25 de noviembre, sábado. Práctica del enamoramiento


En cierta ocasión tuve un novio que había asistido a la boda de su madre con su padre. Algo atrasada, pensé. Al llegar a la adolescencia sus padres, que no se habían casado en su momento, decidieron pasar por el aro. Lo hicieron por él, le habían dicho, según me contó. Y el caso es que siempre se habían llevado bien, o eso es lo que él veía, pero a partir de la boda empezaron a elevar el tono de voz cuando discutían, a tratarse con silencios en lugar de con explicaciones y a hacérselo pasar al pobrecito de mi novio, entonces un chaval sobre el que no solo había caído la losa de un matrimonio, sino que muy pronto se vio venir encima el derrumbe de una separación. Mejor, un divorcio. Porque si los padres se habían dado tregua para una cosa, no se la dieron para la otra. Ay, mi novio. Veía en él algo raro, pero ambos éramos jóvenes cuando nos conocimos y aún no teníamos organizado el catálogo de las rarezas humanas.

         Seguimos unos años juntos. Más de lo que hubiera pronosticado al empezar. No era difícil convivir con él. He de confesar que yo arrastraba un secreto desde el principio. No era mi príncipe azul. Una tontería mía, creía. Pero conforme iba pasando el tiempo me daba cuenta de dos realidades contradictorias que no sabía cómo armonizar. Cada vez nos iba mejor como pareja, pero yo seguía con las antenas encendidas por ver si pasaba por mi costado el hombre del que me iba a enamorar perdidamente. Es curioso cómo se encadenan ambas actitudes. Cuanto más deseaba descubrir el amante que tenía predestinado para mi felicidad, más feliz y a gusto vivía junto al muchacho que vio cómo sus padres se casaban. Como si la faceta secreta fuera la gasolina del motor que movía la vida cotidiana. Yo me entiendo, aunque he de reconocer que tampoco entonces, ni ahora, me entendía a mí misma.

         Hay alguien por encima que mueve los hilos. De eso estoy convencida. Si no, por qué los padres de mi novio, bueno, de mi ex, un día se llevan bien y cuando vuelven de la boda ya no se soportan. Alguien se desternilla de risa ahí arriba creando astracanadas con la vida de la gente. Como si lo nuestro no fuera padecer un trabajo salvaje, unos alquileres de estrangulamiento y el azote de un consumismo feroz, y estuviéramos en este mundo solo para dar pábulo a argumentos de vodevil. El caso es que el titiritero que nos ha convertido a todos en títeres decidió sacarme a escena en su guiñol. Y a partir de ese instante dejé de ser yo misma para encarnar los hilos que activaban mis manos, que adelantaban mis piernas cuando salía de casa sin desearlo y que movían mis labios sin que yo quisiera pronunciar ni siquiera una palabra.

         Todo empezó por una subida de alquiler. Hacía tiempo que vivíamos juntos, como una pareja estable. En un piso pequeño, pero con luz natural. Nos quejamos de unas humedades, el propietario las arregló a regañadientes, pero al acabar el plazo del contrato quiso cobrárselo en el nuevo precio. En ese momento de indecisión, cuando no sabíamos si asumir el encarecimiento o buscar otro piso, por salir del bache le propuse que nos casáramos. Qué error. Fue como abrir el cuarto oscuro bajo la escalera en una película de terror. Arañas gigantes es lo más amable que asomó. A mi novio se le vino encima la boda de sus padres y le aplastó la herida, aún palpitante, de aquel divorcio cuya culpa los desalmados progenitores le habían atribuido. No quería no casarse y no podía asentir ante la idea de casarse. Le había lanzado a un laberinto del que él no sabía salir. Yo sí hubiera sabido sacarle. Pero, y aquí es donde empezó a mover los hilos el titiritero, coincidió su crisis con el final de mi larga larga aspiración.

Me enamoré perdidamente. De un sátrapa. Creo que lo sabía antes incluso de conocerlo, pero eso me dio igual. Me importaba un pimiento. Lo único para lo que vivía era para adorar a mi amor. No a mi amado recién conocido, no. Al amor que sentía por él. Esa experiencia era la que me cautivaba. Deshice el noviazgo a las primeras de cambio. No me costó mucho. Mi novio se revolvía envuelto en una sustancia caliginosa que lo cegaba para cualquier decisión razonable. Cogió sus cosas, se fue y me dejó, para iniciar mi calvario, el precio del alquiler íntegro al albur de mi salario. Ni me importó. Por primera vez en mi vida amaba. Y aquel amor hiperbólico que sentía lo justificaba todo. Duró lo que un covid, dos o tres semanas, pero arrasó con todo lo que había sido mi vida. Creo que no me arrepiento de nada. Mi caso no pasa de asunto para un sainete, pero aquellas semanas en las que estuve enamorada, oh, ya nadie me las puede arrebatar. Creo que estoy de nuevo dispuesta a encontrar otro novio cotidiano, aunque preferiblemente nacido dentro del matrimonio. 

[Cuaderno de ficciones, página 12]