CARTAS AL s XX | 1 de abril de 1940, lunes. La línea P



En las provisiones, carne fresca y vino embotellado. Sin que haya oficiales con nosotros. ¿Se habrán vuelto locos?, pienso. El cabo primero me saca de dudas: «El primer año de la victoria, tarado». Tal vez por mi tara no sepa ahora si lo ha pronunciado con mayúscula o con minúscula, como lo acabo de escribir. A mí el aniversario solo me evoca la llegada de la noticia al pueblo. Lo sé por cómo lo contó padre en casa. Entró el telegrafista azorado en la taberna y casi entre aullidos más que con palabras gritó «Sé acabó», y lo fue repitiendo ante cada una de las mesas ocupadas. ¿Quieres creer que alguien le hizo el menor caso? Quien tenía una sota en la mano y le tocaba tirar, la soltó tranquilamente. Quien dirigía al gaznate un sorbo de aguardiente ni se detuvo ni buscó antes brindar. Cada cual continuó su rutina como si oyera llover. Como si nada de lo que ocurría aquel día, que acabó siendo sonado, tuviera algo que ver con la vida corriente. Tampoco padre. Que si lo explicó luego en la comida, no fue por el contenido histórico de la frase, sino por lo ridículo que se había puesto el funcionario del telégrafo, un tipo finolis que ni era del pueblo ni le caía bien a nadie, con sus «chillidos de chimpancé». Así es como se refirió al asunto entre carcajadas.

La noticia de que la guerra se había acabado no le había interesado a nadie ni un ápice más que el aturdido vocear de quien la daba. De eso me quejo ahora. ¿Qué es exactamente lo que se había acabado? Sé que lo hago por pura retórica, pues nadie tiene que explicarme que si el billarista apunta a una bola, la gracia de su golpe no está en que impacte en su objetivo, sino en que la bola golpeada arremeta después contra una la tercera, que está tan tranquila en otra parte. Y esa tercera bola era yo. Que unos se hubieran peleado con otros durante tres años, no era más que un chaval cuando todo aquello empezaba, acabó por golpearme a mí, que ni siquiera me gustaba ir a la taberna a matar el tiempo. Mi tiempo empezaba ya a ser importante para mí. O eso creía entonces.

Días después, y aunque pensara que aún no tenía la edad, al poco de estrenar la paz recibí la citación para presentarme en tal fecha a tal hora en un cuartel de la capital. ¿No se había acabado? Era lo que decían en la radio y lo seguía repitiendo el telegrafista por las calles como un poseso; sin embargo, a mí me alistaban. Cuando le enseñé la carta a padre encogió los hombros. «Es lo que toca», me dijo. Y se largó a la taberna. Todos me felicitaban: «Has tenido suerte, ahora que la guerra ha acabado». Y me acordaba de Pincho el Tuerto, que no perdía oportunidad de dar gracias al Señor por no haberse quedado ciego.

En la capital nos dieron unas semanas de instrucción, sin demasiado entusiasmo porque ya debían de saber que no nos querían para ir a tirar tiros. Y un buen día nos metieron en un tren, luego en otro, y aún necesitaron de un tercero, todavía más lento, del que nos bajamos al anochecer en un apeadero perdido en la montaña, desde donde se oía el mar. Con un retumbar que era como darse un porrazo enorme y luego trastabillar un rato por un camino de piedras. Es decir, al revés de lo que dicta la lógica de las caídas. La playa estaba al otro lado del pinar, muy cerca y aunque estuvimos un buen rato escuchando las trompadas mientras esperábamos los camiones, no nos dejaron movernos de allí. Nunca había visto el mar. Solo en fotografías. En las fotos ni se mueve ni provoca estruendos. Ah, la vida militar es de otra manera, no nos dejaron ni siquiera asomar la cabeza para contemplarlo por primera vez. Aún sin verlo, aquel sonido me impresionó.

