16 de septiembre, lunes. Identidades


Nunca le ha gustado cenar con luz en las cristaleras. Ni en pleno verano. Aquella tarde en la que viajaba dirección al oeste, sin tránsito en la carretera, había contemplado la puesta de sol como si el parabrisas del camión fuera la pantalla de un televisor gigante. La bola solar había ido descendiendo lentamente, infectando el cielo con una luz anaranjada que le recordaba las boîtes nocturnas que frecuentaba de joven, antes de desaparecer. No tenía previsto el lugar dónde detenerse a cenar y a dejar que transcurrieran las horas obligatorias del descanso. Simplemente conducía mientras hubiera luz sobre el asfalto. Los campesinos ya habían cosechado y el paisaje que alcanzaba a ver desde la cabina parecía la cabeza rapada de un recluta. Circulaba con el remolque vacío y solo tenía que llegar de madrugada a una dirección del polígono industrial que tenía anotada en el pliego de carga.

         Cuando vio desaparecer el sol tras la cordillera que había a lo lejos, y las sombras empezaron a extenderse alrededor de los árboles hasta confundirse unas con otras, decidió que había llegado su hora. Redujo la velocidad para entrar en un carril de servicio donde creía recordar de otros viajes que había un restaurante y se dirigió al estacionamiento de camiones. Apenas había algunos vehículos dispersos por su extensión. Le pareció ver en el extremo las paredes perpendiculares de un viejo frontón y condujo hasta sus inmediaciones. En efecto, allí alguien, quizá otro camionero, aprovechaba los últimos instantes de luz natural para golpear con la mano contra el frontis una pelota blanca, de tenis.

         Qué buena hora para un partidito, le gritó al jugador nada más abrir la portezuela. Que no le respondió. Cerró el camión y se acercó despacio. Se te ha comido la lengua el gato. El otro detuvo la pelota y lo miró con ojos de no comprender. Señaló hacia un costado donde había un tráiler aparcado. Se fijó en la matrícula. Era belga. Improvisó: Parle français?  Negó con la cabeza con gesto de desagrado. Y dijo: Antwerpen. Ah, insistió el camionero, même pas pour se comprendre. Y el otro negó reiteradas veces con la cabeza como un niño que no quiere ni más que perra comerse la sopa. ¿Un partido?, decidió tampoco complicarse la vida, y el belga le lanzó la pelota. Llevaba algo más de cuatro horas sentado al volante, así que un poco de ejercicio le venía como anillo al dedo.

         Vaya. El belga de Amberes se defendía bien, pero el español no había olvidado su juventud en un pueblo donde el trinquete era la única instalación deportiva.  El que no hablaba francés corría que se las pelaba tras la pelota y sabía devolverla con fuerza. Siempre a buena altura. El español miraba la tira de las faltas y añoraba el sonido metálico de algún golpe que le sumara puntos a su favor. Cuando se detenían a hacer cuentas, repetían los mismos números: Vijf, decía uno; cinco, el otro. Luego, tien, gritaba uno; diez, el otro.  Vijftien. Quince. Imposible despegarse uno del otro en la puntuación. Los dos anotaban victorias en paralelo. El interés prioritario, determinar quién era el mejor, en qué son diferentes, resultaba en aquel partido un propósito quimérico. Cada jugador actuaba como la sombra del contrincante. Como si la realidad quisiera enmendar aquel viejo pensamiento de Pascal: «cuando se juega al frontón, dos juegan con la misma pelota, pero uno la coloca mejor». Cayó la noche por completo, aunque una farola del aparcamiento, en la esquina abierta, les siguió proporcionando la luz indispensable para seguir intentado distinguirse uno del otro.

Dos camioneros de descanso, machacándose. Una pelota de tenis que iba y venía con impuesta disciplina. Nadie que contemplara el partido. Ni siquiera los estorninos, que hacía un buen rato ya que habían desaparecido en las copas de los árboles próximos. Es posible que algún mosquito quisiera aprovechar la presencia humana para abastecer de sangre a su descendencia, no lo descarto, pero dudo que con la rudeza de los movimientos en el juego tuviera una mínima posibilidad de salirse con la suya. Lo contrario del que acaba de picarme y ahora mismo hace rabiar mi tobillo. Hay otras formas, digo yo, más amables para decirle a uno que por mucho que escriba nunca logrará suplantar con palabras la realidad. 

[Cuaderno de ficciones, página 21]