La yerba crece en manojos largos
sobre los excrementos de las vacas
Elizabeth
Bishop
Me
sorprendí a mí misma contando que en la gran ciudad no había quién viviera. «No
hay quien viva», dije exactamente la primera vez que me lo preguntaron, aunque
lo pronuncié con aplomo de confesión, no como el tópico que es. De ahí que no
me costara continuar por la cuesta abajo. Que si me desangraba yendo de un
sitio a otro sin hallar nunca un lugar que considerara mío, que si una se
olvida de sí misma entre tal exceso de vidas de otros. Las razones que desde
entonces doy cuando me interrogan para saber qué hago aquí. Y nunca se agota la
curiosidad, como si la respuesta tuviera el poder de descubrir un grial
escondido. Nadie entiende que un día abandonara la ciudad rutilante y
bulliciosa por este charco de quietud en mitad de las montañas donde salir de
casa a pasear se considera otro de los pecados capitales, acaso el más
pernicioso.
Y,
sin embargo, nadie cuestiona lo que ha sido para mí el salto mortal más
complejo de mi vida, el que me ha llevado a abandonar mi juventud para buscar
trabajo en esta residencia de ancianos. Y por ser la última en incorporarme —la
que me precedía había cumplido un lustro siendo la Novata, título que he
heredado— me han adscrito a la planta de los más longevos y deteriorados por la
edad, siguiendo una regla de extraña sabiduría que atribuye a las aprendices
los casos más complejos y difíciles. No me quejo. No lo haría el pecador
voluptuoso al conocer el círculo del infierno que, de modo coherente, le ha
correspondido. Así que no puedo decir que disfrute con mis ancianos, pero no
echo de menos las clases en el colegio. Ni tampoco me torturan en exceso las
desagradables exigencias de mi nuevo trabajo.
Hay
dos abuelos, en especial, que me mortifican y fascinan al mismo tiempo. No
quiero anotar aquí sus nombres, por si alguna vez cae esta declaración en manos
de sus familiares. Caso de que los tengan, porque hasta el momento no han
recibido visita alguna, ni uno, que voy a llamar Noé, ni el otro, que bautizaré
Abraham, quien fue en sus inicios, como el viejo que cuido, pastor. Aunque mi
Abraham se refiere a sí mismo como ganadero. Si le llamara «pastor» me
aporrearía, este término identifica para él la categoría laboral ínfima que
atribuía a los empleados que mal pagaba y nunca reconoció legalmente como
tales. Y siendo una persona muy religiosa, la religión al parecer no le sirvió
ni para apiadarse del prójimo ni tampoco para reconocer la santidad de la
palabra con la que insultaba a quienes ofrecía trabajo: «pastor tenías que
ser».
Aunque
no me ha costado mucho descubrir que por debajo de este término hay otro que
pronuncia con un acento aún más injurioso: «labrador». Este es Noé. Ni siquiera
el que cultivara una viña, como su referente bíblico, y fermentara después la
uva en un vino excelente le valió el mínimo prestigio: «Si no lo haces tú, lo
hará otro, que eso lo hace cualquiera». Así sonó durante décadas el estribillo
de las opiniones de Abraham. Ambos, como ahora, fueron vecinos. En el pueblo,
porque es pequeño, pero sobre todo en el monte. Todas las parcelas que
cultivaba Noé, por un costado o por otro lindaban con los terrenos donde
pastaba el ganado de Abraham. Los reproches y conflictos habían sido mutuos y
constantes. Si Noé le pedía indemnizaciones por los cultivos arrasados por las
reses que rompían el vallado, Abraham le denunciaba por pretender envenenar sus
rebaños con plaguicidas y fumigaciones. Pero ahora no eran los juzgados
provinciales los que almacenaban sus continuas querellas, sino yo quien los
atendía a los dos, juntos en la misma habitación de la residencia. Abraham el
ganadero y Noé el labrador.
