CARTAS AL s XX | 19 de febrero de 1919, miércoles. Encuentro en Raivola


El Báltico es una losa de sílice que quema los pies si se camina por encima, dice Edith nada más detenerse frente a la playa de Raivola. Hagar contempla el mar abierto junto a su amiga. En Gustavs, ahora recuerda el pueblo donde nació, da la impresión de que de islote en islote se pueda ir saltando a Estocolmo, nunca he estado en Estocolomo, ¿y tú Edith? Ambas se hablan en sueco. Conozco bien los hospitales suizos, son grandes, el aire no consigue nunca embolsarse en sus ventilados corredores, techos altos, grandes ventanales, uniformes blancos, tenía solo diecinueve años y ya arrastraba una sentencia, tuberculosis, pero este año, cuando florezcan los abedules, cumpliré veintisiete años, me parece un milagro. Hasta septiembre tuve veinticuatro años, replica Hagar. Vaya, tú te quitas años y yo me los pongo. Será porque tienes complejo de ser la mayor de las dos. ¿Tú crees?, solo he nacido un año antes que tú. Somos hermanas, Edith Södergran.

La escasa luz de la mañana de febrero en la que caminan hasta el mar se consume a gran velocidad. Nubarrones oscuros vagan por el este, como ejércitos desplazados desde la costa rusa. Tal vez pronto vuelva a nevar. Te dije que podíamos haber ido al lago, está en el mismo Raivola, no hay que caminar tanto. Pero tú, Edith, vienes con frecuencia aquí, a esta playa pedregosa y solitaria, y te sientas a escribir, cuántas veces me lo has contando en tus cartas. No en febrero. Ah, pero yo quería ver el lugar de donde manan tus poemas, Edith. ¿Este mar de silicio es lo que querías conocer?, ¿este cielo que parece un yacimiento de carbón colocado bocabajo? Desde Gustavs, de niña, me imaginaba el Báltico como un mar de juguete. Hay islotes donde apenas cabe una persona tumbada, sobre uno próximo a la costa le pedí a mi abuelo que me llevara en barca y me dejara allí después de haber construido una casa de muñecas. Todo lo que cuentas es como si lo recordara de mi propia infancia, somos idénticas, Hagar Olsson.

Es cierto, habitamos las dos solas una misma isla en el océano de la literatura. Entonces, Hagar, ¿explícame por qué demonios has tenido que escribir esos comentarios admirables y detestables al mismo tiempo?, la verdad, ahora no sé si estar molesta o agradecida, quizá hubiera preferido que solo existieran las opiniones execrables y así tener claros los argumentos para odiar tu reseña. He viajado hasta Raivola para conocerte, Edith, y he caminado sobre la nieve hasta este pedregal aislado solo para ver con mis propios ojos la fuente de tus poemas, ¿no es cierto? Lo es, y, créeme, soy feliz de haberte abrazado y de acompañarte hasta mi lugar más secreto, las dos cogidas del brazo, como dos compañeras de colegio ya inseparables.

Edith, la poesía es un don sagrado que nos excede a ti y a mí, las dos nos debemos por entero a ella, pero nosotras no podremos poseerla nunca, allá donde queramos abrazarla, se deshará en nada como una nube tras la tormenta, no alcanzaremos a ser ni siquiera la esposa ante el despótico marido, la que posee al menos la evidencia de su terror y el patrimonio de su odio, se lo deberemos todo y la poesía no nos restituirá nada de lo que le entregamos, tus poemas de septiembre, aquellos que, sin saberlo, escribiste para celebrar mi aniversario, me hicieron morir y vivir al mismo tiempo; morir como quien lo desea cuando se ve a sí misma al descubierto y vivir como quien descubre la vida que se había negado a ver hasta aquel momento, por eso quise que al leer mi lectura de tu libro, no la escribí para ningún otro lector de la revista, sintieras tú lo mismo que había sentido yo al leerlo, tirria y pasión hacia ti, la autora de mi gozo y de mi penuria, enteramente fundidas.