CARTAS AL s XX | 1 de enero de 1901, martes. Lo que así empieza


Para el día de Año Nuevo del nuevo siglo, insisten, hay que preparar algo. Tengo quince años y me da igual no hacer nada. Mi universo se limita a tres edificios lejos de todas partes, aislados en el trazado inexistente de una calle como tres dientes residuales en la boca de un vagabundo. Mis amigos, ninguno de mi edad. Todos mayores. Sus propósitos, un crucigrama que voy rellenando día a día. Las chicas son lo más importante para ellos, pero nunca hablan con ninguna. A mí me aburre pensar tanto en lo que no existe. Prefiero jugar a fútbol, un deporte nuevo. Pero solo tenemos, en nuestra calle de ninguna parte, un equipo, y hay que partirlo para poder disputar un partido. Lo más peliagudo es quién se queda con el portero, porque solo disponemos de uno que consiga, aunque solo sea de vez en cuando, parar un balón que le chuten. ¿Quién?

         Tampoco es que este Año Nuevo sea el definitivo. Para unos, ya se ha cumplido la celebración inaugural doce meses antes, en 1900. El nueve imponía mucho entonces. Pero he leído una lección de matemáticas, no muchas más, donde explica que el año cero, como su nombre indica, no existe, y que el cien es el número cien de una serie de cien. Luego el 1900 es el cien del siglo diecinueve. Y el primer día del siglo XX, hoy, este Año Nuevo. Aun así, hay cabezas donde no entra el concepto. Mis amigos del barrio se han apuntado a la teoría por el lado de la fiesta, y eso me complica la jornada, porque yo lo hubiera pasado de muerte, como solemos hacer en festivo, enfrentándonos los once que somos a otro barrio del más allá. ¿Del más allá de dónde?

          Llego el primero y los demás van apareciendo de uno en uno. Vestidos de domingo. He colocado cinco sillas alrededor de una mesa en la taberna y solo hay que añadir una. Los seis viajes que hace el camarero, bueno, en realidad siete, porque uno repite vaso. No siempre los trajes que lucen se ajustan a las medidas de mis amigos. Las madres han tratado de disimularlo, cogiendo telas o ensanchándolas, en prendas heredadas, y ya de otro siglo. El único que se ha puesto unos pantalones de tela compatibles con un revolcón por la arena soy yo, soñando con un buen partido. Los demás, de punta en blanco, están más callados que de costumbre. Urden algo. Pero no sueltan prenda. Se levantan los cinco al unísono y les sigo por inercia. El siglo empieza como se ha acabado el anterior, pienso, dejándome igual de solitario. El camino hasta la población es largo. Huertos, algún redil, maleza casi por todas partes a la espera de futuras calles que existen no se sabe en la cabeza de quién. Alcanzar las obras del tranvía significa que ya estamos cerca. ¿De qué destino?

         No sé dónde vamos, pero mis compinches sí. No dudan al girar hacia una calle estrecha en lugar de seguir rectos hacia la plaza. Se detienen frente a un portal cualquiera de un edificio casi en ruinas. Es un callejón sucio y sombrío. Un bebé llora en algún piso. Una pareja discute en otro. Lo puedo oír todo por el silencio en el que hemos ido y en el que mis camaradas continúan. Ahora cuchichean. Decretan colecta. Una peseta por cabeza. Es mi capital para todo el mes, pero la tengo. Viaja en el bolsillo abotonado de mi pantalón de tela recia. ¿Una peseta, para qué?

El mayor del grupo, saca un montón de palillos, de los que usa para escarbar entre los dientes y pasear en los labios. Parte uno por la mitad. Alinea el resto en su mano, con el puño cerrado. Mis amigos van extrayéndolos de ahí. Cada cual, uno. Los que van saliendo, palillos enteros. «No puede ser, ¡le ha tocado al churumbel!» oigo gritar cuando veo el palillo partido en mi mano. Discuten. «Volvemos a empezar», sugieren varios. Pero se impone sobre estos deseos un criterio de realidad: «También ha puesto su peseta». «Es que la tarifa son siete, y si no, no alcanzamos», oigo un lamento a mi lado. ¿Alcanzamos a qué?

