23 de abril, miércoles | Retrato de lector en vacaciones


Leo el Manuscrit de Palau-Saverdera en Palau-Saverdera. Memorias del campesino Sebastià Casanovas i Canut, que vivió hace 300 años en la misma localidad ampurdanesa donde paso unos días de descanso. Nació en 1710 y fue capaz de contarlo, como él mismo desvela, porque sus abuelos, con quienes vivía, se preocuparon por su educación y le facilitaron que desde pequeño asistiera a casa del maestro. A los trece años regresó su padre desde el sur de Francia, donde más o menos permanecía escondido, y de repente se acabaron las clases puesto que la familia necesitaba quien cuidara viñas y olivares. Sebastià no había nacido en Palau, sino en la vecina Castelló d'Empúries. A Palau tuvo que trasladarse de mala gana, forzado por las tierras que en esta población tenía su padre.

Sebastià Casanovas justifica sus insuficiencias al escribir porque a los trece años se vio obligado a abandonar los libros. En ocasiones confiesa haber tenido planes para volver a estudiar: «No hacía mucho tiempo que estaba en esta casa [de Palau]... y ya quería irme y regresar a los estudios, porque trabajar no me gustaba y, por otra parte, siendo el niño que era, ya veía que de lo de mi padre no se podía sacar nada; así que algunas veces escondía los libros, pero siempre me los encontraban y nunca más volvía a verlos, porque estaban seguros de que me iría de casa para seguir los estudios». No miente. El que escribe, autor de un manuscrito privado donde se propone informar de la vida de los suyos a sus descendientes, conoce los modelos que siguen los escritores de libros, pero en el momento de ponerlos en práctica se lía. Sabe que los libros se organizan en capítulos, que van numerados, que se encabezan con un resumen del propósito, pero ha olvidado cómo se estructura el contenido. El suyo se repite, se bifurca, se despista y, en general, a veces no consigue que la escritura coloque en orden el caos en el que se dispersa el incontinente pensamiento.

El campesino ampurdanés posiblemente tuvo una idea. Debió de comprar papel y tinta en algún desplazamiento a Figueres. Hizo una inversión. Creo que no le fue fácil sentarse a escribir, pero alguna noche, quizá de verano, se impuso a sí mismo empezar su libro. ¿De qué trataban los libros que recordaba de su infancia? Eso no lo había olvidado: de moral. Es por donde empieza. Dice, así lo repiten los predicadores, que quiere informar a sus descendientes de cómo se reparten bondad y maldad en las costumbres. Sus recomendaciones, una ristra de tópicos, carecen de interés, ni siquiera como moralista. Tampoco lo precisa este ejercicio inicial al que se lanza. Con él Sebastià se convence a sí mismo de que es capaz de escribir una frase. Añade otra y ya tiene un párrafo. Junta varios párrafos y ve que ha concluido una hoja. Eso no lo dice, pero la escritura es traslúcida y muestra siempre por debajo aquello que está pensando, y penando, quien habla de otros asuntos. Cuando haya escrito un centenar, tendrá el libro que heredarán sus descendientes y ahora leo durante las tardes nubladas de abril.

De la descripción del espacio que comparto con el autor, lo que más me interesa, el manuscrito del siglo XVIII escrito en este mismo lugar no sabe qué explicar. Se comprende enseguida. Sebastià aún no ha decidido cómo abordar su propósito. El vértigo de las hojas en blanco hay que salvarlo como sea. Y arranca por donde lo haría cualquiera en una taberna: las imprecaciones contra sus vecinos. Otro tópico al uso. No se refiere a nadie en particular, ni aduce hechos concretos. Poco a poco aprenderá a hacerlo. Generaliza. Ni siquiera acumula agravios, solo les achaca un defecto: «la envidia». Un clásico de la vida rural. Es otro capitulillo decepcionante, pero en él Sebastià descubre algo esencial para su libro. Es capaz de hablar de sus opiniones, no solo de las ajenas moralizantes, y también de su presente a través de las acusaciones, aunque no diga gran cosa. Cada obviedad es un paso adelante. El lector no se interesa por nada de lo que se le cuenta, pero los padecimientos y batallas del escritor, debajo de su escritura, empiezan a fascinarle. Esta es la primera parte del Manuscrit de Palau-Saverdera, una tabla de ejercicios para recuperar el pulso de la escritura abandonada en la infancia.

