11 de diciembre, jueves | YO



y siento nostalgia de mí mismo y me echo de menos

de ahí que sin cesar me llame por teléfono y me cuelgue

Józef Baran 

Lo que voy a contar aquí no tuvo instante de inicio como se relata de las catástrofes, ni goza de una fecha para ser recordado, ni siquiera se puede afirmar con verosimilitud que ocurriera. Pudo ser su origen, y entonces hubiera merecido día e incluso hora, aquella lejana visita al otorrino donde me llevó mi madre, de chaval, sospechando mi sordera. El médico me hizo las pruebas al uso entonces y en la siguiente visita, delante de mi madre, puso cara de imbécil y le dijo que no entendía el motivo de su preocupación. Que aquel niño que le había traído a la consulta carecía de cualquier deficiencia auditiva, es decir, que oía perfectamente. Y mi madre, desolada con lo que escuchaba, como quien manda un telegrama de socorro, quiso rebatir el diagnóstico: «¿Entonces por qué no me oye cuando lo llamo?». Y el médico, igual que si se tratara de un campeonato de ping pong, la remató con un golpe ganador: «Llévelo al psicólogo». Y ahí se acabó todo, por fortuna mi madre nunca le tuvo fe a la psicología.

         Durante un tiempo yo mismo creí que el problema se reducía a que no me gustaba el nombre que mis padres me habían puesto al nacer. Quizá porque era también el nombre de mi abuelo. Ernesto. O porque hubiera otros Ernestos en el colegio con los que me disgustara compararme. Razones para pelearse con un nombre sobran en todas partes. Pero admiraba a mi abuelo y solo había otro Ernesto en el colegio, un chico mayor que había ganado el campeonato escolar de ajedrez. Tal vez por esa coincidencia, al ser el Ernesto de quinto grado una celebridad, en clase pasaron a llamarme Néstore, por un ejemplo de anagrama que puso el profe de lengua de turno un día que no tenía ganas de explicar sintaxis. Y Néstore fue una revelación, me encanta. Estaba seguro de que si algún día tenía un hijo, se lo pondría. Aunque, me llamaran con mi nombre o con mi apodo, seguía sin darme la vuelta para responder. Todo lo que se refería a mí, no iba conmigo.

         La adolescencia fue la mejor época de mi vida. Lo que fuera que me pasara le ocurría a mis compañeros. Ellos sí atendían por su nombre, claro, pero ahí se les acababan las certezas. Qué felicidad sentí la tarde que, al salir de clase, estuvimos debatiendo cómo se averiguaba si uno en el fondo era heterosexual o homosexual o transexual o queer, si su sexo computaba como binario o como impar. No todos estaban al tanto de estos caprichos de la naturaleza, y a la lista de las esencias hubo quien planteó añadir su amor al fútbol. «¿Cómo se llama el que solo es futbolista?», preguntó uno. «¿Futbolero?», le respondía otro, y así. Ahí me di cuenta de que ninguno de mis compañeros se comprendía a sí mismo. Incluso llegué a disfrutar de la ventaja que les llevaba a todos ellos. Yo sí que sabía con certeza quién no era en absoluto: yo. Ni mi nombre era mi nombre, ni mi cuerpo me pertenecía, ni mi vida era el tiempo que pasaba conmigo. Con alborozo intuí que a ellos les ocurría más o menos lo mismo, pero aún no lo habían descubierto.

         Lo triste para mí se reanudó cuando supe que, como los productos lácteos, la adolescencia tenía fecha de caducidad. Y una vez consumida, y puesto a reciclar su envase, comprobé con pavor cómo cada cual salía del túnel, antes o después, con un yo firme y seguro como el forjado de un edificio en construcción. Todos, menos yo, a quien la adolescencia no le sirvió ni siquiera para dudar de sí mismo. Es decir, para recelar de quien no era. De repente me encontré abocado a una vida adulta cuyas dimensiones no conseguía comprender. La que ha llegado hasta el día de hoy sin ofrecerme ni siquiera un mero pacto de convivencia. Continúo sin reconocer mi nombre y apellidos como míos, y ni un solo recuerdo conserva el germen de una emoción sentida como propia. En cierta ocasión me tocó una participación de la lotería de Navidad que había comprado a un vecino por quitármelo de encima, y aunque se trataba de una cantidad respetable, no se me ocurrió ir a cobrarla, del mismo modo que a nadie se le pasaría por la cabeza ir a cobrar el boleto de otra persona.

         La conciencia de la vida adulta me trajo inéditos sinsabores. Por lo que les pasaba a mis conocidos intuía que, tarde o temprano, me enamoraría. Había flirteado antes con algunas chicas, claro. Salidas al cine, a bailar, un fin de semana. Me alentaba comprobar que me interesaba por ellas, que apreciaba su compañía y que a mi yo le habían gustado. Pero se mostraba tan escuálido ese yo que se encandilaba que pronto percibían mi desinterés, que en general lo era por todo, y si te he visto no me acuerdo.  El descrédito del yo resulta corrosivo. La gente a quien odia es a los narcisistas. Por mi parte, cuando me cruzaba con alguno, estudiaba sus hábitos de un modo obsesivo, lo admiraba e incluso pretendía imitarlo. Lo que hubiera dado por quererme solo una pequeña parte de lo que ellos se amaban a sí mismos. Tal vez fuera un error fijarse en este modelo a la hora de mantener una relación, porque si bien es cierto que uno ha de hallar algo bueno en sí mismo, lo que tiene que aprender sobre todo es a querer a la otra persona.

         Ninguna relación anterior, sin embargo, ha tenido nada que ver con lo que experimento cada día desde que me he enamorado. No se puede decir que camine, cuando en verdad vuelo sobre el pavimento si voy con ella, y si ando lejos, cierro los ojos para verla y continúo levitando sobre la realidad. Es un tópico, lo sé. Pero al pensarlo descubro que una de las características del estado que disfruto es vivir lo manido como si ocurriera por primera vez sobre la faz de la tierra. Tan enamorado ando que tarda poco en aparecer frente a mí el dilema crucial: ¿me he enamorado yo o el yo que vive de okupa en mi yo? Lo planteo tal que así y desde entonces no puedo dejar de darle vueltas a la formulación. Me pasma. Nunca antes había atribuido algo a un yo distinto al yo que soy siendo otro. El otro, antes constante presencia en mi constante ausencia, se ha convertido ahora en solo una opción. Entre dos. ¿Habré dado el paso definitivo? El que llevo una vida buscando. ¿Me habré encontrado, al fin? ¿Será este yo, desconocido hasta ahora, mi auténtico yo? Temblando saco el móvil del bolsillo y marco mi número. Y el teléfono suena. Y lo descuelgo. Porque me llama a , el enamorado. 

[Cuaderno de ficciones, página 35]