13 de noviembre, jueves | CRÓNICA APÓCRIFA


La yerba crece en manojos largos

sobre los excrementos de las vacas

Elizabeth Bishop


Me sorprendí a mí misma contando que en la gran ciudad no había quién viviera. «No hay quien viva», dije exactamente la primera vez que me lo preguntaron, aunque lo pronuncié con aplomo de confesión, no como el tópico que es. De ahí que no me costara continuar por la cuesta abajo. Que si me desangraba yendo de un sitio a otro sin hallar nunca un lugar que considerara mío, que si una se olvida de sí misma entre tal exceso de vidas de otros. Las razones que desde entonces doy cuando me interrogan para saber qué hago aquí. Y nunca se agota la curiosidad, como si la respuesta tuviera el poder de descubrir un grial escondido. Nadie entiende que un día abandonara la ciudad rutilante y bulliciosa por este charco de quietud en mitad de las montañas donde salir de casa a pasear se considera otro de los pecados capitales, acaso el más pernicioso. 

Y, sin embargo, nadie cuestiona lo que ha sido para mí el salto mortal más complejo de mi vida, el que me ha llevado a abandonar mi juventud para buscar trabajo en esta residencia de ancianos. Y por ser la última en incorporarme —la que me precedía había cumplido un lustro siendo la Novata, título que he heredado— me han adscrito a la planta de los más longevos y deteriorados por la edad, siguiendo una regla de extraña sabiduría que atribuye a las aprendices los casos más complejos y difíciles. No me quejo. No lo haría el pecador voluptuoso al conocer el círculo del infierno que, de modo coherente, le ha correspondido. Así que no puedo decir que disfrute con mis ancianos, pero no echo de menos las clases en el colegio. Ni tampoco me torturan en exceso las desagradables exigencias de mi nuevo trabajo.

Hay dos abuelos, en especial, que me mortifican y fascinan al mismo tiempo. No quiero anotar aquí sus nombres, por si alguna vez cae esta declaración en manos de sus familiares. Caso de que los tengan, porque hasta el momento no han recibido visita alguna, ni uno, que voy a llamar Noé, ni el otro, que bautizaré Abraham, quien fue en sus inicios, como el viejo que cuido, pastor. Aunque mi Abraham se refiere a sí mismo como ganadero. Si le llamara «pastor» me aporrearía, este término identifica para él la categoría laboral ínfima que atribuía a los empleados que mal pagaba y nunca reconoció legalmente como tales. Y siendo una persona muy religiosa, la religión al parecer no le sirvió ni para apiadarse del prójimo ni tampoco para reconocer la santidad de la palabra con la que insultaba a quienes ofrecía trabajo: «pastor tenías que ser».

Aunque no me ha costado mucho descubrir que por debajo de este término hay otro que pronuncia con un acento aún más injurioso: «labrador». Este es Noé. Ni siquiera el que cultivara una viña, como su referente bíblico, y fermentara después la uva en un vino excelente le valió el mínimo prestigio: «Si no lo haces tú, lo hará otro, que eso lo hace cualquiera». Así sonó durante décadas el estribillo de las opiniones de Abraham. Ambos, como ahora, fueron vecinos. En el pueblo, porque es pequeño, pero sobre todo en el monte. Todas las parcelas que cultivaba Noé, por un costado o por otro lindaban con los terrenos donde pastaba el ganado de Abraham. Los reproches y conflictos habían sido mutuos y constantes. Si Noé le pedía indemnizaciones por los cultivos arrasados por las reses que rompían el vallado, Abraham le denunciaba por pretender envenenar sus rebaños con plaguicidas y fumigaciones. Pero ahora no eran los juzgados provinciales los que almacenaban sus continuas querellas, sino yo quien los atendía a los dos, juntos en la misma habitación de la residencia. Abraham el ganadero y Noé el labrador.

Recuerdo el primer día en el que aparecí en su habitación, recién incorporada a la plantilla, a la hora de levantarse, con el propósito de ayudarles, primero a uno y luego a otro. Eso es lo que pensaba, en mi inocencia. Se me ocurrió empezar por el que tenía en primer término, Noé, que dormía junto a la puerta. La trifulca que montó esa mañana Abraham fue de película. Que si le había relegado. Que si me olvidaba a propósito de sus dolencias. Que si buscaba excluirle de la vida residencial. De lo que enseguida me di cuenta es de que si hubiera empezado por Abraham, Noé hubiera montado la misma escena, porque se me ocurrió sugerir que al día siguiente empezaría por él y enseguida estallaron los dos agraviados por marginación. Tal como había aprendido a hacer con los niños, traté de encontrar un elemento objetivo. Les propuse que procederíamos por orden alfabético. «Excelente criterio», dijo Abraham. «Estoy de acuerdo, pero si usamos los apellidos», añadió de inmediato Noé. El de Noé empezaba por C y el de Abraham por S. Calle sin salida. De hecho, pasaron meses acudiendo cada día a levantarlos a los dos, con protesta asegurada de uno de ellos. La razón resultaba el instrumento más inútil que existe para ordenar la vida de campesino y ganadero. Y levantarles era solo la primera excusa del día para la disputa entre dos ancianos a los que ya había que ayudarles en cada tarea que se propusieran realizar. La única persona risueña a cualquier hora en la residencia me pareció que era la auxiliar a la que mi incorporación había relevado de esta planta.

Como pude me amoldé a la refriega constante. Hasta que un día Abraham falleció mientras dormía. Por la mañana retiré del cuarto a Noé, que se mantuvo absolutamente callado. Los empleados de la funeraria se lo llevaron a mediodía, cambié sábanas y mantas y por la noche el labrador regresó a su cama. Cabizbajo, en silencio. Así permaneció varios días. Una mañana, quizá por animarle, se me ocurrió hacerle un chiste perverso y le dije: «Al final tenía razón yo y el orden que primaba era el alfabético de los nombres», y hasta hice un mohín de sonrisa a continuación. Que no fue secundado. Noé, muy serio y en voz baja me recriminó que en estos asuntos estaba de sobras el humor. Y no le volví a sacar una palabra en el resto del día. Otra mañana, me pidieron que le acompañara a la sala de visitas. Le esperaba el notario y con él le dejé. Imaginé que, asustado por la desaparición de Abraham, quería dejar a buen recaudo sus propiedades, que como las de su compañero de habitación, no eran pocas. Cuando le recogí, Noé estaba aún más desencajado. No le saqué ni una palabra, pero la directora me lo contó al día siguiente. Abraham había nombrado a Noé su heredero universal. Entre los dos se repartían la montaña donde está ubicado el pueblo, al margen de la propiedad de la mitad de sus casas, hangares y cocheras. Noé disfrutó muy poco de su fortuna. Unas semanas.

Acudí a su entierro, igual que había ido al de Abraham, aunque en este caso solo como su acompañante. La habitación la ocuparon de inmediato otros dos ancianos de la localidad, que estaban en lista de espera. Muy amables. Todo era «muchas gracias, señorita; usted primero; por favor; si no le importa, buenos días, buenas tardes, buenas noches». Qué insoportable aburrimiento. Cómo empecé a añorar a mis dos granujas. Aunque no me dio tiempo a pasar al siguiente grado, que es el olvido. En absoluto. A los pocos días se presentó el notario y pidió entrevistarse conmigo. Ahora soy dueña de una montaña entera, donde medio pueblo se gana la vida, y el otro medio habita en mis propiedades y cuento con un treinta por ciento de la residencia, hecho que de inmediato motivó que la directora dejara de llamarme «chiquilla» para tratarme de usted.

[Cuaderno de ficciones, página 34]