entonces hubiera
merecido día e incluso hora, aquella lejana visita al otorrino donde me llevó
mi madre, de chaval, sospechando mi sordera. El médico me hizo las pruebas al
uso entonces y en la siguiente visita, delante de mi madre, puso cara de
imbécil y le dijo que no entendía el motivo de su preocupación. Que aquel niño
que le había traído a la consulta carecía de cualquier deficiencia auditiva, es
decir, que oía perfectamente. Y mi madre, desolada con lo que escuchaba, como
quien manda un telegrama de socorro, quiso rebatir el diagnóstico: «¿Entonces por qué no me oye cuando lo llamo?». Y el médico, igual que si se tratara de un campeonato
de ping pong, la remató con un golpe ganador: «Llévelo al psicólogo». Y ahí se acabó todo, por fortuna mi madre nunca
le tuvo fe a la psicología.
Durante un tiempo yo mismo creí que el
problema se reducía a que no me gustaba el nombre que mis padres me habían
puesto al nacer. Quizá porque era también el nombre de mi abuelo. Ernesto. O
porque hubiera otros Ernestos en el colegio con los que me disgustara compararme.
Razones para pelearse con un nombre sobran en todas partes. Pero admiraba a mi
abuelo y solo había otro Ernesto en el colegio, un chico mayor que había ganado
el campeonato escolar de ajedrez. Tal vez por esa coincidencia, al ser el
Ernesto de quinto grado una celebridad, en clase pasaron a llamarme Néstore,
por un ejemplo de anagrama que puso el profe de lengua de turno un día que no
tenía ganas de explicar sintaxis. Y Néstore fue una revelación, me encanta.
Estaba seguro de que si algún día tenía un hijo, se lo pondría. Aunque, me
llamaran con mi nombre o con mi apodo, seguía sin darme la vuelta para
responder. Todo lo que se refería a mí, no iba conmigo.
La adolescencia fue la mejor época de
mi vida. Lo que fuera que me pasara le ocurría a mis compañeros. Ellos sí
atendían por su nombre, claro, pero ahí se les acababan las certezas. Qué
felicidad sentí la tarde que, al salir de clase, estuvimos debatiendo cómo se
averiguaba si uno en el fondo era
heterosexual o homosexual o transexual o queer, si su sexo computaba como
binario o como impar. No todos estaban al tanto de estos caprichos de la
naturaleza, y a la lista de las esencias hubo quien planteó añadir su amor al
fútbol. «¿Cómo se llama el que solo es futbolista?»,
preguntó uno. «¿Futbolero?», le respondía
otro, y así. Ahí me di cuenta de que ninguno de mis compañeros se
comprendía a sí mismo. Incluso llegué a disfrutar de la ventaja que les llevaba
a todos ellos. Yo sí que sabía con certeza quién no era en absoluto: yo. Ni mi
nombre era mi nombre, ni mi cuerpo me pertenecía, ni mi vida era el tiempo que
pasaba conmigo. Con alborozo intuí que a ellos les ocurría más o menos lo
mismo, pero aún no lo habían descubierto.
Lo triste para mí se reanudó cuando
supe que, como los productos lácteos, la adolescencia tenía fecha de caducidad.
Y una vez consumida, y puesto a reciclar su envase, comprobé con pavor cómo
cada cual salía del túnel, antes o después, con un yo firme y seguro como el
forjado de un edificio en construcción. Todos, menos yo, a quien la
adolescencia no le sirvió ni siquiera para dudar de sí mismo. Es decir, para
recelar de quien no era. De repente me encontré abocado a una vida adulta cuyas
dimensiones no conseguía comprender. La que ha llegado hasta el día de hoy sin
ofrecerme ni siquiera un mero pacto de convivencia. Continúo sin reconocer mi
nombre y apellidos como míos, y ni un solo recuerdo conserva el germen de una
emoción sentida como propia. En cierta ocasión me tocó una participación de la
lotería de Navidad que había comprado a un vecino por quitármelo de encima, y
aunque se trataba de una cantidad respetable, no se me ocurrió ir a cobrarla,
del mismo modo que a nadie se le pasaría por la cabeza ir a cobrar el boleto de
otra persona.
La conciencia de la vida adulta me
trajo inéditos sinsabores. Por lo que les pasaba a mis conocidos intuía que,
tarde o temprano, me enamoraría. Había flirteado antes con algunas chicas,
claro. Salidas al cine, a bailar, un fin de semana. Me alentaba comprobar que
me interesaba por ellas, que apreciaba su compañía y que a mi yo le habían
gustado. Pero se mostraba tan escuálido ese yo que se encandilaba que pronto
percibían mi desinterés, que en general lo era por todo, y si te he visto no me
acuerdo. El descrédito del yo resulta
corrosivo. La gente a quien odia es a los narcisistas. Por mi parte, cuando me
cruzaba con alguno, estudiaba sus hábitos de un modo obsesivo, lo admiraba e
incluso pretendía imitarlo. Lo que hubiera dado por quererme solo una pequeña
parte de lo que ellos se amaban a sí mismos. Tal vez fuera un error fijarse en
este modelo a la hora de mantener una relación, porque si bien es cierto que
uno ha de hallar algo bueno en sí mismo, lo que tiene que aprender sobre todo
es a querer a la otra persona.
Ninguna relación anterior, sin embargo,
ha tenido nada que ver con lo que experimento cada día desde que me he
enamorado. No se puede decir que camine, cuando en verdad vuelo sobre el
pavimento si voy con ella, y si ando lejos, cierro los ojos para verla y
continúo levitando sobre la realidad. Es un tópico, lo sé. Pero al pensarlo
descubro que una de las características del estado que disfruto es vivir lo
manido como si ocurriera por primera vez sobre la faz de la tierra. Tan
enamorado ando que tarda poco en aparecer frente a mí el dilema crucial: ¿me he enamorado yo o el yo que vive de
okupa en mi yo? Lo planteo tal que así y desde entonces no puedo dejar de
darle vueltas a la formulación. Me pasma. Nunca antes había atribuido algo a un
yo distinto al yo que soy siendo otro. El otro, antes constante presencia en mi
constante ausencia, se ha convertido ahora en solo una opción. Entre dos.
¿Habré dado el paso definitivo? El que llevo una vida buscando. ¿Me habré
encontrado, al fin? ¿Será este yo, desconocido hasta ahora, mi auténtico yo? Temblando
saco el móvil del bolsillo y marco mi número. Y el teléfono suena. Y lo
descuelgo. Porque me llama a mí, el
enamorado.

