Vive a orillas del Sena el otro,
y ese también soy yo, soy yo.
Endre Ady
¿Quién encaja una revelación así? Es lo que piensa por mí el pensamiento. Por mi parte, me dejo llevar. Lo he hecho siempre. Si alguien me pide que me dibuje, un psicólogo chiflado, como cuando era niño, trazo un cauce y en mitad una hoja que desciende flotando sobre la superficie de la corriente. La hoja soy yo. El río, el Sena. Nunca he estado en París. Aunque he recorrido la ciudad en diversas ocasiones dentro de las novelas que encuentro en el mercadillo. Y colecciono mapas de diferentes épocas. También me sé de memoria el nombre de los puentes sobre el Sena desde la isla de Saint-Germain hasta la confluencia con el río Marne, por todo el centro de la ciudad. Uno tras otro, sin equivocarme. Veintisiete, contando pasarelas y vías que atraviesan las islas. Cuando los recito, nadie duda de mi historia. Es lo que aconsejo hacer siempre: basar lo esencial en lo prolijo circunstancial. Pero cuando me piden explicaciones, cómo impartirlas sin descubrir mis cartas.
Los puentes del Sena se pueden atravesar de dos modos, de una orilla a la otra o por debajo, siguiendo el cauce. Hasta ahí llega mi conocimiento, pero alcanza para realizar paseos imaginarios. Un río no transporta agua, sino ilusión. La única prevención que tomo es evitar conocer mujeres que hayan vivido de jóvenes en París. En Pest no resulta fácil encontrar un húngaro que haya viajado a Francia y que la conozca bien. Quiero decir, mejor que yo. Cuando me cruzo con alguno, enseguida descubro que se equivoca con los puentes, nombra uno con la situación de otro. Y más complicado aún resulta cruzarse con una húngara viajera. Las mujeres que de vez en cuando conozco, en general, jamás han salido de esta ciudad. Muchas ni siquiera han atravesado el Danubio hacia Buda. La verdad es que ninguna me exige demasiado. Si se ríen conmigo, ya considero interesante el encuentro. Para una tarde. En lugar de hablarles de penurias, les ofrezco una mercancía sentimental más romántica. Les cuento una vida bohemia en la orilla izquierda. Se lo explico como si en realidad estuvieran viviendo ellas la experiencia viajera, y aunque el resultado siempre sea el mismo, al poco se despiden y desaparecen de mi vida, me conformo con que alguna vez me recuerden como el parisino.
Tengo buena memoria, pero en cierta ocasión conocí a una mujer morena, muy delgada, que ya había conocido antes como una mujer rubia, con más cuerpo. Esto solo lo supe al final. Cuando me apetece alternar, acudo a un local de baile. No repito lugar nunca, siempre voy a sitios donde no he estado nunca para evitar que alguna chica me reconozca. Compro un buen número de tarjetas y selecciono alguna candidata entre las que nadie saca a bailar. Solo bailo una pieza con la elegida, y cuando acaba, en lugar de una escuálida tarjeta, le entrego el fajo entero y la invito a una bebida. Aceptan porque rara vez sacan con diversas parejas más de lo que yo les ofrezco por un rato de charla. Nos sentamos y entonces a la escogida le hablo de París. De buenas a primeras no les recito nunca la lista de puentes. Eso las asustaría. Selecciono uno, el que me parece más adecuado al carácter que observo en la muchacha y le cuento una historia de lo que viví en la ciudad del amor. Cada puente tiene vinculada una historia diferente a las otras del resto de puentes, que a veces amplío o reduzco, según. Son argumentos que extraigo de las novelas y de los relatos que leo, y que voy adaptando a mi forma de ser. En el caso de aquella única repetición de chica, por eso lo supe, también repetí, sin pretenderlo, el puente. Y aunque era básicamente la misma historia, los detalles que la adaptan a quien me escucha no coinciden, claro, nunca.
Me extrañó que la morena delgada, que había sido en otro local, sin que yo lo sospechara, rubia rolliza, se guardara en el bolso el mazo de tarjetas como si fuera lo más normal del mundo y aceptara subir al área de mesas sin que se lo hubiera propuesto. Ambos gestos, sin embargo, no me sugirieron, en absoluto, que repetía persona. Tengo buena memoria, aunque solo recuerdo detalles circunstanciales, color del cabello o maquillaje de ojos, aquellos que no suelen cambiar nunca. Ley que en esta ocasión me traicionó. Empecé contando que una vez me había enamorado en el Pont du Carrousel. Lo dije en francés y luego lo traduje al húngaro, Körhinta híd, para que me comprendiera. Supe enseguida que debía de esforzarme aquella tarde un poco más de lo habitual porque la mujer me miró con abulia, como si le estuviera contando el mismo rollo de siempre. Sacó un cigarrillo de mi paquete. Lo prendió con mi mechero y lanzó una bocanada de humo delante de mi cara. No sé si como un gesto de desprecio o como un reto para que le contara algo menos abstracto. El caso es que tomé la indelicadeza en este segundo sentido.
Tal como está en el guion, el relato del Puente del Carrusel narra una tierna historia de amor. El protagonista masculino aparece descrito con mis rasgos, y la mujer de ensueño es maravillosamente delgada y profundamente morena. Me gustan los adverbios muy largos, qué le vamos a hacer. Sé que escritos no quedan bien, pero pronunciados permiten acabar la palabra en una suerte de temblor que aumenta su poder de sugerencia. En lugar de una leve sonrisa de complicidad, la mujer que he elegido crispa el gesto y desvía hacia mí una mirada de esas que en las novelas denominan fulminantes. Como si yo fuera un insecto que erradicar allí mismo. Improviso con agilidad más detalles suyos para ilustrar la imagen de la heroína de mi relato, pero cada uno que sublimo de su propio retrato, aumenta la animadversión hacia mí de mi pareja de baile.
En cuanto avanzo un poco más, con un gesto de ira la mujer morena y delgada me laza en pleno rostro el fajo de tarjetas que le había entregado y luego, no sintiéndose aún conforme, vacía sobre mi cabeza la bebida alcohólica que había pedido tras mi invitación y el camarero había servido en su vaso, como suelen hacer cuando paga el cliente, de modo abundante. Y tampoco conforme con esta embestida física, al instante me lanza su arremetida moral: «¡Mentiroso, falsario, desleal!». Quiero defenderme: «Fue en el puente del Carrusel, estoy seguro, largo, elegante, hermoso». «Sí –responde la mujer morena–, pero la amada era una mujer rubia; recia, tal vez, pero bien proporcionada y agradable, más joven que yo y no alternaba en este antro de piojería, sino en el Kispipa» y añade, casi con lágrimas en los ojos, «de donde me han despedido».
No recuerdo si en aquel momento entendí sus palabras. Se levantó y se largó desairada. Me quedé pensando qué había ocurrido. Qué había descubierto ella de mí y qué yo de ella. La única pregunta a la que puedo responder, sin embargo, es diferente. De mí, de repente descubro que nunca he sido el otro de mis ficciones, del mismo modo que aquella mujer, en la realidad, ha sido una y ahora es otra. Y por eso yo sigo contándolas con tanta inocencia, incluso ensimismada idiotez, mientras ella en verdad encarna el trágico zarpazo que yo le he atribuido siempre a mi destino: la aflicción de quien ve desdeñado su verdadero yo. El que no tengo.