«Once
de mayo de 1903». Leo la fecha en un certificado de defunción cuyo papel oscuro
y envejecido ha empezado a deshacerse por los bordes. De inmediato me pregunto
dónde estaba yo aquel día. Al siguiente o al otro lo sé, en su velatorio;
imposible pensar que estuviera en otro lugar. No lo presencié como soy ahora,
claro, pero de alguna manera tuve que asistir al entierro. Era el hermano pequeño
de mi abuelo, del que apenas sobreviven recuerdos porque murió muy joven de una
súbita apoplejía. En mi abuelo algo mío, al menos como potencia, debió de
existir el día del sepelio de su hermano. Aunque si continúo con la lógica de este
pensamiento veo que no conduce a ninguna parte: ¿también yo llevo dentro de mí
la descendencia que tendré? ¿En qué parte de mis veinte años recién cumplidos,
que ni siquiera cuentan con una novia para compartirla? Vía muerta, sin duda.
En 1903 faltaban treinta años para que
naciera yo. En aquella época mi madre aún asistía a la escuela primaria, sin
albergar pensamiento alguno sobre el hecho de un día dar a luz un hijo, es
decir, a mí. El hermano de mi abuelo, sin embargo, no debió de ocultar dentro
ninguna descendencia futura, porque falleció tan joven. Y soltero. ¿Y si en
realidad sí la llevaba, pero las circunstancias sobrevenidas impidieron que le
diera tiempo a conocer con quién desarrollarla? ¿Dónde fue a parar aquella
semilla? No sé por qué insisto en pensar lo que no admite pensamiento. La gente
se preocupa por su supervivencia en el futuro, pero compruebo que a mí únicamente
me intriga saber dónde diantres me hallaba antes de nacer.
El empezar a escribir mi primer libro es
la razón de que me impacte tanto la fecha del fallecimiento de mi tío abuelo.
Sin fecha concreta, la muerte de quienes nos precedieron es una idea abstracta,
pero el conocer el día, el mes y el año de un acontecimiento lo acerca tanto
que, de repente, parece formar parte de la vida presente, porque este año mayo
tendrá de nuevo un día once, como entonces. De ahí que ahora casi recuerde su
velatorio, al que asistí junto a mi abuelo, dentro del cuerpo o de la mente o
quién sabe dónde. De las pertenencias que recogieron en la habitación donde
vivía mi tío abuelo, naturalista vocacional, alquilada a una viuda en una
casona de las afueras, la mayor parte, según le parece haber oído a mi madre
años más tarde, se extravió. O quizá acabara en un basurero. Me inclino a lo
segundo, teniendo en cuenta que las cajas entomológicas, llenas de insectos
pinchados con agujas, y los herbarios, a rebosar de ejemplares secos de plantas
y flores, no son recuerdos que a la gente le guste conservar en sus casas.
Salvo que se tenga una desmedida afición a las ciencias naturales. De los
bienes de mi tío abuelo solo ha perdurado una caja de cartón llena de papeles
viejos y en desorden.
Recurro a esta caja, arrumbada desde
hace décadas en el desván de la casa familiar, porque creo recordar que mi
madre me contó que mi tío abuelo había escrito también un libro que nunca se
llegó a publicar. Algo que no hizo mi bisabuelo, ni mi abuelo, ni mis padres, y
el hecho de que a mí se me hubiera ocurrido empezar uno me une, de repente, a
mi antepasado entomólogo. Entre papeles inocuos, me llaman la atención unas
cartas que encuentro guardadas en una caja de madera atada con un cordel. Es lo
único que despierta mi interés. En el remite, la sorpresa. Son tres cartas de Jean-Henri
Fabre, el padre de los estudios naturalistas en Europa. Están redactadas,
claro, en francés. Las dos primeras son convencionales, pero en la tercera, más
extensa, leo «A l'occasion de votre
agréable visite il y a deux semaines...». De inmediato alzo la mirada hacia
la fecha y me quedo helado. «Harmas, 3 avril
1903». Mi tío abuelo conoció al enorme
investigador y maravilloso divulgador en su casa de Sérignan-du-Comtat. Nadie
me ha hablado de este episodio.
Del libro que se dice que había
escrito, aunque nunca publicado, sin embargo, no queda rastro entre los papeles
de la caja. Una frase final de la carta tal vez aporte alguna luz sobre su paradero: «Je lirai prochainement votre manuscrit et
promets de vous aider à le diffuser». Leyó
estas líneas escasos días antes de fallecer. Pobre tío abuelo mío. Cómo me
gustaría haberle conocido. De nuevo someto a mi madre a un intenso
interrogatorio, pero no recuerda gran cosa, era muy pequeña entonces, solo cuenta
anécdotas sueltas que escuchó en su adolescencia. Ni siquiera mi abuelo es
capaz de concretar más. «Era muy independiente. Se pasaba la vida en el campo o
de viaje. No podíamos ni ir a verle, tenía la habitación que ocupaba llena de
bichos. Tu abuela se ponía de los nervios con solo olerlos». Es todo lo que he
conseguido saber de mi enigmático pariente.
Inicio un cuaderno, idéntico al que
contenía los primeros párrafos escritos de mi libro, con su nombre en el
encabezamiento de la primera página: Profesor Augusto García Casado. Y vuelvo a
repasar los papeles, extrayendo los datos que encuentro y poniéndolos en orden.
No son muchos, pero el atento escrutinio de los documentos me descubre algunos
apuntes de campo suyos, que posiblemente extraviara. O quizá, ahora que lo
pienso mejor, olvidara guardar cuidadosamente en sus carpetas de anotaciones,
que sin duda existieron, y que se han perdido todas. Salvándose solo lo que
desechó, estos papeles huidos del orden que, sin embargo, han sabido navegar
las décadas mejor que los clasificados. Paradojas del tiempo. Con lo que no
quiso guardar tendré que contar su historia. En un apunte, que me parece
especialmente hermoso, dibuja con tinta las dos tegminas de una mantis esbozada
a lápiz, y sobre cada una de las alas traza y numera sus delicadas
nervaduras.
Cada papel suyo me permite salvar un momento de su vida que consigno en el cuaderno que le dedico, cuyas páginas crecen a buen ritmo. Donde no alcanzan las investigaciones, invento. Recreo viajes, capturas de insectos, recolecciones de plantas. He rebuscado en librerías de viejo entre los manuales de la materia que pudo haber consultado, pues sus libros tampoco se han conservado. Escribo en la cubierta del cuaderno un título con aires autobiográficos: Diez de mayo de 1903. El primer día del que tengo noticas de mi vida anterior a mi nacimiento. Es mi libro, aunque tampoco se publica. Alguna vez me pregunto dónde se perdieron los párrafos escritos del que iba a ser mi primer libro. Tal vez en el lejanísimo 2003 alguien los encuentre, en hojas arrancadas de un cuaderno inexistente, como única revelación de mi vida, igual que la de mi tío abuelo Augusto desaparecida en el rotar del tiempo, por no hacer mudanza en su costumbre.