         «Claro que subimos todos, faltaría más», se impone el que hace las veces de capitán de nuestro equipo. «Y le ayudamos a elegir. Al menos que nos gratifiquen la vista. Que una peseta es una peseta». Sin entenderlo aún, voy comprendiendo. Este año cumpliré dieciséis. Ya seré un hombre. Si hay una guerra me darán un uniforme azul con botones dorados y un fusil. La verdad es que no me atrevía a pensarlo, pero ya imaginaba cómo sería mi primera vez. Y hasta tengo candidata. La nieta de doña Julia. Viene con su familia a verla con frecuencia. Si me cruzo con ella en la escalera, me sonríe. Entonces le hago una leve genuflexión y se ríe. No sé si eso será amor, pero cada vez que ocurre siento un cosquilleo por todo el cuerpo y los ojos que se van de su órbita. Era mi favorita para la primera vez, y la segunda, y la tercera… Y ya no podrá ser porque elegirán para mi estreno la que les gustaría a ellos. Los rasgos opuestos, seguro, a la encantadora nieta de doña Julia. ¿Por qué me meto donde no me llaman? ¡Qué siglo me espera!

20 de junio, jueves. Jardín de aforismos


Está ahí desde hace ni se sabe cuánto tiempo, sin embargo, de la luz solar solo hemos aprendido a desarrollar trópicos.

*

Aún se ignora qué lección de vida nos ha proporcionado la civilización azteca.

*

La fe en la ciencia reconforta tanto como la obligación de que los yogures anuncien su fecha de caducidad.

*

Antiguamente los artistas trabajaban en una obra, ahora lo hacen en una pieza. La lucidez deslumbra ahí donde no se la espera.

*

No siempre se ha comprendido el mensaje secreto de la impaciencia que ocasiona las guerras. Su designio, que se anhela por ser inapelable, se demora durante extensos períodos de tiempo.

*

La indiferencia, que suele ser lo más despreciable de una identidad que la posea, es, al cabo, lo único que la puede salvar.

*

A veces creo que se le otorga demasiada importancia a quien solo se expresaba a través del ding-dong, luego aprendió a decir también tic-tac, y ahora incluso sabe permanecer perfectamente mudo.

12 de junio, miércoles. Amar la fotografía


Retrato de noviaobra de un fotógrafo anónimo, posiblemente realizado en Madrid hacia 1925.



Una pequeña editorial madrileña ha puesto en práctica este invierno la buena idea de presentar en público los libros que publicó en 2020 y 2021, y que el confinamiento, primero, y las medidas por la pandemia, después, le impidieron celebrar con normalidad. Bajo el mismo designio inicio el comentario de Carrete del 36 (2021), un libro publicado en la época más propicia para pasar injustamente desapercibido.

Es frecuente ilustrar con fotografías los textos literarios. El propio Fernando Castillo (1953) había incluido una pequeña colección de sugerentes imágenes para acompañar el recorrido memorialista del viajero en su Atlas personal (Renacimiento, Sevilla, 2019)Lo que le proporciona singularidad a Carrete de 36 es que invierte esta inercia ilustrativa de la foto, que en este volumen se convierte en la única protagonista, acompañada por un pequeño ensayo que la ilustra. El título no puede ser más elocuente al aludir a las treinta y seis fotos que se obtenían de un carrete cuando el fotógrafo lo extraía de la cámara después de treinta y seis disparos. El mismo número que en el presente volumen conforma un interesante y particular antología de fotografías del siglo XX —la más antigua es de 1903, la más reciente, del 2000— donde, lo primero que llama la atención es la ausencia de las fotos icónicas de la época, contrariedad que el ensayista irá resolviendo poco a poco, al paso que demuestra la cantidad de obras maestras del siglo que le dio madurez y carácter a la fotografía que están a la espera de ser reivindicadas como tales.

Carrete del 36 es, en primer término, una amena historia ahistórica de la fotografía, es decir, el autor no sitúa las obras en ninguna cronología, de hecho, resulta significativo que haya renunciado a cualquier orden cronológico o de acontecimientos a la hora de mostrarlas: a una pieza de 1943 le sigue una de 1930 y a esta una de 1950, y así sucesivamente. De esta manera cada imagen aparece implicada en su propio contexto histórico, social y artístico. El libro no es un recorrido ferroviario de momentos y evoluciones, sino un conjunto de 36 viajes singulares, cada uno al interior de una imagen. Así, junto al interés del conjunto de la obra, destacan algunos pequeños ensayos memorables, unos porque explican de modo brillante el sentido profundo y humanístico de la obra de fotógrafos no siempre muy conocidos, como los dedicados a Giuseppe Cavalli, a Bernard Plossu o a Horácio Novais. O porque incluyen en esta historia no oficial de la fotografía piezas que son a veces la única prueba de oscuros episodios históricos que parecen extraídos de una novela de espionaje, como la vista del Bajo Manhattan tomada desde un submarino alemán en plena Guerra Mundial.

