your
canvas nude
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LYN COFFIN
Indecisa si salir o quedarme, me
asomo a la ventana para que la calle me aconseje. Veo llover con repiqueteo de
jornada laboral de minero en tiempos anteriores a cualquier regulación. El cielo, un techo de mina de carbón. Dejo vagar la vista frente a los
cristales por si hallan inspiración. Y de repente, la encuentran. Enfrente, en
la antigua fábrica de enormes ventanales que utilizan como taller grupos
teatrales y también, de vez en cuando, algún artista sin nombre acreditado, me
despierta de la abulia una pintora. Como las antiguas. Frente a un lienzo montado sobre un caballete. Hay partes aún en blanco y otras con esbozos
trazados a carboncillo. Usa como paleta lo que parece, desde mi punto de
observación, la tapa de un cubo comunitario de basuras. El resto, sin embargo,
cuadra a la perfección con lo que recuerdo de lo que era un pintor.
Me
detengo a observar lo que aparece ya coloreado en el triángulo superior del
lienzo. Una cabeza, aún sin rostro, apenas alguna sombra donde irán ojos, nariz
y boca, y un cuerpo de hombre con el pecho al descubierto, o por lo menos la
mitad que ya tiene asignado color y detalles. Entre estos creo distinguir,
desde la distancia, un pezón y alrededor lo que parece abundante vello
pectoral. Y si fijo la vista en los garabatos del carboncillo que han de guiar
la pintura, no me cuesta intuir los atributos de un cuerpo desnudo. Mi mirada
salta de inmediato a la pintora. No la conozco ni la he visto antes en esta
estancia donde suelen trabajar jóvenes tumbados con un ordenador portátil en el
suelo. No es una mujer joven. Mediana edad. El cabello envuelto en un pañuelo,
cubierta con una bata larga, como de estar por casa, llena de manchas de
pintura. Entre ella y yo, la lluvia insiste. Ambas, pienso, estamos, sin embargo,
protegidas de la inclemencia. Ella por su dedicación y yo por mi curiosidad.
El
silbido de la cafetera a punto de achicharrar mi desayuno resquebraja el idilio
entre artista y admiradora. Corro a salvarla del fuego, pero no lo apago.
Coloco en su lugar la plancha de tostar el pan y encima un par de rebanadas.
Vierto el café en una taza y lo aclaro con unas gotas de leche. Corto un pedazo
de longaniza y me siento. Aunque al instante he de volver a levantarme para
apagar la cocina y retirar las tostadas. Con una en la mano, la imagen que he
estado contemplando me reclama. Hacia ella me encamino y allí me planto de
nuevo. Al morder la tostada, sin pensar en los movimientos que estoy haciendo,
se desprende ante mí una lluvia ahora interior, pero casi tan intensa como la
exterior, de migas. Algunas se prenden en la cortina, otras se arremolinan a
mis pies, en las baldosas. Entonces, en lugar de mirar afuera, me observo en el
reflejo del cristal y la imagen que me devuelve, de pronto, me ridiculiza ante
mí misma.
Después
del desayuno, como la lluvia insiste en apropiarse del día, enciendo el
ordenador y dejo que sea él quien me ordene en qué ocupar el tiempo.
¿Cuánto? No sabría contarlo sin mirar el reloj, pero en cierto momento, la
evocación de la pintora que va vistiendo la figura masculina con su propia
desnudez regresa a mi pensamiento. Acabo ágil la tarea que me tenía
entretenida, por darle un sesgo menos impulsivo al impulso, y, sigilosa, me
acerco a la ventana. Llueve. Pero enfrente, en el taller, el lienzo ha
avanzado. Ahora resuelve la pierna que corresponde a la mitad del pecho que ya
había visto coloreada. Un muslo atlético, una rodilla rotunda, espinilla y
arranque del empeine firmemente asentados en el blanco de la tela. No me había
dado cuenta, en una primera observación, que no son estas las únicas novedades
de este rato. La pintora ha decidido ya la mirada de su figura y en el óvalo
vertical del rostro ha resaltado los ojos y ha precisado su dirección. Hacia
mí. Tanto que, como gesto reflejo, nada más observarlo, doy un respingo para
ocultarme detrás de la cortina. Asustada. Descubierta de lleno en una falta.
Nunca he sentido mala conciencia de mirar por la ventana. En la vieja fábrica ensayan grupos de teatro, trabajan artistas plásticos y se realizan múltiples actividades a las que asisto a diario como si estuviera sentada en una butaca de platea. Tampoco me agazapo. A veces me ven mirarles y raro es que no me sonrían e incluso me saluden. Me conciben como un anticipo del público que desean para sus obras. Por eso me sorprende doblemente sentirme espía, primero porque no es lo habitual, después porque tampoco es una persona la que me ve mirar, sino una pintura. Aun así, el susto permanece, como la lluvia, en el rincón donde me refugio, entre la cortina y la pared de la sala. Puedo pensar que lo que ocurre a continuación es algo que he meditado, pero no es cierto, la inquietud me impide razonar. Es solo otro impulso que se me impone de inmediato. Empiezo a desabrocharme la blusa que uso para estar en casa. Me bajo el pantalón de pijama, me quito las prendas íntimas, los calcetines, me descalzo y así, tan desnuda como la pintura, me brindo a su mirada desde el centro de la ventana. El hombre desnudo medio pintado continúa con los ojos fijos sobre mí, pero ya su deseo no me asusta. Al contrario, siento una intensa excitación, desconocida, a lo largo de todo mi cuerpo desnudo. Arrebatado. Dispuesto a la entrega.
[Cuaderno de ficciones, página 31]