Lunes de agosto en un pueblo de
la meseta. El cielo despejado, los caminos polvorientos. En la cuadra relincha
el mulo, inquieto. Se arrellana en el ambiente el sopor de un día caluroso.
Como no lleva la cuenta, nadie sabe que puede dar a luz aquel día. Ni siquiera
ella, Celedonia. Rompe aguas y tras una voz, la mayor de las hijas sale de la
casa a toda prisa en busca de la mujer que hace las veces de comadrona. El
nombre de la niña que se apresura es Concepción, pero todos la llaman Conce. Veo
la puerta por donde sale, vestida aún con una bata de andar por casa y
zapatillas de esparto. Es una puerta de dos hojas. La superior, siempre
abierta. Por ella se asoma quien quiera algo de los habitantes y vocea sus
nombres. La inferior, solo atrancada. Por la gatera entran y salen los animales
de la casa. Conce tiene los ojos claros y el pelo también clarea. Va corriendo
que se la llevan los diablos. Que no sea por ella. La calle traza un
semicírculo. Acompaña la curvatura de la antigua muralla, en un extremo de la
población. La pared que cierra el patio de la casa es parte de este muro. Tiene
la anchura de un carro pequeño. La leyenda repite que la Reina se paseaba al
anochecer por toda la muralla. Cuando, años más tarde, juegue de niño en ese
patio también la habré visto, en mis fantasmagorías, pasar. Cuando tuve edad de
plantearme qué reina era aquella Reina, ya no paraba en casa. Al otro lado
quedan las eras y los senderos que conducen a las tierras. Una vecina ha
entrado. Pone de inmediato, sin que nadie se lo pida, agua a hervir en un
caldero grande. Va a ser el cuarto parto de la madre, Celedonia, que ya no es
joven, ha cumplido treinta años, pero solo será el tercer hijo vivo, porque el
segundo, un varón, murió pronto. Le preceden dos niñas. Clemente, el padre,
sabe que le toca, por fin, el niño que tanto anhela. Los campos necesitan
manos. Lo repite a todas horas, como para tratar de sobornar al destino. Un
llanto rompe la calma de la tarde. Le sigue un grito, ¡es una niña!
La
hoja inferior de la puerta se queda sin atrancar tras la fuerza del portazo con
el que Clemente se despide de la noticia que acaba de recibir. Para qué querrá
él otra niña, si ya tiene dos y con una que cuide la casa le basta. La casa
tiene una planta. Abajo, el zaguán, la cocina, las cuadras y el patio; arriba,
las habitaciones. Una grande, con dos alcobas, con ventana a la calle, y dos cuartos
menores detrás, abiertos al patio. En la casa de enfrente viven los padres de
la parturienta, aún con una hija adolescente, hermana de Celedonia. La recién
nacida está ahora en las manos de la abuela. La madre debería permanecer en
cama, pero está en la cocina, dirigiendo las tareas del día. El cura les ha
dicho que su chica ha nacido en la festividad de San Bartolomé. Bartolomea es
un nombre que no acaba de gustarles, pero será lo que monseñor diga. Al día
siguiente pasa de nuevo por la calle que recorre la antigua muralla. Ya se ha
estudiado el santoral. El 24 de agosto es también el día de Santa Áurea de
Ostia, mártir italiana del siglo III. No es una santa con tradición, pero Áurea
suena mejor para una niña. Bartolomé era muy buen nombre, musita Clemente,
todavía dándole vueltas al designio del nacimiento. Estos curas, dice para sí,
nunca cumplen.
Aún
faltan treinta años para que me toque nacer a mí, y, sin embargo, creo que la
del 24 de agosto de 1930 es una fecha decisiva para que mi existencia se
consolidara en un presente. Por eso la recuerdo.