Der wird mit den Tulpen geköpft
PAUL CELAN
En realidad, no sabría cómo
explicarlo. Me había preocupado por cumplir con todos los requisitos del amante
perfecto desde mucho antes de esperar conocerla. No, no es una ocurrencia.
Desde jovencito me había preparado para amar a la que amare. Con las lecturas, en
la edad en la que se descubre el mundo en los libros, cuando desechaba sin
sombra de duda aquellas que daban de la vida una visión de carrusel, festiva y
casual. No era lo que deseaba leer, pero no por gusto propio, que sin duda
hubiera disfrutado más, sino por seguir su criterio, el de quien aún no existía.
Me preparaba con los hábitos cotidianos, claro, al descartar amigos proclives a
acabar el día en la noche, y la noche en la taberna. Hay licores que nunca he
probado, no por mi antojo, que tal vez hubiera apreciado, sino por guardarle
fidelidad a la embriaguez que solo quien fuera la fuente de mis delicias provocaría
en mí.
No
concretaba el futuro que aguardaba, en absoluto. Que recuerde solo tenía un
sueño, ser el primero en pronunciar su nombre y que el mío fuera la última
palabra que acunara en sus labios al acabar el día. Sobre si eran finos o
carnosos, nunca me había detenido a determinar una preferencia. Nada sabía
sobre si sería alta o baja, ni sobre las particularidades de su constitución.
Su voz me iba a provocar estremecimientos, pero no por un tono grave o agudo,
sino por ser la voz de ella. Este era el criterio principal de mi espera. Confiaba
en que, al verla, conocería con exactitud matemática mi modelo de belleza
femenina. Y si me la imaginaba vestida, de hecho, siempre me la imaginaba
vestida, aunque diera por supuesto que estaría a la altura para convivir
también con su desnudez, no determinaba estilo, ni colores favoritos, ni
preferencia alguna por este o aquel perfume. O quizá solo una. Creo que
quisiera equipararla, entre todas las flores que admiro, con la hermosura
simple y profunda de los tulipanes.
Había
convertido mi vida en un sacerdocio para una divinidad ausente. Un cubierto o
cualquier mueble que se necesitara en casa, lo adquiría para dos, y así mismo se
lo explicaba al comerciante: «Son dos, para mi prometida y para mí». Y si el comerciante
era una persona sensible y nos felicitaba por esa promesa que nos unía,
garantizaba trasladársela a mi amada. El
día en el que por fin la conociera. A diario, para ella, vigilaba mi higiene
personal con rigor. Evitaba palabras soeces o incómodas ya en mi pensamiento.
Cultivaba temas de conversación gratos y entretenidos, y procuraba estar
informado de las vicisitudes de la época para poder responder con aplomo a
cualquier cuestión que pudiera plantearme o la inquietase. Que no hubiera
llegado aún a mi vida no era excusa para permitirme cualquier tipo de
desatención u omisiones en mi condición de amante.
Estaba
convencido de que mi paciencia la reconocería nada más verla. De ahí que
supiera desde hacía años que la señorita Ringe, mecanógrafa en el negociado del
tercer piso, justo debajo del gabinete donde desempeño mi jornada laboral, no
era, en absoluto, la candidata. Tampoco había tenido mucho contacto con ella.
La cortesía de los saludos y alguna conversación, quizá, sobre algún asunto
concreto de dimensiones exclusivamente administrativas. Es más, si tuviera que
adscribirle una flor a la muchacha, pensaría en un clavel que crece en rústica
maceta, lo más alejado que pudiera imaginarme de un ramo de tulipanes dentro de
un jarrón de porcelana. Por eso me resultó extraño el exceso de familiaridad
con el que me saludó en la feria anual cuando por casualidad coincidimos en la
cola de una de las atracciones.
Recuerdo con precisión qué me movió esa tarde a querer subirme en aquel artilugio que subía y bajaba girando, una noria gigantesca. Pensé que algún día, cuando llegara a mi vida, ella me pediría que subiéramos y si yo no lo había probado antes, para saber que no me causaba excesivo miedo, ni me mareaba, ni alteraba mis nervios, en aquel supuesto momento, cuando llegara, no estaría seguro de responder con un aplomo convincente: «Claro, amada, subamos». Una duda hubiera resultado entonces catastrófica. El caso es que no pude evitar compartir la espera con la mecanógrafa del tercer piso, cuyo nombre de pila, si algún día lo supe, lo había olvidado por completo. Y lo peor, tampoco logré zafarme cuando apareció el cangilón de noria vacío y el mozo que lo iba a cerrar por fuera, viendo mi indecisión, gritó: «Adelante, parejita, más agilidad, que nos vamos».
Ascendimos, paso a paso, mientras las
góndolas se iban llenando. La señorita Ringe no paraba de reír, como si todo lo
que yo dijera, y procuraba hablar lo mínimo, le causara un divertimento
infinito. Se movía inquieta. Miraba las vistas desde todas las posiciones,
incluida la que estaba a nuestra espalda, de rodillas sobre el asiento que
ocupaba a mi lado. No se abstenía de llamarme la atención sobre cualquier
tontería que era capaz de reconocer desde la altura. Luego la noria empezó a
girar y girar. A ascender hacia el cielo y a despeñarse, parecía, sobre las
atracciones de alrededor. Ignoraba si algún poder maligno me había secuestrado
o si me estaba mareando como en una borrachera. En ese punto de delirio
interior. Y exterior, porque la señorita Ringe había decidido traducir en alaridos
selváticos todas las sensaciones que experimentaba. En ese punto, decía,
mientras alcanzábamos la cota más alta de la rotación, la noria se detuvo de
repente, con una sacudida en la que difícilmente pudimos controlar los
movimientos, y menos la señorita Ringe, quien temerariamente se había
desabrochado el cinto que nos ataba al asiento y acabó aplastada sobre mi pecho
y menos mal que mis brazos consiguieron sujetarla con fuerza contra mi
cuerpo. Yo no sé si fue un segundo o un
milenio el tiempo que la noria necesitó para sosegarse del todo, pero nosotros
no variamos la posición del abrazo ni un ápice. Bueno, tal vez un poco sí
girásemos la cabeza, hasta hacer coincidir plenamente sus labios con los míos y
entregarnos a un súbito, inesperado e inacabable beso. Cuando acabó, al tiempo
en el que la noria emprendía, ahora lentamente, el regreso al punto de partida,
se me ocurrió mirar hacia abajo y en el conjunto de asientos que revisé en un
golpe de vista, todas las parejas continuaban haciendo lo que nosotros habíamos
hecho hasta ese momento, así que devolví mis labios donde habían sido felices
para aprovechar el disfrute de aquella atracción hasta el momento en el que
oiríamos, «Vamos, parejita, se acabó lo que se daba, pero podéis seguir el viaje
en el tren del terror, que está oscuro de la hostia». Aunque esa frase cortara
de un tajo toda una vida de dedicación devota al amor.
[Cuaderno de ficciones, página 24]