21, martes. Mayo. Palau de la Músca. Works for piano. Philip Glass.



El pianista de las manos grandes. Dedos de leñador, arqueados como para sostener el hacha del sonido. Un meticuloso astillar las notas, desmenuzarlas. Ha salido vestido de gris al escenario. Un chaleco de punto grueso y cuatro bolsillos, dos sobre el pecho, dos sobre la cadera. Nada más aparecer se conoce que es el pianista, pese a que el tiempo lo muestra, como es su costumbre, en el presente. Hay que descontar años hasta 1937. Gafas de metal, dos círculos de la dimensión de una moneda de escaso valor. Sonríe con timidez. Se sienta en la banqueta que ha ocupado antes otro pianista de menor estatura, durante un preámbulo coral que parecía una orgía de brujas de tan despeinadas las voces. Algo para olvidar. Se ha sentado en la banqueta e inmediatamente la ha impulsado a la máxima altura. Sentado tú a tú con el teclado, lejos de él, el pianista de las piernas y de los brazos extensos. Ha dejado que los dedos de leñador empezaran a caracolear sobre las notas, no acertando ni una de las que había escrito hace cuarenta años: Mad Rush (1979). Pies descalzos que caminan sobre vidrios triturados: la música de la vigilia. Philip Glass. Los caballos del Palau, volátiles.
            Manos casi de adolescente las de Maki Namekawa. Uñas enmarcadas en carne, dedos breves, redondeados. Se extienden sobre el teclado como terratenientes que se lo reparten con generosidad. Abre las páginas de la partitura de Mishima (1984) sobre el atril y al hacerlo las mangas del kimono amarillo despliegan sus japoneserías. La pianista de cristal. Es Philip Glass desde la primera nota, dulcificado. Una Carole King que interpretara el Satisfaction de los Rollings. Es Philip Glass multiplicando sus dedos minuciosos, roedores, sobre las notas desmenuzadas por el leñador. Y cuando el paroxismo dulce alcanza sus cumbres, y la melena salta la valla del pasador, el charol de la caja del piano refleja una pícara sonrisa de niña que se sale con la suya.
         El pianista con dedos de neurocirujano deja su mano con la suavidad de una tarántula que se acercara paso a paso a su presa. Cada movimiento es un alfiler que fija tresillos de corcheas. Dedos que interpretan la música hacia dentro. Un sonido introvertido, espiritual, tolstoiano. El pianista Anton Batagov escribe un Philip Glass congelado en la perfección de la nevada de impulsos precisos como copos. La música como exactitud y oración.  
         Regresa el pianista de las manos grandes para cerrar el concierto con «Closing» (1981). Está fatigado. El tiempo arrastra sus fardos por la tarde de mayo. Cuando salga a saludar, el público se pondrá en pie. Lo hace siempre. Se encenderán las luces y seguirá aplaudiendo. Y las notas que se queden en el pabellón del oído, un retumbar de botas de filósofo que camina por la sala mientras piensa.