Los capítulos de repente ya se centran en aspectos concretos, más o menos. Sebastià se va haciendo dueño de su libro. Asistir a este aprendizaje de escritura tan burdo y asilvestrado es un privilegio que regalan los siglos. En los capítulos siguientes el propósito de Sebastià se impone diáfano: hablar de su familia en general; y en particular, de su padre, una figura adversa, cruel, disparatada, despótica y dilapidadora de cualquier gusto o fortuna. La obsesión paterna establece el hilo conductor de su memoria. No desperdicia ninguna oportunidad para despreciarle, pero de repente se impone describir el litigio que mantuvo su padre con el alcalde de Palau, que se había beneficiado de unas tierras fértiles durante los cinco años de ausencia sin pagar nada al propietario, del que joven Sebastià fue testigo, y el retrato, de repente, convierte a la figura paterna en un héroe. Y en un estratega jurídico. En estos capítulos la escritura avanza ágil y certera. El autor ya es el dueño de su narración. Despliega toda su memoria para ilustrar las maldades, y alguna bondad, paternas.

De Palau-Saverdera apenas describe nada, al margen del recuento de traiciones de los gobernantes municipales y el abuso de los impuestos. Ni siquiera evoca los campos donde trabajó durante décadas; al contrario, insiste en el «abandono por cansancio de aspirar a algo en las tierras de Palau, porque veo claramente que para el trigo no sirven, en 25 años no he acertado nunca, unas veces por humedad, otras por sequía, por nieblas, porque la hierba se lo come todo, y tantas calamidades, la tramontana lo arranca cuando está granado e incluso la mata, cuando florece en la espiga... solo es bueno el terreno para los olivos». Los olivares seguramente no ofrecían las mismas rentas que el grano. Y la única obsesión del campesino ampurdanés dieciochesco que se impone incluso a la que muestra contra su padre es el dinero. Padre y libras son las dos únicas realidades que catalizan el poso de su época en la escritura. El resto carece de relieve para ser tratado. Lo opuesto a las expectativas del lector contemporáneo, que agradece cualquier desvío del autor que olvide sus intenciones. 

El propósito inicial, informar a sus descendientes, toma un sesgo oscuro: ¿en qué aspecto la iniquidad de la que proceden puede reconfortar a sus sucesores cuando conozcan al detalle palizas, broncas, insultos y maldades? Está claro que Sebastià Casanovas no se lo plantea, del mismo modo que tampoco pretende llegar hasta donde la escritura, por inercia, le lleva: al yo. A sí mismo como protagonista de su relato. Algo que solo de vez en cuando aflora, entonces el autor se da cuenta e inmediatamente rectifica y regresa al protagonismo familiar, a los problemas administrativos (deudas, herencias, catastros...) o a los genéricos (pobreza, hambre, salubridad...). El lector lo lamenta, porque en estos párrafos autobiográficos parece resonar la fuerza de la vida real apoderándose de la escritura: «Como tenía hábitos tan malos y una boca tan blasfema, por las malas costumbres que había heredado de mi padre, al principio los amos no me podían sufrir, así que los cambiaba con frecuencia. Estando en casa de Joan Planas Pescador, caballero de Vergeta, en Torroella de Montgrí, después de haberme avisado en múltiples ocasiones de que no blasfemara de aquella manera, y como yo no hacía caso, un día, después de la comida, me entregó el dinero que había ganado, diciéndome que me marchase porque no quería mantener un blasfemo en casa. Pero yo, como en su casa estaba tan a gusto con la comida y con la bebida, porque es cierto que en los días de carne no se acababa nunca la de carnero, y lo mismo en los días de pescado, las mejores piezas que se pescaban, y considerando que no encontraría una suerte como aquella, aunque es cierto que el trabajo era duro, porque tenía que estar noche y día en el molino blanqueando, sin contar con ayuda de ningún mozo. Como aquella vida era tan buena dejarla me fastidiaba mucho, y me puse a llorar. Y viéndome llorar, y considerando también que no tenía mozo para sustituirme, me dijo que si me quería quedar, que me quedara, pero que no blasfemara. Y me quedé, pero como ya tenía el vicio, me costó mucho». La cita, aunque extensa, es una pequeña pieza del retablo de la vida rural en época dieciochesca que compuso noche tras noche, después de concluidas las labores del campo, el ampurdanés Sebastià Casanovas i Canut, a escasos metros de donde le estoy leyendo 300 años más tarde. ¿En 2325 alguien abrirá alguno de mis libros y sabrá leer debajo de mis pobres historias dudas y vicisitudes? Es una pregunta que produce vértigos, pero ningún conocimiento. Así que cierro el volumen y se lo devuelvo a Ana María, la amiga que gentilmente me lo ha prestado.

