El
Báltico es una losa de sílice que quema los pies si se camina por encima, dice
Edith nada más detenerse frente a la playa de Raivola. Hagar contempla el mar
abierto junto a su amiga. En Gustavs, ahora recuerda el pueblo donde nació, da
la impresión de que de islote en islote se pueda ir saltando a Estocolmo, nunca
he estado en Estocolomo, ¿y tú Edith? Ambas se hablan en sueco. Conozco bien los
hospitales suizos, son grandes, el aire no consigue nunca embolsarse en sus
ventilados corredores, techos altos, grandes ventanales, uniformes blancos,
tenía solo diecinueve años y ya arrastraba una sentencia, tuberculosis, pero
este año, cuando florezcan los abedules, cumpliré veintisiete años, me parece
un milagro. Hasta septiembre tuve veinticuatro años, replica Hagar. Vaya, tú te
quitas años y yo me los pongo. Será porque tienes complejo de ser la mayor de
las dos. ¿Tú crees?, solo he nacido un año antes que tú. Somos hermanas, Edith
Södergran.
La escasa luz de la mañana de febrero
en la que caminan hasta el mar se consume a gran velocidad. Nubarrones oscuros
vagan por el este, como ejércitos desplazados desde la costa rusa. Tal vez
pronto vuelva a nevar. Te dije que podíamos haber ido al lago, está en el mismo
Raivola, no hay que caminar tanto. Pero tú, Edith, vienes con frecuencia aquí,
a esta playa pedregosa y solitaria, y te sientas a escribir, cuántas veces me
lo has contando en tus cartas. No en febrero. Ah, pero yo quería ver el lugar
de donde manan tus poemas, Edith. ¿Este mar de silicio es lo que querías
conocer?, ¿este cielo que parece un yacimiento de carbón colocado bocabajo?
Desde Gustavs, de niña, me imaginaba el Báltico como un mar de juguete. Hay
islotes donde apenas cabe una persona tumbada, sobre uno próximo a la costa le
pedí a mi abuelo que me llevara en barca y me dejara allí después de haber
construido una casa de muñecas. Todo lo que cuentas es como si lo recordara de
mi propia infancia, somos idénticas, Hagar Olsson.
Es cierto, habitamos las dos solas una
misma isla en el océano de la literatura. Entonces, Hagar, ¿explícame por qué
demonios has tenido que escribir esos comentarios admirables y detestables al
mismo tiempo?, la verdad, ahora no sé si estar molesta o agradecida, quizá
hubiera preferido que solo existieran las opiniones execrables y así tener
claros los argumentos para odiar tu reseña. He viajado hasta Raivola para
conocerte, Edith, y he caminado sobre la nieve hasta este pedregal aislado solo
para ver con mis propios ojos la fuente de tus poemas, ¿no es cierto? Lo es, y,
créeme, soy feliz de haberte abrazado y de acompañarte hasta mi lugar más
secreto, las dos cogidas del brazo, como dos compañeras de colegio ya inseparables.
Edith, la poesía es un don sagrado que nos excede a ti y a mí, las dos nos debemos por entero a ella, pero nosotras no podremos poseerla nunca, allá donde queramos abrazarla, se deshará en nada como una nube tras la tormenta, no alcanzaremos a ser ni siquiera la esposa ante el despótico marido, la que posee al menos la evidencia de su terror y el patrimonio de su odio, se lo deberemos todo y la poesía no nos restituirá nada de lo que le entregamos, tus poemas de septiembre, aquellos que, sin saberlo, escribiste para celebrar mi aniversario, me hicieron morir y vivir al mismo tiempo; morir como quien lo desea cuando se ve a sí misma al descubierto y vivir como quien descubre la vida que se había negado a ver hasta aquel momento, por eso quise que al leer mi lectura de tu libro, no la escribí para ningún otro lector de la revista, sintieras tú lo mismo que había sentido yo al leerlo, tirria y pasión hacia ti, la autora de mi gozo y de mi penuria, enteramente fundidas.