Y continúa impresionándome ahora, que lo veo a diario sobre la loma donde excavamos y lo escucho a mis pies muchas tardes, antes de cenar, cuando nos escapamos a fumar un cigarrillo sentados en una roca, como filósofos. Quizá se necesite serlo para comprender nuestra circunstancia actual de soldados. Hace un año que la guerra se acabó, y sin embargo, aquí estamos, al pie de la frontera, pico y pala, cavando un búnker. El lugar es sorprendente. Cap Ras, lo llama el cabo primero. Parece un grano que le hubiera salido a la costa. Casi una isla. Desde que estamos aquí destinados, no hemos visto a nadie por la zona. Las viñas y los olivares siguen abandonados. Es raro ver salir una barca que vaya a pescar. No hay caza. De un cuartel, que no sé dónde cae, nos traen a diario las provisiones. La comida es buena. Una vez por semana nos toca hacer guardia. Es el día de descanso.

A lo lejos, sobre las lomas o sobre los montes, se avistan otras secciones dedicadas a lo mismo que nosotros. Cavar. El cabo primero que manda no tiene más idea que sus soldados de lo que estamos haciendo en el culo del mundo. Hemos oído que contribuimos a crear la Línea P. «¿P de Pérez?», preguntó el gracioso para que nos riéramos. «No, P de Gutiérrez», le atajó muy serio el cabo, y resultó que era como la llamaban por aquí. Es una línea con miles de fortificaciones que empieza en la costa, donde excavamos nosotros, y continúa por la cordillera pirenaica, que se va a llenar de bunkers como el nuestro. ¿Para qué, si ya no hay guerra? Será que no se acaban nunca y cualquier día está previsto que aparezcan enemigos por las montañas. «Si por ahí no asoman ni las cabras», acertó a decir un manchego el día en el que lo discutimos con el cabo. «Quiá, le respondió, lo que hacemos son defensas antiaéreas». Y entonces por instinto levantamos a la vez la vista hacia el cielo, donde ni siquiera había una nube y solo cruzaba un pájaro a la carrera. El cabo aprovechó que mirábamos hacia lo alto para señalar unas montañas a lo lejos: «Por allí es por donde han de llegar los aviones enemigos», pero tampoco aclaró qué bandera llevaban pintada en el timón. No nos matamos trabajando. Hay que excavar un nido de ametralladoras y un refugio bajo tierra de unos 25 metros cuadrados, camuflado entre las rocas y los pinos. No se ve que nadie tenga prisa en que acabemos la tarea. Y menos nosotros, que aquí estamos sin mandos, alimentados y nos dejan en paz. Hemos oído que se han de construir diez mil refugios como este. En todo el Pirineo. Eso nos quita las ganas de acabar este: como en Cap Ras, donde el invierno parece un verano del norte, no estaremos en ningún otro lugar. Que por ahí nieva.

Me ha tocado hoy precisamente la guardia de aniversario y el turno justo en mitad de la noche. En lugar de tumbarme bajo un pino a dormir, como es costumbre cuando no sopla el viento, me ha dado por pensar. Y me he puesto a cavilar. Alumbra estas frases que escribo un triste farol, que verían desde las líneas enemigas si existieran. El mar, infatigable, acuna la tierra como una madre. Lo escucho de fondo jadear. Sobre mi cabeza, en un cielo transparente, desfilan las galaxias a lomos de sus graves incógnitas. De vez en cuando ulula una lechuza y le respondo que se vaya a molestar a otra parte, lo digo en voz alta solo para oírme dar un sentido comprensible a esta infinitud que me rodea en el mismo saco de la mezquina vida de soldado. 

20 de agosto, miércoles. Jardín de aforismos



No creo que pueda uno sentarse al borde del andén y tratar de vislumbrar el punto donde las dos vías ferroviarias se unen a lo lejos mientras se padece una alteración nerviosa.