Recuerdo
el primer día en el que aparecí en su habitación, recién incorporada a la
plantilla, a la hora de levantarse, con el propósito de ayudarles, primero a
uno y luego a otro. Eso es lo que pensaba, en mi inocencia. Se me ocurrió
empezar por el que tenía en primer término, Noé, que dormía junto a la puerta.
La trifulca que montó esa mañana Abraham fue de película. Que si le había
relegado. Que si me olvidaba a propósito de sus dolencias. Que si buscaba
excluirle de la vida residencial. De lo que enseguida me di cuenta es de que si
hubiera empezado por Abraham, Noé hubiera montado la misma escena, porque se me
ocurrió sugerir que al día siguiente empezaría por él y enseguida estallaron
los dos agraviados por marginación. Tal como había aprendido a hacer con los
niños, traté de encontrar un elemento objetivo. Les propuse que procederíamos
por orden alfabético. «Excelente criterio», dijo Abraham. «Estoy de acuerdo,
pero si usamos los apellidos», añadió de inmediato Noé. El de Noé empezaba por
C y el de Abraham por S. Calle sin salida. De hecho, pasaron meses acudiendo
cada día a levantarlos a los dos, con protesta asegurada de uno de ellos. La
razón resultaba el instrumento más inútil que existe para ordenar la vida de
campesino y ganadero. Y levantarles era solo la primera excusa del día para la
disputa entre dos ancianos a los que ya había que ayudarles en cada tarea que
se propusieran realizar. La única persona risueña a cualquier hora en la
residencia me pareció que era la auxiliar a la que mi incorporación había
relevado de esta planta.
Como
pude me amoldé a la refriega constante. Hasta que un día Abraham falleció
mientras dormía. Por la mañana retiré del cuarto a Noé, que se mantuvo
absolutamente callado. Los empleados de la funeraria se lo llevaron a mediodía,
cambié sábanas y mantas y por la noche el labrador regresó a su cama.
Cabizbajo, en silencio. Así permaneció varios días. Una mañana, quizá por
animarle, se me ocurrió hacerle un chiste perverso y le dije: «Al final tenía
razón yo y el orden que primaba era el alfabético de los nombres», y hasta hice
un mohín de sonrisa a continuación. Que no fue secundado. Noé, muy serio y en
voz baja me recriminó que en estos asuntos estaba de sobras el humor. Y no le
volví a sacar una palabra en el resto del día. Otra mañana, me pidieron que le
acompañara a la sala de visitas. Le esperaba el notario y con él le dejé.
Imaginé que, asustado por la desaparición de Abraham, quería dejar a buen
recaudo sus propiedades, que como las de su compañero de habitación, no eran
pocas. Cuando le recogí, Noé estaba aún más desencajado. No le saqué ni una
palabra, pero la directora me lo contó al día siguiente. Abraham había nombrado
a Noé su heredero universal. Entre los dos se repartían la montaña donde está
ubicado el pueblo, al margen de la propiedad de la mitad de sus casas, hangares
y cocheras. Noé disfrutó muy poco de su fortuna. Unas semanas.
Acudí a su entierro, igual que había ido al de Abraham, aunque en este caso solo como su acompañante. La habitación la ocuparon de inmediato otros dos ancianos de la localidad, que estaban en lista de espera. Muy amables. Todo era «muchas gracias, señorita; usted primero; por favor; si no le importa, buenos días, buenas tardes, buenas noches». Qué insoportable aburrimiento. Cómo empecé a añorar a mis dos granujas. Aunque no me dio tiempo a pasar al siguiente grado, que es el olvido. En absoluto. A los pocos días se presentó el notario y pidió entrevistarse conmigo. Ahora soy dueña de una montaña entera, donde medio pueblo se gana la vida, y el otro medio habita en mis propiedades y cuento con un treinta por ciento de la residencia, hecho que de inmediato motivó que la directora dejara de llamarme «chiquilla» para tratarme de usted.