20 de abril, domingo. Jardín de aforismos


¿Qué tendrá el «tiempo» que siendo el segundo concepto más aborrecido por los pensadores, prescindir de su concurrencia conduce directamente al primero?

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Lo que aprecio del concepto de «dédalo» es que relega a segundo término cualquier aspecto temporal.

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Con frecuencia me pregunto qué sentido tiene crear un itinerario en el tiempo. ¿Servirá también para conocerlo?

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Cuando paseo por el parque no sé si soy un vehículo propulsado por gasolina o por electricidad. Los guijarros del sendero, al crujir, me sugieren lo primero, pero la mirada parece enchufada a una batería vegetal. Tal vez sea del tipo híbrido.

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Cuando al conducir por la ciudad encuentro carteles luminosos que indican: «Tal Lugar a 12 minutos» siento una irreprimible tentación de detenerme en una esquina para, doce minutos más tarde, sentirme ultrajado por una mentira.

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No sé qué hacer con la colección de mapas de ciudades visitadas que guardo en una caja de cartón. Cuando la abro echo en falta aquellos de los lugares donde me guio el teléfono móvil.

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Ya tengo título para mi próximo libro: Acontecer y espacio. Ahora puedo empezar a escribir otro.

9 de abril, miércoles. BELLEZA / SCHÖNHEIT



Alles schaute zum Fenster hinaus, 
um sie nicht anschauen zu müssen. 
Michael Krüger
 

Más difícil aún que acabar un sudoku resulta que los viajeros que apresurados suben al expreso consigan la coincidencia completa entre sus traseros y el galimatías numérico que aprietan entre los dedos como esgrimiría su lista de pecados un condenado al averno, es decir, sin entender de qué le estaban acusando. En eso pienso mientras consulto el catálogo de desconocidos que transita delante de mi asiento preguntándose, igual que lo haría un eremita en pleno período de duda religiosa, en qué vagón exactamente se encuentran. Tengo la impresión de que los empleados del ferrocarril, por regla general, no han sido buenos alumnos en matemáticas. He visto llegar a la estación trenes donde el vagón número cuatro iba detrás del primero y por delante del tercero, al que seguía el segundo. Solo fue en una ocasión, pero le saco mucho partido. Tan distraído estoy con esta casuística de la física ferroviaria que ni me doy cuenta de que en el asiento de enfrente se acaba de sentar una mujer de cierta edad vestida como si fuera Marilyn Monroe en 1953.

         Cuando me doy cuenta de su presencia, ya me ha hablado y espera una respuesta con un ojo más abierto que el otro. Aunque en lo que me fijo, por ahora, no es en su mirada sino en la intensidad escarlata de sus labios pintados. Disculpe…, respondo, con una indiferencia que no le pasa desapercibida. Se levanta, y al girarse para abandonar el asiento deja a la altura de mi rostro una mano abigarrada de anillos relucientes. Si me golpea me derriba, un pensamiento que me hace sonreír. Por lo general, el viaje convierte paulatinamente a las personas de las que no se sabe nada en conocidas. Unas porque les gusta la conversación, otras porque provocan incomodidad ajena en todo lo que hacen. Creo que sonrío porque la mujer que acaba de desaparecer tiene pinta de pertenecer a los dos grupos a la vez.  Son la peor compañía para un viaje. Mejor que se haya dado cuenta de que su reserva la espera en otro vagón. Río sin retorno.