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Lo triste de llamar a la puerta desde el interior es que afuera, normalmente, no hay nadie a quien abrir.

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Me pregunto en ocasiones, cuando no tengo nada mejor en qué pensar, por la opinión que le merece al temperamento metafísico un súbito escalofrío.

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Subirse al tren no es, exactamente, partir. Para partir es necesario que alguien se quede en pie sobre el andén viendo cómo la otra persona desaparece.

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Las palabras que poseen un opuesto se pirran por emparejarse y pasear juntas. Tipo: música callada; tipo: rufián bondadoso; tipo: jovial tristeza.

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No es cierto que el viento, al soplar, llame en concreto a una ventana. Cuando parece insistir como un enamorado, solo pasa por el lugar casualmente.

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Hay quien prefiere abandonar antes el cuarto del encuentro furtivo. En los ensueños, nunca me he visto a mí mismo irme en primer lugar. 

14 de agosto, jueves | Generaciones: un tornillo con la rosca dañada



Veo en los Encantes un ejemplar, ni siquiera maltratado, de Las generaciones en la historia, volumen donde Pedro Laín Entralgo desarrolla la idea orteguiana de que la historia en época contemporánea se vive por períodos que cambian al ritmo en el que se suceden las generaciones. Hace unos años hubiera brincado con el descubrimiento, porque es el volumen que me falta de todos cuantos generó el asunto. Pero en lugar de pedir un precio, lo dejo en el lugar donde lo encuentro. Sé que ya no lo voy a leer. Y cada vez le veo menos sentido a aquello que se llamaba «biblioteca personal». Coincide este encuentro fortuito con la lectura de un ensayo donde el autor, que relaciona escritores en el siglo XX, se excusa por no usar la nomenclatura generacional y directamente distribuir las relaciones entre las décadas. Me parece correcta su decisión, porque el concepto «generación» padece desde su origen una confusión entre dos realidades diferentes que resulta imposible separar en el pensamiento común, la de «grupo literario generacional» y la de «generación histórica». Por muchos esfuerzos de explicación que se hayan impartido, no se ha conseguido que nadie en la práctica los distinga. 

    Lo sé porque en diversos lugares me he esforzado yo mismo por explicarlo, incluso por dotar a las generaciones literarias de una nomenclatura esclarecedora: con un proceso histórico central, y una vertiente lateral o marginal (que puede ser de margen geográfico, sociológico o estético) e incluso una historia oculta que puede aflorar tiempo después, para concluir que en una generación histórica se ha de contar, si se habla de literatura, con todos los escritores nacidos en sus fronteras de edad, aunque nunca hayan salido en las fotos. Da igual. Cualquiera que trate este asunto se arma tal lío que lo más sensato es que lo olvide y empaquete los autores como le venga en gana.

    Eso es lo que pensaba hasta hace poco. Pero la desatenta atención con la que sigo cuanto ocurre en los medios intelectuales, me avisa de que el problema generacional ha rebasado otra línea roja que no veo que nadie advirtiera. O tal vez sí. Francis Fukuyama se hizo famoso en 1989 anunciando El fin de la historia. Más o menos todo el mundo se burló de la idea, pero quizá no fuera tan desafortunada, puesto que al poco tiempo desapareció, y lo ha hecho para siempre, la «Historia» como materia en los estudios de primaria y de secundaria. Y de no pocos estudios universitarios, como por ejemplo, en Políticas. Pero mi preocupación va más allá. ¿Y si fuera cierto que ha desaparecido la «historia» como concepción del tiempo en el que se vive? Es decir, como una idea de la vida que implica un devenir de períodos, en siglos anteriores, y una sucesión de generaciones, en los más recientes, que han trenzado el modo cómo se vive el presente. De mi juventud recuerdo como normal implicar en cualquier idea que se barajara el pasado. Y mucho más en los ámbitos literarios, donde una de cada cuatro nociones utilizadas hacía referencia a la sucesión de los períodos o la de las generaciones. Por eso me dediqué a estudiar este asunto, aunque nunca leyera el libro de Laín Entralgo, que ahora tampoco voy a leer.

