7 de noviembre, viernes | A vueltas con la lectura



Desde hace un tiempo me inquieta lo que se pueda pensar a partir de la «lectura», una palabra que se usa con frecuencia con un significado objetivo que, si se trata de comprender como tal, no significa nada. En la experiencia de uso, cuando la oigo pronunciada siento contrariedad. Es frecuente utilizarla en contextos de apariencia crítica —tipo «fulanito ha sido leído desde tal punto de vista»— y al mismo tiempo basta escuchar los comentarios de dos personas que hayan leído un mismo texto para observar que no existen dos lecturas idénticas, ni siquiera como resumen de un artículo de prensa.  Que lo subjetivo es la característica inmediata de cualquier lectura. Resulta contradictorio que, aun siendo consciente el hablante de la complejidad del término, se extienda un uso ensimismado de la palabra «lectura» que pretende nombrar densidades semánticas, casi agujeros negros de significado. Y, de hecho, es posible que las nombre. Aunque igual que ocurre con los agujeros, hay que descubrirlas.

         Cabe comenzar diferenciando dos términos que comparten lexema, pero no características: lectura y lector. Los lectores, a diferencia de la lectura, son una entidad contable. Se puede concretar en cifras y, a partir de ahí, conocerla. Normalmente solo se usa una única cifra, la de quienes han comprado el libro, aunque nunca llegaran a leerlo. Pero sería posible incluso, si a alguien le interesara sufragar la encuesta, saber el número de lectores que abandonaron la lectura al principio, o en medio, o que siguieron hasta el final, los que la repitieron… la estadística es capaz de desmenuzar cualquier significado relativo a los lectores. Su lectura, sin embargo, resulta más esquiva. Para un lector habrá sido esencial en su manera de comprender algo, para otro, al lado suyo, un simple entretenimiento. Y ambos habrán disfrutado leyendo. El significado del diccionario, la mera «acción de leer», o de «cosa leída», resulta inservible para pensar su dimensión. O, mejor, para averiguar si sirve para pensar aquello para lo que se utiliza cuando se refiere a sus frutos.  

         Se suele entender por «lectura» el conjunto de conocimientos que genera una obra literaria en quien la lee. Es un proceso que suele concebirse solo en este trayecto, es decir, ObraLectura. Imagino que también esta formulación admite una variable más interesante: Obra+Obra+ObraLectura. De modo que el conjunto de libros leídos construye un conocimiento de mayor complejidad que también se puede denominar «Lectura». Cuando concluye aquí el proceso, se suele nombrar con el impreciso sinónimo de cultura. La cultura que posee un individuo como el conocimiento que le ha proporcionado el conjunto de obras (literarias, artísticas, históricas…) que ha conocido. Ahora bien, cabe cuestionarse si esta lectura como cultura es siempre el final de un proceso. La respuesta es negativa: esta lectura genera en determinadas personas una Obra que a su vez creará nuevas lecturas: LecturaEscritura. Y en este desarrollo posterior, de repente, emerge la «lectura» como generadora de una obra y no solo como receptora, hecho que reclama una atención diferente.

         Para definir con precisión el término «lectura» en esta situación germinal, tal vez resulte útil recurrir a un símil didáctico. Es el caso de un científico, especialista en física cuántica. En el ejemplo, el término «lectura» determina el conjunto de sus conocimientos, y «escritura», la expresión de estos. Cuando le invitan a dar una charla en un colegio de primaria, el científico recurre a reducir al máximo sus conocimientos (lectura) y convertir su discurso en una serie de cuentos (escritura). El día que va a dar la charla a un instituto de secundaria, esta adquiere un matiz divulgativo. En la universidad, para alumnos de tercer año, introduce alguna observación de carácter científico, pero menor. Y, finalmente, en una conferencia sobre sus descubrimientos, en un congreso de físicos cuánticos, se podría decir que se igualan lo que sabe y lo que expone.  Un equilibrio que solo se produce en este caso: Lectura=Escritura. Es decir, la manifestación de los conocimientos —su escritura— no puede ser nunca superior a sus conocimientos —su lectura—. Y esta definición de «Lectura» es, asimismo, capaz de proporcionar una útil definición del concepto de «Escritura», como el producto de los conocimientos previos a su generación.

         A partir de esta «Lectura», cabe empezar a categorizar también la «Escritura». Se puede hacer, y se hace, de una manera trivial, que sería un nivel cero de análisis. Por ejemplo, aquel autor que, por adaptarse a los gustos del público, facilita la trama o la rellena con inocuas escenas de tipo erótico reduce conscientemente la capacidad de escritura que le ofrece su lectura. O de aquel autor que comete errores de bulto en el desarrollo de una trama o escribe en un estilo empalagoso se le puede atribuir un déficit claro en su formación literaria, es decir, en su lectura.

Definir «Lectura» para estudiar la obviedad de estos casos no tendría ningún sentido. Cabe preguntarse ahora si, además de la rebaja voluntaria o formativa en el nivel de lectura, existen otros que se puedan definir mejor a través de esta identidad entre lo leído y lo escrito. En el caso de un lector voraz y exclusivo de novelas policiacas, por ejemplo, su escritura, de producirse, se inscribirá en este género. En el caso de un lector de textos de crítica social, aficionado al género policiaco, en el caso de que elija la escritura de este género, indudablemente dotará a sus tramas con una carga significativa de crítica social ausente en el género que practica. Y de este modo, su escritura abrirá dos frentes nuevos de lectura: la lectura del voraz lector de novelas policiacas se nutrirá con conceptos críticos, y la del crítico disfrutará con una trama de intriga. Este sería el primer nivel de análisis.

Un segundo nivel, relacionado con el anterior, ya ocurre no en el ámbito de los géneros sino en el de los estilos. Una lectura que repudia otras lecturas, contemporáneas o históricas, por razones de ideario, no solo reproduce lo que admira, sino que se establece a sí misma un techo de cristal —la reproducción del modelo admirado— que le impide, por esencia, cualquier renovación. La pertenencia a un movimiento de una lectura parcial favorece la expresión, en un primer momento, por la agilidad en la que esta avanza entre las certezas del camino, pero impide el crecimiento de la escritura a partir del momento en el que se alcanza el cénit logrado por el movimiento en su conjunto. Es el caso de muchos autores de época, interesantes y mediocres al mismo tiempo.

Pero existe también un tercer nivel de análisis, que ya no afecta solo a las situaciones precarias de escritura, sino a su capacidad y al concepto mismo de excelencia. En el caso de que el producto de la lectura de un autor supere la lectura del público lector, la escritura establecida a ese mismo nivel, carecerá de lectores. Si la lectura rebasa la lectura de los lectores especialistas (críticos, profesores, editores…), su escritura crecerá en medio de un vacío absoluto a su alrededor. Y solo cuando la lectura de los lectores haya avanzado, en ocasiones muchos años después de la desaparición del escritor, empezará a ser comprendida, valorada e incluso venerada. Y de esta lectura germinarán nuevas escrituras en las que los planteamientos en su día invisibles serán objeto de un deleite mayoritario. Este es el concepto de lectura que me ha permitido pensar mejor la literatura y sus vicisitudes. Aunque me temo que sea el único que lo lea de esta manera.