14 de agosto, jueves | Generaciones: un tornillo con la rosca dañada



Veo en los Encantes un ejemplar, ni siquiera maltratado, de Las generaciones en la historia, volumen donde Pedro Laín Entralgo desarrolla la idea orteguiana de que la historia en época contemporánea se vive por períodos que cambian al ritmo en el que se suceden las generaciones. Hace unos años hubiera brincado con el descubrimiento, porque es el volumen que me falta de todos cuantos generó el asunto. Pero en lugar de pedir un precio, lo dejo en el lugar donde lo encuentro. Sé que ya no lo voy a leer. Y cada vez le veo menos sentido a aquello que se llamaba «biblioteca personal». Coincide este encuentro fortuito con la lectura de un ensayo donde el autor, que relaciona escritores en el siglo XX, se excusa por no usar la nomenclatura generacional y directamente distribuir las relaciones entre las décadas. Me parece correcta su decisión, porque el concepto «generación» padece desde su origen una confusión entre dos realidades diferentes que resulta imposible separar en el pensamiento común, la de «grupo literario generacional» y la de «generación histórica». Por muchos esfuerzos de explicación que se hayan impartido, no se ha conseguido que nadie en la práctica los distinga.

    Lo sé porque en diversos lugares me he esforzado yo mismo por explicarlo, incluso por dotar a las generaciones literarias de una nomeclatura esclarecedora: con un proceso histórico central, y una vertiente lateral o marginal (que puede ser de margen geográfico, sociológico o estético) e incluso una historia oculta que puede aflorar tiempo después, para concluir que en una generación histórica se ha de contar, si se habla de literatura, con todos los escritores nacidos en sus fronteras de edad, aunque nunca hayan salido en las fotos. Da igual. Cualquiera que trate este asunto se arma tal lío que lo más sensato es que lo olvide y empaquete los autores como le venga en gana.

    Eso es lo que pensaba hasta hace poco. Pero la desatenta atención con la que sigo cuanto ocurre en los medios intelectuales, me avisa de que el problema generacional ha rebasado otra línea roja que no veo que nadie advirtiera. O tal vez sí. Francis Fukuyama se hizo famoso en 1989 anunciando El fin de la historia. Más o menos todo el mundo se burló de la idea, pero quizá no fuera tan desafortunada, puesto que al poco tiempo desapareció, y lo ha hecho para siempre, la «Historia» como materia en los estudios de primaria y de secundaria. Y de no pocos estudios universitarios, como por ejemplo, en Políticas. Pero mi preocupación va más allá. ¿Y si fuera cierto que ha desaparecido la «historia» como concepción del tiempo en el que se vive? Es decir, como una idea de la vida que implica un devenir de períodos, en siglos anteriores, y una sucesión de generaciones, en los más recientes, que han trenzado el modo cómo se vive el presente. De mi juventud recuerdo como normal implicar en cualquier idea que se barajara el pasado. Y mucho más en los ámbitos literarios, donde una de cada cuatro nociones utilizadas hacía referencia a la sucesión de los períodos o la de las generaciones. Por eso me dediqué a estudiar este asunto, aunque nunca leyera el libro de Laín Entralgo, que ahora tampoco voy a leer.

    No sé si la historia ha desaparecido como elemento constitutivo de la contemporaneidad, no forma parte de mis preocupaciones. Pero sí me intranquiliza un comportamiento intelectual que detecto cada vez con más frecuencia: el adanismo. Quien escribe hoy un libro, se considera el primer escritor de la historia, que de repente renace, ahora sí, para contemplar su nombre. Aunque tampoco este parece un problema serio. Siempre ha abundado el pensamiento trivial. Lo que me inquieta es, precisamente, que hace tiempo que no detecto en ninguna parte la confusión entre Generación y generaciones. De ahí que el ensayo que acabo de leer, donde el autor se excusaba por no usar esa terminología, me enterneciera tanto. Ya nadie se confunde. Tanto que me he peleado con esos conceptos. Ahora son materia de venta en los Encantes intelectuales. El pasado ha dejado de ser una conversación que hilar con el presente. Lo que no se ha convertido ya en una marca, inexiste (pido disculpas por concluir con una palabra que no existe, como la generación de su autor, y en ella, su autor).


4 de agosto, lunes | DESNUDEZ


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LYN COFFIN 

Indecisa si salir o quedarme, me asomo a la ventana para que la calle me aconseje. Veo llover con repiqueteo de jornada laboral de minero en tiempos anteriores a cualquier regulación. El cielo, un techo de mina de carbón. Dejo vagar la vista frente a los cristales por si hallan inspiración. Y de repente, la encuentran. Enfrente, en la antigua fábrica de enormes ventanales que utilizan como taller grupos teatrales y también, de vez en cuando, algún artista sin nombre acreditado, me despierta de la abulia una pintora. Como las antiguas. Frente a un lienzo montado sobre un caballete. Hay partes aún en blanco y otras con esbozos trazados a carboncillo. Usa como paleta lo que parece, desde mi punto de observación, la tapa de un cubo comunitario de basuras. El resto, sin embargo, cuadra a la perfección con lo que recuerdo de lo que era un pintor.