    No sé si la historia ha desaparecido como elemento constitutivo de la contemporaneidad, no forma parte de mis preocupaciones. Pero sí me intranquiliza un comportamiento intelectual que detecto cada vez con más frecuencia: el adanismo. Quien escribe hoy un libro, se considera el primer escritor de la historia, que de repente renace, ahora sí, para contemplar su nombre. Aunque tampoco este parece un problema serio. Siempre ha abundado el pensamiento trivial. Lo que me inquieta es, precisamente, que hace tiempo que no detecto en ninguna parte la confusión entre Generación y generaciones. De ahí que el ensayo que acabo de leer, donde el autor se excusaba por no usar esa terminología, me enterneciera tanto. Ya nadie se confunde. Tanto que me he peleado con esos conceptos. Ahora son materia de venta en los Encantes intelectuales. El pasado ha dejado de ser una conversación que hilar con el presente. Lo que no se ha convertido ya en una marca, inexiste (pido disculpas por concluir con una palabra que no existe, como la generación de su autor, y en ella, su autor).

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Adenda: Releo el texto y descubro algunos giros que resumen en exceso cuanto quiero decir. Por ejemplo, la idea de convertir el pasado en marcas. No creo que sea lo mismo heredar de la poesía en la segunda mitad del siglo XX un gran poeta, y resumir la época en un nombre (pongo por caso, Jaime Gil de Biedma) convertido en una marca; que explicar la historia desde sus centralidades y mencionar la Generación del 50 y recitar la breve lista de poetas relevantes (Valente, Brines, Claudio Rodríguez, Gamoneda, María Victoria Atencia...); que entender el pasado como una trama compleja en la que incluir, entre los nacidos en ciertas fechas, no solo a los citados, sino tampoco olvidar a Dionisia García, Lorenzo Gomis, Francisca Aguierre, Arturo Maccanti, Luis Feria, Manuel Padorno, Rafael Pérez Estrada, César Simón, entre otros muchos poetas interesantes. 


4 de agosto, lunes | DESNUDEZ


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LYN COFFIN 

Indecisa si salir o quedarme, me asomo a la ventana para que la calle me aconseje. Veo llover con repiqueteo de jornada laboral de minero en tiempos anteriores a cualquier regulación. El cielo, un techo de mina de carbón. Dejo vagar la vista frente a los cristales por si hallan inspiración. Y de repente, la encuentran. Enfrente, en la antigua fábrica de enormes ventanales que utilizan como taller grupos teatrales y también, de vez en cuando, algún artista sin nombre acreditado, me despierta de la abulia una pintora. Como las antiguas. Frente a un lienzo montado sobre un caballete. Hay partes aún en blanco y otras con esbozos trazados a carboncillo. Usa como paleta lo que parece, desde mi punto de observación, la tapa de un cubo comunitario de basuras. El resto, sin embargo, cuadra a la perfección con lo que recuerdo de lo que era un pintor.

Me detengo a observar lo que aparece ya coloreado en el triángulo superior del lienzo. Una cabeza, aún sin rostro, apenas alguna sombra donde irán ojos, nariz y boca, y un cuerpo de hombre con el pecho al descubierto, o por lo menos la mitad que ya tiene asignado color y detalles. Entre estos creo distinguir, desde la distancia, un pezón y alrededor lo que parece abundante vello pectoral. Y si fijo la vista en los garabatos del carboncillo que han de guiar la pintura, no me cuesta intuir los atributos de un cuerpo desnudo. Mi mirada salta de inmediato a la pintora. No la conozco ni la he visto antes en esta estancia donde suelen trabajar jóvenes tumbados con un ordenador portátil en el suelo. No es una mujer joven. Mediana edad. El cabello envuelto en un pañuelo, cubierta con una bata larga, como de estar por casa, llena de manchas de pintura. Entre ella y yo, la lluvia insiste. Ambas, pienso, estamos, sin embargo, protegidas de la inclemencia. Ella por su dedicación y yo por mi curiosidad.

