7, sábado. Diciembre. Lo poético de la poesía.



El otro día, en la prueba final de la evaluación le propongo al grupo de primero de bachillerato, en clase de Lengua, que componga un «Alfabeto medieval» con las nociones que se han explicado sobre la cultura medieval. Una de las alumnas, Minerva, acaba su trabajo con la siguiente entrada: «Verso: era lo que hacía literaria la obra».
    Desde entonces me da vueltas en la cabeza la curiosa redacción de esta frase. No es aplicable a la Edad Media. Don Juan Manuel, por ejemplo, sí tuvo una conciencia literaria escribiendo en prosa, aunque obviamente esta palabra aún no existiera. La Celestina prefirió el modelo humanístico, en prosa, al clásico, en verso. Pero es una buena manera de comprender la clasificación aristótelica. Verso épico y verso dramática. La literatura de la época. 
     Traslado el asunto a la clase de Literatura Universal, donde tengo menos alumnos (solo el 20% del alumnado de letras, mientras el 80% restante cursa a esta hora Economía y Administración de Empresas, cosas de la época). Les pregunto qué identifica a la poesía como poesía. A coro responden: la rima. Hay uno que disiente: que no llega al final de la hoja. Una perífrasis que hubiera entusiasmado a Góngora. Como estamos en Literatura Universal, les digo, vamos a investigar qué identificaba como poesía al Poema de Gilgamesh, unos, y qué a la Ilíada, otros. Se ponen a buscar y lo encuentran pronto.
      El Poema de Gilgamesh, según explican unos tras leerlo en Wikipedia, posee una métrica parecida a la hebraica. Investigan un poco más. Se basa en paralelismos semánticos, generalmente repitiendo conceptos en dos hemistiquios dentro de un mismo verso. Buscamos ejemplos. Están por todas partes: «Lo oculto vio, desveló lo velado». La Ilíada está compuesta, dicen inseguros los otros, por hexámetros dactílicos, sin que sepamos qué significa eso, añaden. Se lo explico. Y les conduzco desde allí a la métrica silábica y a la rima románicas, exactamente aquello que convierte en poética una obra. El timbre nos devuelve a los asuntos mundanos. El recreo, cada cual con su bocadillo en las manos.
     Mientras aguardo en el Café que se libere La Vanguardia, le doy vueltas a lo que hace poética una obra. La rima ya es de museo, y aunque siga creyendo en el verso métrico compruebo que cada día estoy más solo organizando los acentos. Basta con abrir cualquier libro de poemas para, al empezar a leer, sentir un pequeño arañazo en las palabras, detenerse y ver un acento en quinta. El Arte Mayor Castellano lo tuvo. Duró menos de cien años, época en la que los poetas cultos prefirieron, por evitarlo, el octosílabo, un verso de arte menor. Pero es tan frecuente ya esa medida libre que no me queda más remedio que darme por perdido. No hay nada peor que quedarse el último en el cuarto de la tradición y que le toque a uno apagar la luz.
     Ahora bien, precisamente por esas libertades, la pregunta cobra mayor inquietud en este momento: ¿qué se considerará hoy que convierte en poesía a un poema? La respuesta que se aproxime más a esta cuestión quizá sea la que le he leído a Giorgo Agamben quien, siguiendo las huellas de Walter Benjamin, plantea ideas como que el «habitar en la lengua no va dirigido solo al intercambio de mensajes, sino que es sobre todo gestual y expresivo». La observación es interesante, pero difícil de concretar, y cuando lo hace apunta hacia territorios aún más difusos: «el vocabulario de toda lengua contiene en realidad en su interior una lengua inexistente que nadie o casi nadie conoce, y precisamente esa es la lengua de la poesía». Una idea tan sugerente como el fantástico helado que una tarde de intenso calor se come alguien delante de nosotros el día en el que hemos salido a la calle sin ni siquiera unas monedas en el bolsillo. Sugerente definición de lo poético, lo escrito en la lengua interior de una lengua, pero ¿cómo escribir un poema con palabras inexistentes?
      A un autor anterior, historiador del arte, le leí en cierta ocasión una idea interesante, aunque no venía a cuento de nada de lo que trataba en el libro donde la escribió. De repente la recuerdo. La busco. Sí, aquí está. Menos mal que indiqué el número de página en la última hoja de cortesía. El libro es un pequeño alegato contra la pintura contemporánea y se titula Ver y saber. Lo publicó en 1948 el historiador y marchante Bernard Berenson (1865-1959), hoy casi en el olvido. La frase parece no decir nada: «Lo prosaico es probarlo y retocarlo [la creación artística] con la pluma y el lápiz para que signifique para los demás casi lo mismo que para nosotros». Y sin embargo, lo dice todo.
     Si la prosa («lo prosaico») es sincronizar el significado entre escritor y lector (es decir, el «intercambio de mensajes»), la poesía solo puede ser la asimetría del significado para quien la escribe y «para los demás». Es decir, la esencia de esa «lengua inexistente» que es la lengua de la poesía consiste en una disfunción comunicativa entre autor y lector. No quiere decir que no se tengan que entender (temor que intuyen tantos lectores que sienten alergia ante el verso), sino que no es un elemento relevante que ambos entiendan lo mismo ante lo escrito. Y esta idea, tal vez sí sea lo que convierte en poético un poema. Visto desde el lector, en lugar de la comprensión cabal de un mensaje, lo inherente a la prosa, la poesía es la construcción del significado propio en las formas novedosas y ajenas. Una definición estupenda para un momento histórico especialmente preocupado por adiestrar todos los significados mediante el desprestigio sistemático de la forma (igual que las autopistas de pago son el modo de adiestrar todos los caminos gratuitos tras su previo desprestigio). Poesía, la dicción agreste.