Me detengo a observar lo que aparece ya coloreado en el triángulo superior del lienzo. Una cabeza, aún sin rostro, apenas alguna sombra donde irán ojos, nariz y boca, y un cuerpo de hombre con el pecho al descubierto, o por lo menos la mitad que ya tiene asignado color y detalles. Entre estos creo distinguir, desde la distancia, un pezón y alrededor lo que parece abundante vello pectoral. Y si fijo la vista en los garabatos del carboncillo que han de guiar la pintura, no me cuesta intuir los atributos de un cuerpo desnudo. Mi mirada salta de inmediato a la pintora. No la conozco ni la he visto antes en esta estancia donde suelen trabajar jóvenes tumbados con un ordenador portátil en el suelo. No es una mujer joven. Mediana edad. El cabello envuelto en un pañuelo, cubierta con una bata larga, como de estar por casa, llena de manchas de pintura. Entre ella y yo, la lluvia insiste. Ambas, pienso, estamos, sin embargo, protegidas de la inclemencia. Ella por su dedicación y yo por mi curiosidad.

El silbido de la cafetera a punto de achicharrar mi desayuno resquebraja el idilio entre artista y admiradora. Corro a salvarla del fuego, pero no lo apago. Coloco en su lugar la plancha de tostar el pan y encima un par de rebanadas. Vierto el café en una taza y lo aclaro con unas gotas de leche. Corto un pedazo de longaniza y me siento. Aunque al instante he de volver a levantarme para apagar la cocina y retirar las tostadas. Con una en la mano, la imagen que he estado contemplando me reclama. Hacia ella me encamino y allí me planto de nuevo. Al morder la tostada, sin pensar en los movimientos que estoy haciendo, se desprende ante mí una lluvia ahora interior, pero casi tan intensa como la exterior, de migas. Algunas se prenden en la cortina, otras se arremolinan a mis pies, en las baldosas. Entonces, en lugar de mirar afuera, me observo en el reflejo del cristal y la imagen que me devuelve, de pronto, me ridiculiza ante mí misma.

Después del desayuno, como la lluvia insiste en apropiarse del día, enciendo el ordenador y dejo que sea él quien me ordene en qué ocupar el tiempo. ¿Cuánto? No sabría contarlo sin mirar el reloj, pero en cierto momento, la evocación de la pintora que va vistiendo la figura masculina con su propia desnudez regresa a mi pensamiento. Acabo ágil la tarea que me tenía entretenida, por darle un sesgo menos impulsivo al impulso, y, sigilosa, me acerco a la ventana. Llueve. Pero enfrente, en el taller, el lienzo ha avanzado. Ahora resuelve la pierna que corresponde a la mitad del pecho que ya había visto coloreada. Un muslo atlético, una rodilla rotunda, espinilla y arranque del empeine firmemente asentados en el blanco de la tela. No me había dado cuenta, en una primera observación, que no son estas las únicas novedades de este rato. La pintora ha decidido ya la mirada de su figura y en el óvalo vertical del rostro ha resaltado los ojos y ha precisado su dirección. Hacia mí. Tanto que, como gesto reflejo, nada más observarlo, doy un respingo para ocultarme detrás de la cortina. Asustada. Descubierta de lleno en una falta.

Nunca he sentido mala conciencia de mirar por la ventana. En la vieja fábrica ensayan grupos de teatro, trabajan artistas plásticos y se realizan múltiples actividades a las que asisto a diario como si estuviera sentada en una butaca de platea. Tampoco me agazapo. A veces me ven mirarles y raro es que no me sonrían e incluso me saluden. Me conciben como un anticipo del público que desean para sus obras. Por eso me sorprende doblemente sentirme espía, primero porque no es lo habitual, después porque tampoco es una persona la que me ve mirar, sino una pintura. Aun así, el susto permanece, como la lluvia, en el rincón donde me refugio, entre la cortina y la pared de la sala. Puedo pensar que lo que ocurre a continuación es algo que he meditado, pero no es cierto, la inquietud me impide razonar. Es solo otro impulso que se me impone de inmediato. Empiezo a desabrocharme la blusa que uso para estar en casa. Me bajo el pantalón de pijama, me quito las prendas íntimas, los calcetines, me descalzo y así, tan desnuda como la pintura, me brindo a su mirada desde el centro de la ventana. El hombre desnudo medio pintado continúa con los ojos fijos sobre mí, pero ya su deseo no me asusta. Al contrario, siento una intensa excitación, desconocida, a lo largo de todo mi cuerpo desnudo. Arrebatado. Dispuesto a la entrega.

[Cuaderno de ficciones, página 31]