7 de marzo, lunes. Plaza del Monasterio

En el refectorio del convento de las clarisas las paredes piden por activa (Silentium) y por pasiva (Audi tacens —escucha lo que calla—) aquello que la plaza ofrece como si la ciudad, a su lado, no existiera todavía. Un mosaico decimonónico en el arco de entrada al recinto lo anuncia: «Caserío de Pedralbes». Su planta cuadrangular hasta parece que se mantenga a propósito alejada del Monasterio, que establece su propio vacío alrededor: una escalinata monumental que salva el desnivel de la ladera, su amplitud, una rústica calleja ahora ya deshabitada. La plaza solo muestra lo que la ensimisma: siete cipreses, algunos bancos de piedra y un dadivoso almez que, en los días soleados de invierno, cuando ha perdido el tupido manto verde que nacerá en primavera, dibuja sombras fractales sobre los parterres de hierba con problemas de calvicie y sobre la arena de lugar antiguo.

Como de otra época es igualmente el leve abandono, la soledad propicia, una impresión que reconoce solo el presente, aquel «Fin del sueño: / Plaza sin caballo» —indemne al futuro y desentendida del pasado— que acertaban a señalar dos versos de Rafael Pérez Estrada. También fue el poeta malagueño habitante de esta plaza en diversas ocasiones. Alguna diurna, para visitar la iglesia y, en el extremo de la nave, la humilde ventanilla que conectaba con la clausura; pero la mayoría nocturnas. En sus múltiples visitas a la ciudad, cuando tras la cena la insistencia de luces y algarabías le desazonaba con su desmesura de tiempo inexistente, me pedía que fuéramos a la plaza de las monjitas, donde la noche recobra su corporeidad de presente, sin importarle de dónde procede o hacia dónde conduce. En la plaza, cinceladas sobre los muros de piedra del silencio, las palabras reposan sobre la certeza de sus significados.

Cuando camino por el empedrado de la calzada compruebo que es el único espacio de la ciudad cuya piel no he visto mudar. Se mantiene idéntica a como era hace décadas, cuando por alborotados que llegáramos, muchachos que venían huyendo de la escuela, lo solitario del paraje nos sosegaba de inmediato. Es posible que subiéramos y bajáramos un par de veces las escaleras, persiguiéndonos y acaso dando algún grito. Por desfogarnos. Pero pronto el silencio nos vencía y, sentados alrededor de las carteras amontonadas en el suelo, nos adentrábamos en el sinuoso juego de las confidencias. Quizá ahora sea también igual a como era siglos atrás. No parece que la plaza sea un espejo de semblantes, sino de la conciencia. En su contemplación no se progresa ni se envejece. Uno percibe solo lo que permanece de sí mismo desde la adolescencia. Breve revelación.