CARTAS AL s XX | 20 de diciembre de 1963, viernes. El sepelio


«El sabio escribe con sus pasos sobre la arena del camino». Es lo que clama en la basílica el más fornido de los discípulos después de que se lo haya dictado al oído el más enclenque, pero también el preferido del viejo maestro, ahora encerrado bajo los brillos de barniz de un féretro. Con el grito parece que tiemblen las columnas. La comitiva fúnebre, que abandona el lugar tras el oficio, se detiene al instante. Los empleados de la funeraria que empujan el carro no dan un paso más, aunque tampoco lo hubieran conseguido de haberlo intentado. Detrás, la hilera de familiares, en primer término, y de allegados, que en ese momento se incorporan al cortejo, palidecen. El oficiante, que se dirige ya hacia la sacristía muy despacio queda petrificado ante la voz que ha atronado en la nave, sin saber si ha de seguir o darse la vuelta.

         Después de que los labios del enclenque abandonaran la oreja del fornido, este da un paso al frente. Abandona una mano, con inesperada delicadeza, sobre la madera fúnebre y habla. «El sabio encabezaba los paseos doctrinales por la montaña. Suyas eran la voz y la dirección de nuestros pensamientos. Aprendíamos disciplina en el vuelo de los vencejos y perseverancia en el tronco de los robles. Con el talón de su bota excavaba un breve hoyo en la arena y señalándolo nos enseñaba el sendero de la vedad». El silencio se apodera de la comitiva que sigue al féretro, sin que nadie consiga encontrar la puerta de salida a su estupefacción. Al verlo, el discípulo enclenque decide tomar la palabra, pero su pronunciación trasluce incomodidad. «¿Hacia dónde vais ahora?». Nadie entre familiares y allegados comprende la dimensión de la pregunta. Un codazo de la hermana del difunto sobre le costado del primogénito arranca una respuesta, que el hermano mayor del maestro formula como una pregunta: «¿Al cementerio?». «¿Para hacer qué?», clama al instante el discípulo aventajado. La rápida respuesta en forma de nueva cuestión silencia otra vez el templo. El padre oficiante, entonces, logra salir de su marasmo, gira la cabeza y decide, no sin dudas que hubieran comprometido una vocación, dirigirse, sin prisa alguna, hacia el corredor central de la basílica.

         La escena aguarda a que llegue el padre para su resolución mientras avanza entre impávidos asistentes a la ceremonia. El discípulo fornido, aún con la mano sobre el ataúd, aunque ya desprogramado e imprevisible, arranca a hablar ante la estupefacción, en este caso, del grupo de camaradas que le acompaña. «Se puede afirmar que nunca vuelve a nacer la misma hierba por la senda que abrían sus pasos en sus meditaciones. Transformaba el paisaje con su pensamiento. Nada permanecía igual a como había sido durante siglos después de que él —pronunciado como «Él»— lo pisara.  El sabio, que un día nos mostró la luz en el interior de una húmeda y oscura caverna, iba siempre solo aun en nuestra compañía, y siempre iba acompañado cuando caminaba solitario por los bosques. Él—así pronunciado— era quien daba sentido al lugar, y el sentido, después, ha permanecido en nosotros insobornable». «Inalterable», le corrige el discípulo enclenque en voz baja.

         El corazón de los discípulos empieza a latir desacompasado al unísono, como solía ocurrir frente al maestro, ahora yaciente. El pequeño discurso ha permitido la llegada del padre, que sin arrobo se planta al frente de la comitiva y trata de resolver el incidente. «Les ruego, queridos amigos del difunto, que se sumen en silencio al dolor de familiares y allegados, y nos acompañen, si este es su deseo, en la despedida». «Imposible», clama de nuevo el fornido, pero quien continúa el diálogo ahora es el enclenque. «Hemos conocido la noticia de que el sabio va a ser incinerado». «Cierto es». «No es posible». «Lo es». «Es imposible». «Ya no. El Papa, el nuevo Papa, Pablo VI, que rige el destino de nuestra comunidad desde el junio pasado, ha afirmado que nada se opone al dogma en la cristiana cremación de los fieles difuntos». «Se opone el difunto». «Explíquese». Y el discípulo enclenque, incapaz de soportar la tensión del debate, rompe a llorar como un niño ante su juguete roto.

Entonces toma el relevo el fornido discípulo. «El sabio, nuestro maestro, es, por esa misma condición, inmortal». El cura le replica como un experto jugador de tenis: «Lo mismo que todas las almas del Señor». Ni se inmuta el discípulo, que sigue concentrado solo en lo que ha de decir, no en lo que le contradicen: «Él nos enseñó que la inmortalidad prende, como las rosas dentro del jardín, en la tierra que los pasos del pensamiento han pisado. Él nos mostró cómo estamos hechos de lugar y el lugar nos da amparo, en vida y en la memoria. El cuerpo mortal del alma inmortal de nuestro maestro ha de permanecer necesariamente por siempre en su lugar. Allí donde arraiga su memoria. El sepelio es incuestionable. Quemar el cuerpo, quien quiera que lo permita, será un sacrilegio insoportable para el paisaje». Y en aquel momento, familiares y amigos evocaron la imagen del hermoso y antiguo cementerio de la localidad, y pensaron que, tal vez, como parecía afirmar el enloquecido discípulo del finado, una chimenea humeante en su extremo sí ensuciara, de algún modo, el cielo en el paisaje de aquel día. 


Cao Cultura, 16 de noviembre de 2024 | Enlace a CaoCultura