En el cuerpo están las últimas brujas
—la
que despeñaron en 1904—
LUIS FELIPE VIVANCO
«No
ves que va descalza». Quien detiene la marcha responde así al aullido de
protesta que acaba de lanzar el emboscado que la encabeza. La luna, en brazos
de una sirena de nubes, sin decir nada contempla la escena. Con sendos
pasamontañas calados hasta el cuello de la pelliza abotonada hasta la
mandíbula, dos tipos sujetan a la mujer vestida con una simple camisa de
dormir. Sus pies sangran, magullados en todas partes por las aristas de las
piedras que pisa. El del grupo que ha pedido parar la marcha se desata las
botas. Se quita los calcetines. «Ahora el descalzo serás tú, ¿te parece bien
eso?», grita el que dirige la cuadrilla, y añade para sí: «Qué más dará cómo
lleguen sus pies, para lo que los necesita cuando vuele». «Me quedo aquí
esperando. Me traéis las botas de vuelta». «Lo que no quieres es implicarte,
cobardón». El insultado se acerca a la mujer y le tiende los calcetines. Le
sueltan un brazo para que los recoja y luego el otro para que se siente en una
piedra a colocárselos. Calla. Ulula por ella una lechuza desde el centro
invisible de la noche. Avanzan por una senda escarpada que asciende al risco
que domina el valle. Abril tiende una colcha de calma sobre la oscuridad.
Aunque ninguno en la partida tenga la suficiente erudición para saberlo, los libros
anotan el nombre de La Beata Dolores, ciega desde la infancia, como la última
bruja ejecutada. En 1739. Y sesenta y nueve años más tarde la Inquisición fue
abolida. Por Napoleón Bonaparte. «¿Por qué hacéis esto?». musita la mujer casi
sin formar las palabras en los labios, una vez resguardados sus pies en unas
botas de hombre. «Por bruja», clama el guía, «y ahora adelante, que hay que
subir a lo más alto».
«¿Estás seguro de que es por aquí?», se
atreve a preguntar Blasco. «¡Blasco, no te metas donde no te llaman!» es la
única respuesta. El sendero se estrecha, a cada paso más intrincado. Ya no
consiguen los dos guardianes ir uno a cada lado de la mujer. Se impone el
caminar uno tras otro, en fila. Al poco es Matías, que cierra el grupo, quien
sigue dándole vueltas a lo que no entiende. «¿Por qué la has llamado bruja, si
la vamos a despeñar por puta?». Luis se detiene de repente y atravesado por la
furia se gira: «Y qué más dará una cosa que otra, ¿o es que no son lo mismo?».
Se acobarda el esbirro, pero cuando el cabecilla reinicia la marcha se
desabrocha la pelliza, se la quita y la coloca, con precaución para que no
resbale y se caiga, sobre los hombros de la mujer. Noche desangelada, el cielo
nocturno apenas deja ver, entre nubarrones, las lejanas estrellas. Continúan
andando en silencio. La línea de tierra despejada desaparece bajo sus pies, y
las botas de los caminantes tropiezan con ramas, troncos y pedruscos que en la
negrura de la hora se advierten con dificultad. Luis detiene el avance. «Conce,
creo que...». El adalid le corta la frase con un latigazo verbal: «¿Cuántas
veces tengo que repetir que no me llames así, que ese es el nombre de mi madre,
que no el mío?». Blasco titubea: «Siempre, como siempre te hemos llamado,
llamado así». Matías resopla: «Estoy cansado, hace frío». «Si no te hubieras
quitado la pelliza, valiente gilipollas». Y añade el dirigente: «Este es el
camino cierto, estoy seguro, pero de repente ha desaparecido. ¿Qué demonios ha
pasado? Ves cómo era una bruja, acaba de hacer un hechizo en nuestras narices.
¿Y si la despeñamos aquí mismo, en esta espesura?». Blasco mira a Matías y
este, en voz tenue, repone: «Si no hay ningún peñasco por aquí».
La mujer ha dejado de gemir. Se
concentra en mantener las fuerzas para no desmoronarse y en asegurar cada paso
en mitad de la maleza por temor a que si cae herida la abandonen a los animales
salvajes en mitad de la sierra. La senda ha desaparecido hace tiempo y el risco
hacia el que se encaminan no aparece por ninguna parte. El bosque se presenta
cada vez más tupido y ni siquiera ya cuentan con la compañía fugaz de la luna.
Los tres hombres avanzan por inercia, sumidos en un desconcierto que atribuyen
a la hora y al cansancio. «Si no es el risco, por aquí hay un barranco que para
lo que lo necesitamos, nos va a servir lo mismo», afirma Luis, el Conce más
pequeño de los hijos del alcalde, al que en el pueblo llaman con el nombre de
su mujer. Sabe que su madera de líder le obliga a mantenerse impertérrito en
sus opiniones. Solo lamenta haber permitido que el gallina de Tomás se quedará
atrás por dejarle las botas a la bruja. O no haberle dado un bofetón al blando
de Matías por quitarse la pelliza que ahora la arropa. «Si no hay risco, habrá
barranco», se chilla a sí mismo por convencerse. A escasa distancia, escuchan
un rezongar entre la fronda que no se ve. «Un jabalí», anuncia Blasco. La mujer
se detiene, aterrorizada. Matías la sujeta por los hombros: «Ca, nada de
ponerte miedosa ahora, aquí estamos nosotros para defenderte».
El Conce no sabe si sacar la navaja y cortarle el cuello a los tres que le siguen o clavársela a sí mismo, pero lo que no duda ya es que la situación se lo exige. Echa mano al interior de la faja y la extrae. Con parsimonia la despliega. A la palidez repentina de la madrugada, el metal brilla. Y vuelve a brillar la luna, ahora en el claro donde se han detenido. El jabalí se mueve, también cauteloso, entre las matas. «Esta me pide sangre», clama el Conce menor de los Conce. Matías da un paso adelante para situarse delante de la mujer, frente al agresor. Se arranca el pasamontañas: «Por puta se puede despeñar a una mujer, lo dicen todas las escrituras, pero por bruja ni hablar. Por bruja no se le puede tocar ni un pelo. Antes tendrás que pisar mis huesos. Mi abuela era bruja. Les vendía potingues y les hacía remiendos a las jóvenes y conocía todos los secretos y jamás un guardia le arrancó ninguno. Más valiente que un varón, no hubo mujer así en el pueblo. Estamos en 1904 y en 1904 ya no se despeñan brujas». «¿Y tú Blasco, qué opinas?». Blasco se desata el pañuelo del pescuezo y lo anuda en el cuello de la mujer sin decir nada. Luis el Conce clama hacia la luz naciente, que ilumina ya su espalda: «Pandilla de blandos» y sigue adelante por el sendero que no existe. Los dos hombres y la mujer se dan la vuelta cabizbajos, en silencio, para desandar el camino, ahora que se ve dónde se pisa. Y el jabalí entiende que son horas de regresar a su guarida.

