CARTAS AL s XX | 25 de junio de 1920, viernes. Grand Prix de París


El día 25 de junio París vibra de nuevo con los vítores y algaradas que arrancan en el velódromo de Vincennes y su vértigo recorre las calles que, durante los años sin Grand Prix, solo habían transitado las campanas enloquecidas de las ambulancias y el zumbido de los aviones que presagiaban los estruendos. Concluida la suspensión, las carreras ciclistas, que solo unos privilegiados contemplan, inundan con nombres de favoritos las conversaciones de los parisinos y con boletos de apuestas sus bolsillos. El doctor Guinon acude temprano a la Sociedad Médica de Hospitales y permanece varias silenciosas horas sentado en la sala de espera, con la cabeza entre las manos. Hacia el final de la mañana asoma por una puerta lateral un funcionario con los manguitos a medio extraer. «No creo que esté esperando a nadie, ¿verdad?», le dice con una sonrisa benevolente, y sin aguardar una respuesta inquiere: «¿Quién cree usted que puede ser este año el sucesor del añorado Léon Hourlier? Su bicicleta no corría con ruedas, iba sobre alas».

El doctor Guinon se ajusta las varillas de los anteojos tras las orejas, se yergue, abandona un sobre sellado con lacre encima del asiento que ha ocupado y apenas cuenta con voz para sugerir: «Cuando haya descubierto a su campeón, entrégueselo después, por favor, al secretario del Presidente». Una plaga de pulgas asola las ensimismadas calles de la capital liberada de las bombas. Es tal la euforia que abarrota los comercios y construye colas en la puerta de los restaurantes que a nadie le importa demasiado rascarse la nalga algo más de lo conveniente. El doctor Guinon, como más tarde lo confirmará el profesor Teissier y lo comprueban otros profesores en el curso de sus investigaciones, ha sospechado que los cuadros cada vez más frecuentes de fiebre, tos y vómitos no se corresponden al catarro común que la mayoría de médicos diagnostican, porque los bultos que los acompañan en algún lugar del cuerpo son auténticas bubas de la peste negra.

Transcurrida una semana de la denuncia sin que llegue a ningún hospital ni gabinete médico normativa específica sobre la existencia de un brote de peste bubónica, el doctor Guinon se dirige de nuevo, ahora por carta, a la Sociedad reiterando la conclusión de sus observaciones, aún más certeras dado el incremento de pacientes con síntomas inequívocos. «Casuales», le matiza el secretario en su oficina cuando frente a él, tras solicitar la preceptiva visita, repite los argumentos una semana más tarde. «¿Usted cree que si tuviéramos alguna constancia de lo que usted nos avisa no habríamos actuado ya con todos los efectivos de esta institución? Cómo no avisar entonces a los hospitales de París, ordenar la limpieza concienzuda de los lugares públicos, encerrar por edicto a los ciudadanos en sus casas y suspender cualquier actividad colectiva, entre ellas los fastos del recién recuperado Grand Prix, que ojalá pudiera volver a ganar nuestro valiente Léon Hourlier, que dios lo tenga en tan merecida gloria. ¿Ve usted que eso ocurra? ¿Verdad que no? Pues esta es la prueba de que lo que usted ve en su gabinete son meros constipados de primavera. No sea alarmista, no quiera amargarnos la gran fiesta de la paz. Además, no quiera ver con dos ojos lo que no están viendo, con multitud de facultativos detrás, los hospitales más importantes de Francia. No sea tan presuntuoso».

De regreso a la consulta en el Barrio Latino, se encamina dirección a Notre Dame para cruzar los puentes del Sena a través de la isla donde también está situado el mayor hospital de la ciudad, la Casa de Dios, frente a cuya puerta el doctor Guinon se detiene. Del cabás extrae una máscara de tarlatana, que se coloca sobre nariz y boca. Tras un árbol se aposta, de incógnito, como si fuera un maleante a la espera de un asalto. Ve acercarse pacientes aturdidos que son transportados en parihuelas por personas sin ninguna protección. Dos guardias impiden la entrada a los que van llegando y los enfermos se quedan alineados sobre la calzada, al pie de la fábrica del hospital, según el hábito que se había fraguado durante la guerra con los muertos tras los bombardeos. Que ahora los alineados estuvieran solo desfallecidos por la fiebre no parece una diferencia significativa.

Unos metros más allá del árbol que le oculta observa la llegada de una carretilla tirada por un burro con la caja cubierta por una lona. Cuando el muchacho que la acompaña se dirige a hablar con la guardia para preguntar dónde deja la carga, el doctor Guinon se acerca. Al destapar la lona aparecen, amontonados uno sobre otro, tres cuerpos abatidos. Con la ayuda para moverlos de una lezna quirúrgica, los examina con atención. Las manos del hombre muestran múltiples cicatrices y diminutas incrustaciones metálicas entre las largas uñas, posiblemente debidas a un trabajo metalúrgico. Las manos de la mujer, que debieron ser hermosas, aparecen sin vida, desgastadas, quizá, de fregar los suelos ajenos con exceso de lejías. El tercer cadáver descompone el cuerpo del doctor. Una niña de unos ocho años permanece debajo, aplastada por los otros dos, con los ojos abiertos y en blanco. Cuando regresa a su transporte el muchacho, un mozalbete que con dificultad alcanza los catorce años, le pregunta cómo los ha encontrado, a lo que le responde solo lo que anda pensando en ese momento: «Al cementerio, me han dicho, abren una fosa por las mañanas y la cierran antes de mediodía. He de darme prisa o se quedarán al aire el resto de la jornada. ¿Está lejos el cementerio? No sé si voy a llegar a tiempo». Guarda silencio un instante, mira a los ojos del extraño que le contempla tras los anteojos y con la cara cubierta, y añade como una siniestra coda a sus cavilaciones: «Son mi madre y mi padre. Es mi hermana. Estaban resfriados anoche, pero esta mañana, al despertarme, los he encontrado así, y no sabía qué hacer y aún sigo sin saberlo».

CaoCultura, 15 de diciembre de 2023. Enlace