         No pasa mucho tiempo el asiento que tengo delante vacío, aunque el vaivén del convoy cuando arranca me da esperanzas de que voy a poder estirar las piernas hasta apoyar el pie. Empezaba a alargarla cuando he vuelto a oír la voz de la mujer estrambótica. Y en un instante la tengo otra vez enfrente. Aunque ahora ya no me habla. Ni me mira. Aprovecho su vista perdida para observarla. Lleva un vestido blanco de satén. Ajustado al pecho, sin mangas, con los hombros al aire. Túnica hasta los pies, aunque con una abertura lateral que deja al aire una pierna donde la media blanca apenas puede disimular edemas y varices múltiples. No sigo mirándola porque creo que me ha visto y no le ha gustado, pero no retiro la vista. Encaro sus ojos, con las sombras bien pintadas y pestañas excesivamente largas y oscuras para que sean naturales. Pese a lo desagradable que me resulta la persona, conserva un movimiento seductor en el gesto y un rizo dorado hace travesuras sobre su frente. Creo que es de la opinión de que los caballeros siguen prefiriéndolas rubias.

         De nuevo se levanta y sin pedir permiso sale al pasillo del vagón arrastrando las piernas de los viajeros a su paso. Giro de inmediato la cabeza hacia la ventanilla para no perderme ni uno solo de sus movimientos, que a esas alturas, pese a ser una mujer de edad, ya me han cautivado, y no sé por qué. Tal vez solo por lo insólito de la imagen que proyecta. La veo, en el reflejo de la ventanilla, detenida en mitad del pasillo, contorneándose hacia un lado, hacia otro, como si no hubiera decidido aún hacia qué costado de la pasarela seguir. Un tipo del otro lado le indica, sonriendo, que el servicio de bar está hacia la izquierda, su izquierda, que es mi derecha. Y de inmediato gira hacia la derecha, que es mi izquierda y el sentido opuesto al de la cafetería. Me yergo sobre el asiento, como si me empujara un resorte hacia arriba, para continuar observándola mientras se aleja hasta la portezuela que conecta con el vagón siguiente, pero lo que me sorprende es el movimiento coral de todas las cabezas a su paso, cuya parte superior contemplo. Como guiadas por una moviola, se giran de repente hacia el pasillo y alguna incluso se estira para no perder la estela de aquella vida rebelde que había subido, nadie sabe por qué, al más convencional de los trenes. 

[Cuaderno de ficciones, página 27]


*

Todo el mundo miraba por la ventana

para no tener que mirarla a ella 

Michael Krüger

Noch schwerer, als ein Sudoku zu lösen, ist es für die Reisenden, die hastig in den Schnell-Zug drängen, eine völlige Übereinstimmung zu erzielen zwischen ihren Hinterteilen und dem Zahlen-Salat, den ihre Finger krampfhaft festhalten, wie ein zur Hölle Verdammter die Liste seiner Verfehlungen überprüft, nämlich, ohne zu verstehen, weswegen er angeklagt wurde. Daran denke ich, während ich den Katalog der Unbekannten durchgehe, die an meinem Sitzplatz vorbeikommen und sich fragen, wie es ein Einsiedler tun würde mitten in einer Phase tiefer Zweifel an der Religion, in welchem Waggon sie sich denn nun eigentlich genau befinden. Ich habe den Eindruck, dass die Bahnangestellten im Allgemeinen in der Schule nicht gut in Mathematik waren. Ich habe nämlich einen Zug in den Bahnhof einfahren sehen, in dem der Waggon Nummer vier hinter dem ersten und vor dem dritten fuhr, auf den dann der zweite folgte. Das war zwar nur bei einer Gelegenheit so, aber ich benutze es gerne als Argument. So abgelenkt bin ich mit dieser Fallstudie der Eisenbahnphysik, dass ich überhaupt nicht mitbekomme, wie  soeben, auf dem Sitz mir gegenüber, eine Frau, schon in einem gewissen Alter, Platz genommen hat, die angezogen ist, als wäre sie Marilyn Monroe im Jahr 1953.

         Als ich ihre Anwesenheit bemerke, hat sie schon etwas zu mir gesagt und wartet, mit einem Auge, das weiter geöffnet ist als das andere, auf eine Antwort. Wenngleich das, worauf ich zunächst achte, nicht ihr Blick ist, sondern die scharlachrote Intensität ihrer bemalten Lippen. Entschuldigen Sie, antworte ich, mit einer gewissen Gleichgültigkeit, die ihr nicht entgeht. Sie erhebt sich und schwingt sich aus ihrem Platz hoch und hält mir dabei eine Hand mit bunt glitzernden Ringen vor die Nase. Wenn sie mich getroffen hätte, wäre ich glatt zu Boden gegangen, ein Gedanke, der mich schmunzeln lässt. Normalerweise verwandelt eine Reise die Leute, von denen man ja überhaupt nichts weiß, nach und nach in Bekannte. Die einen, weil sie sich gerne mit einem unterhalten, andere, weil sie einem mit allem, was sie tun, Unannehmlichkeiten bereiten. Ich glaube, ich muss schmunzeln, weil die Frau, die da soeben wieder verschwunden ist, auf mich so wirkt, als gehöre sie beiden Gruppen gleichzeitig an.  Das sind die schlimmsten Begleiter auf einer Reise. Schon besser, dass sie wohl gerade bemerkt hat, dass ihre Platzreservierung in einem anderen Waggon auf sie wartet. Ich lache ohne Gegenreaktion.