El silbido de la cafetera a punto de achicharrar mi desayuno resquebraja el idilio entre artista y admiradora. Corro a salvarla del fuego, pero no lo apago. Coloco en su lugar la plancha de tostar el pan y encima un par de rebanadas. Vierto el café en una taza y lo aclaro con unas gotas de leche. Corto un pedazo de longaniza y me siento. Aunque al instante he de volver a levantarme para apagar la cocina y retirar las tostadas. Con una en la mano, la imagen que he estado contemplando me reclama. Hacia ella me encamino y allí me planto de nuevo. Al morder la tostada, sin pensar en los movimientos que estoy haciendo, se desprende ante mí una lluvia ahora interior, pero casi tan intensa como la exterior, de migas. Algunas se prenden en la cortina, otras se arremolinan a mis pies, en las baldosas. Entonces, en lugar de mirar afuera, me observo en el reflejo del cristal y la imagen que me devuelve, de pronto, me ridiculiza ante mí misma.

Después del desayuno, como la lluvia insiste en apropiarse del día, enciendo el ordenador y dejo que sea él quien me ordene en qué ocupar el tiempo. ¿Cuánto? No sabría contarlo sin mirar el reloj, pero en cierto momento, la evocación de la pintora que va vistiendo la figura masculina con su propia desnudez regresa a mi pensamiento. Acabo ágil la tarea que me tenía entretenida, por darle un sesgo menos impulsivo al impulso, y, sigilosa, me acerco a la ventana. Llueve. Pero enfrente, en el taller, el lienzo ha avanzado. Ahora resuelve la pierna que corresponde a la mitad del pecho que ya había visto coloreada. Un muslo atlético, una rodilla rotunda, espinilla y arranque del empeine firmemente asentados en el blanco de la tela. No me había dado cuenta, en una primera observación, que no son estas las únicas novedades de este rato. La pintora ha decidido ya la mirada de su figura y en el óvalo vertical del rostro ha resaltado los ojos y ha precisado su dirección. Hacia mí. Tanto que, como gesto reflejo, nada más observarlo, doy un respingo para ocultarme detrás de la cortina. Asustada. Descubierta de lleno en una falta.

Nunca he sentido mala conciencia de mirar por la ventana. En la vieja fábrica ensayan grupos de teatro, trabajan artistas plásticos y se realizan múltiples actividades a las que asisto a diario como si estuviera sentada en una butaca de platea. Tampoco me agazapo. A veces me ven mirarles y raro es que no me sonrían e incluso me saluden. Me conciben como un anticipo del público que desean para sus obras. Por eso me sorprende doblemente sentirme espía, primero porque no es lo habitual, después porque tampoco es una persona la que me ve mirar, sino una pintura. Aun así, el susto permanece, como la lluvia, en el rincón donde me refugio, entre la cortina y la pared de la sala. Puedo pensar que lo que ocurre a continuación es algo que he meditado, pero no es cierto, la inquietud me impide razonar. Es solo otro impulso que se me impone de inmediato. Empiezo a desabrocharme la blusa que uso para estar en casa. Me bajo el pantalón de pijama, me quito las prendas íntimas, los calcetines, me descalzo y así, tan desnuda como la pintura, me brindo a su mirada desde el centro de la ventana. El hombre desnudo medio pintado continúa con los ojos fijos sobre mí, pero ya su deseo no me asusta. Al contrario, siento una intensa excitación, desconocida, a lo largo de todo mi cuerpo desnudo. Arrebatado. Dispuesto a la entrega.

[Cuaderno de ficciones, página 31]