2 de abril, domingo. Un tebano en el ágora de Ereso.


Las zarzas que invaden los caminos de Ereso arañan sin piedad el terciopelo de los botines bordados. Los pedruscos doblegan las delicadas suelas. El polvo desvirtúa los dorados decorativos de la túnica.  Ninguna casa se parece ni siquiera a la más humilde de Tebas. El día que se vio obligado a partir no dejó fuera de los arcones que le acompañaron ni un solo símbolo de cuantos habían brillado en su vida pública. Altivo, displicente, pletórico de arrogancia, se mantuvo firme entre los poderosos, que le usaron como escuadrón de combate, hasta que se revolvió para blandir la espada contra el pecho de un general propio y supo entonces la dirección que conduce al destierro. Sigue usando el acento tebano entre los isleños, aún más marcado si cabe, que solo con dificultad lo entienden mientras el recién llegado mantiene el porte marcial entre cabreros y pescadores.

         No ha dejado tampoco de escribir discursos. La oratoria le había abierto los altos portones del recinto real. A su paso, la guardia postraba las lanzas, pero el escritor ni siquiera desviaba la mirada de un punto que relumbraba en el interior del palacio al que accedía. Nadie en Ereso aguarda sus discursos, de los que no comprenden ni las pausas, pero el tebano sigue componiéndolos con los mismos artificios que habían deslumbrado a la corte que lo agasajaba. En el miserable foro de la población reúne a los hombres, que acuden a regañadientes por verse obligados a transigir ante tales pamplinas, y delante de su malhumor, que le resulta del todo ajeno, declama sus escritos tocado por un himatión de lana que hace que suden hasta los vocablos.

         Entre los varones que le escuchan, mal barbados y con las greñas al antojo del viento, se sienta sobre una piedra, en lugar de permanecer en pie, el aeda de Ereso. Aunque la memoria le juegue de vez en cuando malas pasadas y mude de una historia a otra sin darse cuenta, sus vecinos le aprecian. Nunca han entendido tampoco qué cuanta al narrar sus intrincados episodios, pero si oyen en la melodía el entrechocar de espadas ya sienten vibrar algo en la parte del pecho de donde emergen las palabras. Les habla en la misma lengua que ellos practican con ovejas y cabras, la que somete a los perros y asusta a las aves que amenazan con mal agüero. Nunca llegará a declamar ni siquiera en Mitilene, pero eso al aeda no le ha importado nunca. Le enorgullece ahora que hayan enviado un personaje tan ilustre y elegante para sustituirle, aunque ese mismo honor le impide manifestar lo que le duele que le hayan sustituido.  

[Cuaderno de ficciones, página 6]