11, miércoles. Diciembre. Lo que sucede cuando no pasa nada



Al final de la mañana el cielo se ha ido cubriendo como una llamada telefónica a deshora. Tras varios días soleados y anticiclónicos, radiantes, una luz taciturna ha invadido el ambiente. A primera hora de la tarde ha empezado a chispear. No he comprendido la euforia que me ha hecho, en la misma boca del metro, darme la vuelta y emprender el camino a casa a pie. He pensado al principio que lo hacía por llevar en la bolsa de la espalda un paraguas. Lo he abierto. Encima, una lluvia bien educada hacía sus pinitos en el teclado sin demasiada pericia. Se diría que transcribía un poema en la máquina de su hermano mayor. Lo oigo como quien escucha ruidos en el piso de arriba. Una grisura monótona apaga el despropósito de colores chillones en el que hemos convertido la ciudad. Luego he pensado que de ahí procedía la alegría.
      Solo después de caminar un buen trecho he descubierto la razón. Bajo este mismo cielo plomizo, bajo esta penumbra húmeda y viscosa he vivido durante las últimas tardes. Tardes así: «los árboles estaban completamente negros y el cielo, encapotado —un martes de enero de 1915— sobre Londres». Hoy páginas y realidad se han fundido, no he tenido que vivir bajo dos luces diferentes. Por eso he vuelto caminando. Para disfrutar de la lectura.
      Virginia Woolf inicia su diario el primero de enero de 1915. Escribe en él durante treinta y tres días seguidos. El tres de febrero lo abandona. El trece lo reanuda solo por tres días. Luego empieza a sentirse mal y el malestar desemboca en una desbordada crisis nerviosa. No reanudará su diario hasta el verano de 1917, y con entradas menudas, el día resumido en unas pocas líneas.
      El dos de enero del 15 empieza así: «Si tuviera que elegir un día representativo de nuestra vida —de la suya con Leonard Woolf— elegiría uno así». Desayuna. Habla con su casera. «L. & yo nos sentamos a garabatear nuestras cosas». Leonard una reseña, Virginia cuatro páginas de una novela desconocida. Comen. Leen los periódicos. Salen con el perro a dar un paseo. Hablan de la nueva costumbre de ponerle cortinas a las ventanas. El 29 de enero se pregunta: «¿Diré que «hoy no ha sucedido nada» como hacíamos en nuestros diarios cuando empezaban a decaer? No sería verdad. El día ha sido más bien como un árbol sin hojas». Trabajan en sus escritos, comen, pasean hasta el río, toman el té a la vuelta. Luego Leonard acude a una reunión.
       A veces me pregunto para qué se escriben diarios si en su esencia aspiran a reflejar eso, el tronco despojado de la vida cotidiana. Porque cuando describen las hojas del árbol, aquellos días llenos de sucesos, pierden su naturaleza de diarios al ocultar lo que realmente pasa por la vida, el tiempo. El que he tardado en llegar, caminando bajo la lluvia menuda, londinense, de la tarde, y el tiempo que le he dedicado a escribir en una cuartilla estas notas, que solo pueden acabar con una pregunta cuya respuesta se parece a un partido de tenis, cualquier término que se afirme inmediatamente sale disparado hacia el opuesto, que, a su vez, tras ser pronunciado regresa hacia el contrario: ¿El árbol es el tronco o son las hojas? ¿La vida, continuidad o excepción?