         Der Sitz, mir gegenüber, bleibt sicher nicht lange leer, obwohl der Ruck des Zuges, als er abfährt, mir Hoffnung macht, dass ich meine Beine werde ausstrecken und vielleicht sogar die Füße hochlegen können. Ich wollte sie gerade ausstrecken, als ich von Neuem die Stimme der seltsamen Frau hörte. Und einen Augenblick später habe ich sie wieder vor mir. Obwohl sie jetzt nicht mehr mit mir redet. Sie blickt mich jetzt noch nicht einmal an. Ich nutze ihren abschweifenden Blick aus, um sie zu beobachten. Sie trägt ein Kleid aus weißem Satin. Eng anliegend an der Brust, ärmellos, schulterfrei. Der Rock fällt bis auf die Füße, wenngleich die seitliche Öffnung ein Bein zeigt, an dem eine weiße Strumpfhose kaum die Schwellungen und zahlreichen Krampfadern verbergen kann. Ich betrachte sie nicht weiter, denn ich glaube, sie hat mich dabei gesehen und es hat ihr nicht gefallen, doch ich wende meinen Blick nicht ab. Ich schaue in ihre Augen, mit den gut gezogenen Lidschatten und den überlangen Wimpern, zu dunkel, um natürlich zu sein. Obwohl diese Person mir alles andere als angenehm vorkommt, muss man ihr ein verführerisches Auftreten in ihrer Gestik zugestehen, wobei sie eine goldene Locke auf ihrer Stirn herumturnen lässt. Ich glaube, sie ist der Meinung, dass Männer auf Blondinen stehen.

         Sie erhebt sich erneut und geht, ohne sich zu entschuldigen, wieder auf den Gang des Waggons hinaus und streift dabei die Beine der Mitreisenden, wenn sie an ihnen vorbeikommt. Ich wende sofort meinen Kopf zur Fensterscheibe, um ja keine Einzelheit ihrer Bewegungen zu verpassen, die mich nunmehr, trotz der Tatsache, dass sie schon eine etwas ältere Frau ist, durchaus gefesselt haben und ich weiß gar nicht, warum. Vielleicht nur aufgrund dieses ungewöhnlichen Bildes, das sie abgibt. Ich sehe sie im Spiegelbild der Fensterscheibe, wie sie mitten auf dem Gang steht, sich zu einer Seite wendet, dann zur anderen, so als ob sie noch nicht beschlossen hätte, in welche Richtung des Ganges sie gehen wollte. Ein Typ, der von der anderen Seite herankommt, zeigt ihr lächelnd, dass es zum Barservice nach links geht, nach links von ihr aus, was, von mir aus gesehen, rechts ist. Und sofort wendet sie sich nach rechts, was von mir aus links ist, und in die entgegengesetzte Richtung der Cafeteria. Ich springe aus meinem Sitz, als ob mich eine Feder hoch gestoßen hätte, um sie weiter beobachten zu können, während sie sich bis zu einer Pendeltür zum nächsten Waggon hin entfernt, aber was überrascht, ist diese synchrone Bewegung aller Köpfe, die ich von oben sehe, wenn sie an ihnen vorbeigeht. Wie in Zeitlupe drehen sie sich auf ein Mal zum Gang hin und mancher reckt sich sogar in die Höhe, um nicht die Spur dieses rebellischen Lebens zu verlieren, das, niemand weiß, warum, in diesen herkömmlichsten aller Züge eingestiegen war.

