«El
sabio escribe con sus pasos sobre la arena del camino». Es lo que clama en la
basílica el más fornido de los discípulos después de que se lo haya dictado al
oído el más enclenque, pero también el preferido del viejo maestro, ahora
encerrado bajo los brillos de barniz de un féretro. Con el grito parece que
tiemblen las columnas. La comitiva fúnebre, que abandona el lugar tras el
oficio, se detiene al instante. Los empleados de la funeraria que empujan el
carro no dan un paso más, aunque tampoco lo hubieran conseguido de haberlo
intentado. Detrás, la hilera de familiares, en primer término, y de allegados,
que en ese momento se incorporan al cortejo, palidecen. El oficiante, que se
dirige ya hacia la sacristía muy despacio queda petrificado ante la voz que ha
atronado en la nave, sin saber si ha de seguir o darse la vuelta.
Después de que los labios del enclenque
abandonaran la oreja del fornido, este da un paso al frente. Abandona una mano,
con inesperada delicadeza, sobre la madera fúnebre y habla. «El sabio
encabezaba los paseos doctrinales por la montaña. Suyas eran la voz y la
dirección de nuestros pensamientos. Aprendíamos disciplina en el vuelo de los
vencejos y perseverancia en el tronco de los robles. Con el talón de su bota
excavaba un breve hoyo en la arena y señalándolo nos enseñaba el sendero de la
vedad». El silencio se apodera de la comitiva que sigue al féretro, sin que
nadie consiga encontrar la puerta de salida a su estupefacción. Al verlo, el
discípulo enclenque decide tomar la palabra, pero su pronunciación trasluce
incomodidad. «¿Hacia dónde vais ahora?». Nadie entre familiares y allegados
comprende la dimensión de la pregunta. Un codazo de la hermana del difunto
sobre le costado del primogénito arranca una respuesta, que el hermano mayor
del maestro formula como una pregunta: «¿Al cementerio?». «¿Para hacer qué?», clama
al instante el discípulo aventajado. La rápida respuesta en forma de nueva
cuestión silencia otra vez el templo. El padre oficiante, entonces, logra salir
de su marasmo, gira la cabeza y decide, no sin dudas que hubieran comprometido
una vocación, dirigirse, sin prisa alguna, hacia el corredor central de la
basílica.
La escena aguarda a que llegue el padre
para su resolución mientras avanza entre impávidos asistentes a la ceremonia. El
discípulo fornido, aún con la mano sobre el ataúd, aunque ya desprogramado e
imprevisible, arranca a hablar ante la estupefacción, en este caso, del grupo
de camaradas que le acompaña. «Se puede afirmar que nunca vuelve a nacer la
misma hierba por la senda que abrían sus pasos en sus meditaciones.
Transformaba el paisaje con su pensamiento. Nada permanecía igual a como había
sido durante siglos después de que él —pronunciado como «Él»— lo pisara. El sabio, que un día nos mostró la luz en el
interior de una húmeda y oscura caverna, iba siempre solo aun en nuestra
compañía, y siempre iba acompañado cuando caminaba solitario por los bosques.
Él—así pronunciado— era quien daba sentido al lugar, y el sentido, después, ha
permanecido en nosotros insobornable». «Inalterable», le corrige el discípulo
enclenque en voz baja.
El corazón de los discípulos empieza a
latir desacompasado al unísono, como solía ocurrir frente al maestro, ahora
yaciente. El pequeño discurso ha permitido la llegada del padre, que sin arrobo
se planta al frente de la comitiva y trata de resolver el incidente. «Les
ruego, queridos amigos del difunto, que se sumen en silencio al dolor de
familiares y allegados, y nos acompañen, si este es su deseo, en la despedida».
«Imposible», clama de nuevo el fornido, pero quien continúa el diálogo ahora es
el enclenque. «Hemos conocido la noticia de que el sabio va a ser incinerado».
«Cierto es». «No es posible». «Lo es». «Es imposible». «Ya no. El Papa, el
nuevo Papa, Pablo VI, que rige el destino de nuestra comunidad desde el junio
pasado, ha afirmado que nada se opone al dogma en la cristiana cremación de los
fieles difuntos». «Se opone el difunto». «Explíquese». Y el discípulo
enclenque, incapaz de soportar la tensión del debate, rompe a llorar como un
niño ante su juguete roto.
Entonces toma el relevo el fornido
discípulo. «El sabio, nuestro maestro, es, por esa misma condición, inmortal».
El cura le replica como un experto jugador de tenis: «Lo mismo que todas las
almas del Señor». Ni se inmuta el discípulo, que sigue concentrado solo en lo
que ha de decir, no en lo que le contradicen: «Él nos enseñó que la
inmortalidad prende, como las rosas dentro del jardín, en la tierra que los
pasos del pensamiento han pisado. Él nos mostró cómo estamos hechos de lugar y
el lugar nos da amparo, en vida y en la memoria. El cuerpo mortal del alma
inmortal de nuestro maestro ha de permanecer necesariamente por siempre en su
lugar. Allí donde arraiga su memoria. El sepelio es incuestionable. Quemar el
cuerpo, quien quiera que lo permita, será un sacrilegio insoportable para el paisaje».
Y en aquel momento, familiares y amigos evocaron la imagen del hermoso y
antiguo cementerio de la localidad, y pensaron que, tal vez, como parecía
afirmar el enloquecido discípulo del finado, una chimenea humeante en su
extremo sí ensuciara, de algún modo, el cielo en el paisaje de aquel día.
Cao Cultura, 16 de noviembre de 2024 | Enlace a CaoCultura