16, martes. Junio. Práctica del epigrama 06



A Jesús Aguado, en su aniversario

El tiempo es la condición que la vida no consigue eludir. Una maquinaria construida a la medida de la naturaleza con un funcionamiento opuesto al de la vida humana. La génesis cíclica y la conciencia de especie se articulan a la perfección en el tiempo. El personaje de Muerte de un apicultor, del poeta sueco Lars Gustafsson, se extrañaba cuando veía una abeja muerta y ese hecho parecía no importarle a ninguna abeja en la colmena, donde todo seguía igual (la novela trata esta metáfora, un personaje que se identifica con la abeja dañada sin que nadie se interese por él, pero entre humanos esta es ya otra cuestión). La naturaleza se nutre de especies y de ciclos. Los humanos resultan una anomalía. La conciencia de su vida como individuos les ubica en otro tiempo, el cronológico. Una concepción opuesta a lo que ofrece el tiempo cíclico. Es muy difícil comprender este desajuste, sobre todo porque el ser humano en esencia se siente ajeno al tiempo cronológico. En la película polaca, Un atardecer en la Toscana (2019), de Jacek Borcuch, la protagonista, una escritora casi octogenaria, confiesa: «Cada mañana, cuando me miro al espejo, me digo que lo que veo delante es el vestido de mujer anciana que me he puesto». Resulta incomprensible que el tiempo, que renace cada año, solo se dedique a acumular edad. También resulta ilegible qué hace el tiempo con el tiempo que se ha vivido. Dónde guarda ese libro, en qué cajón. Nunca se logra encontrar. Y finalmente, jamás se descubre qué entidad posee el presente. Y para qué sirve. Y aún queda la sorpresa final: ¿Cuándo se vive el futuro?