 Aus dem Spanischen von Peter Burfeid - 2025

CARTAS AL s XX | 6 de julio de 1957, sábado. Cuando John encuentra a Paul


Ven, mira, John, este es Paul. Hola, Paul. Paul es el colega del Instituto del que te he hablado. Paul, este es John, el cantante de los Quarrymen. Hola, John. John, mira, este es Ivan y yo soy Paul. Paul, te presento al señor Vaughan, bajista ocasional de los Quarrymen. Oh, John, este tipo me suena, creo que hasta lo he tenido sentado a mi lado durante algún examen, profundamente interesado en mis respuestas. A ver si nos aclaramos, el que os presenta soy yo, así que ya os podéis dar por conocidos y a mí me dejáis en paz. Como usted desee señor Vaughan. Lamento la confusión, creía que era Paul quien me presentaba a su amigo. Id a freír espárragos. Por cierto, John, me gusta cómo cantas, pero para tocar la guitarra sobre un camión en marcha te falta aún un poco de equilibrio. Si quieres que te diga la verdad, Paul, me deslumbraban las lentejuelas de una chaqueta blanca que llevaba un tipo del público. Ah, una americana como esta. Oye, muy parecida, casi idéntica. A ver si entiendo la situación, ¿ya os consideráis presentados, no? Vi al tío John con la larga y alta Sally, él vio a la tía Mary y se escondió en el callejón.

Tampoco tienes mala voz, Paul. Es el gran Little Richard quien me la presta: Pequeña, esta va a ser una noche divertida. A mí no me mires, Paul, que yo solo os he presentado. Ella tiene todo lo que el tío John necesita. Oh, John, ¿también tú entras al trapo?, me vais a volver loco entre los dos. No agobies, Ivan, Vamos a tener un poco de diversión esta noche. ¿Qué otras canciones te gustan, Paul? Su versión de Voy a hacer pedazos esta noche y a divertirme de lo lindo, es sublime, superior a todas las que he oído. La entonas bien, Paul. Y qué me dices de Nos encanta bailar los sábados por la noche tun tun tun, pero vive en el veinte de un bloque de pisos, el ascensor está estropeado... Eddie Cochran, qué bien lo cantas a capela, Paul. Así que subiré a pie uno, dos pisos, tres pisos, cuatro, cinco, seis, siete pisos, ocho pisos y más, en el doce ya me arrastro, en el decimoquinto ya me caigo, llego a la cima, estoy agotado para bailar... ¡Eso es lo que me ha pasado a mí cuando el camión ha empezado a desfilar, casi me caigo, menos mal que se me ha ocurrido sentarme en la plataforma! Con las piernas al aire, como cuando de pequeños nos llevaban de merienda en un remolque. Qué infancia terrible has tenido que soportar, Ivan.

¿Gene Vincent? Oh, The Blue Caps, menudo lío armaron durante el verano, todos de cabeza al calabozo. Son activistas de verdad, no marionetas. Tan de verdad que han tenido que ingresar a Vincent hace poco en el hospital, con la pierna hecha trizas por lo que pasó. Hay mucho músico de feria por ahí. Los Quarrymen somos de verdad, ¿no es cierto Ivan? De carne y acero. Me encanta el flequillo que llevas, John, marca el ritmo de los compases. Y esos pantalones negros tuyos, Paul, ¿no son como los que se pone siempre Gene Vincent? Ah, lo has descubierto, John: Be-bop-a-lula, esta es mi chica, be-bop-a-lula, no lo dudes. Las estrellitas de tu americana bailan al son cuando cantas, Paul. Tu copete las acompaña. Cállate, Ivan, o te doy una colleja. Vale ya, es la chica de los tejanos rojosla reina de todos los muchachos. Genial, Paul, qué bien cantas. Me gusta, pero el rey sigue siendo el gran pequeño Richard, ¿habéis oído la última? Cómo no: Lucía... Oh, dios, es un himno. Es lo más, qué faena haber nacido después de que cantara Little Richard, no nos ha dejado ninguna opción de hacer algo grande, solo nos queda imitarle, no hay ninguna posibilidad de ir más lejos. Bueno, los Quarrymen lo intentamos. He sido bueno contigo, nena, por favor no me dejes solo, guouuh!, por cierto, John, ¿y ese nombre tan raro del grupo, los picapedreros? ¡Es que estudiamos en la Quarry Bank! Acabáramos, ¿en ese lúgubre palacio de pesadilla que hay en Allerton? Era una antigua fábrica. Pues diría que es una cárcel gótica, John. No andas equivocado, Paul. Lucía, por favor vuelve a donde perteneces.