En segundo lugar, Carrete del 36 es una reflexión sobre los acontecimientos esenciales del siglo XX y también sobre sus giros y evoluciones artísticas, que se han descrito ya a través de los documentos, de la literatura y de las obras de arte, ahora contados desde la evocación fotográfica. Hechos trascendentes, como guerras y posguerras; pensamientos radicales, como los derivados de las vanguardias o de los realismos, plasmados ahora en las instantáneas del momento. El protagonismo de lo fotográfico es el punto de vista dominante, el narrador de los acontecimientos y la justificación de los datos, y este aspecto resulta revelador incluso cuando se trata asuntos bien conocidos. La lectura del libro demuestra que la fotografía no es un elemento circunstancial de la sensibilidad artística en el siglo XX, sino un actor más en pie de igualdad con las otras disciplinas heredadas de la tradición, sobre todo por su voraz capacidad de crear formas de mirar inéditas.

En tercer lugar, es una guía para descubrir fotógrafos, un campo de una feracidad inusitada que oculta no pocas sorpresas. Ya sea por ámbitos geográficos: húngaros, alemanes, franceses, italianos, españoles… O por ciudades emblemáticas: de París, de Nueva York, de Nápoles… O por géneros fotográficos: fotoperiodistas, documentalistas, líricos, metafísicos…  O por corrientes artísticas: subjetivos, neorrealistas, de la Nueva Visión… Incluso por predilecciones temáticas: fotógrafos de la ciudad, de la noche… Y es también Carrete del 36 un compendio excepcional de comentarios de la imagen fotográfica. Igual que la disciplina del comentario de texto consiguió darle a la comprensión literaria general una profundidad desconocida por las panorámicas generalistas, Fernando Castillo, sin proponérselo, culmina una precisa guía para indagar en los secretos de las fotos cuando se las observa con detenimiento en su singularidad.

Esta secuencia de virtudes, que podría fácilmente ampliarse, no agota los intereses que despierta el volumen. Y entre estos destacan las seis placas cuyos autores son desconocidos. Una es la foto de Nueva York realizada posiblemente a través del periscopio de un submarino alemán, pero el resto son obras de fotógrafos «anónimos», en un auténtico homenaje a la práctica del oficio durante todo el siglo XX. En especial a la de aquellos fotógrafos ambulantes que se ganaban la vida por las calles, o de quienes acudía a inmortalizar pequeños festejos privados. En ambos casos no solo ofrecían el objetivo de la cámara que utilizaban, sino también, en ocasiones, sus excelsos conocimientos que iban más allá de los meramente profesionales y apuntaban a un claro aliento artístico, como las que Fernando Castillo incluye en el volumen, entre las firmadas por los grandes fotógrafos del siglo, captadas en el exterior de un taller metalúrgico francés, en una bodega andaluza o frente a la belleza inquietante de una novia madrileña el día de su boda. Incluso a partir de una de estas fotografías, disparada por un amateur, se puede intuir y descubrir instantes de la intrahistoria que la Historia de los acontecimientos suele pasar por alto, como ilustra la pieza de los republicanos españoles paseando por el París recién liberado por ellos. Además de un libro, Carrete de 36 es una auténtica declaración de amor a la fotografía.

Publicado en Cao Cultura el 17 de mayo de 2024. ENLACE.


7 de junio, viernes. Un fotógrafo en el desierto


El ronroneo del motor de la vieja furgoneta se ha convertido en la banda sonora de mi existencia. Temo apagarlo y que nunca más arranque. Su tembleque, una manera de respirar. Así he viajado hasta el confín del estado, primero por autopistas que le alejan a uno de la ciudad, luego por cuidadas vías nacionales; después, un desvío hacia una humilde carretera comarcal y, ahora, este camino sin ninguna indicación de destino que me ha traído a este lugar, que es como cualquier otro.  Cuando el motor exhala un gemido y se detiene, tras darle media vuelta a la llave de contacto, me incomoda el silencio que se impone alrededor. Como quien se cuela en una fiesta sin que nadie le haya invitado.

         Me entretengo, por eso, dentro de la cabina. No he de molestarme mucho en comprobar que no hay nadie en varios kilómetros alrededor. Los que llevo en el camino de arena, cada vez más tortuoso. Nadie, humano. Zorros, lagartos, coyotes, linces, por supuesto. Es posible que alguna tortuga se acerque también a husmear las sobras de la comida cuando la deje sobre una piedra. No cuento los insectos, para no nublar el día tan hermoso que hace. El sol en lo más alto del mediodía y un cielo azul contra el que cualquier mata de ocotillo se convierte en la visión de las uñas del diablo cuando asoman desde las profundidades de la tierra.

         Despacio, me quito las zapatillas de conducir y me calzo las botas de montaña. Antes de poner un pie en el suelo ya resuenan los guijarros aplastados por su suela. Estoy ansioso por escuchar esa melodía bajo mis pasos, pero tampoco me atrevo a abrir la portezuela y explorar el espacio que me acoge. No acabo de distinguir la diferencia entre no querer alejarse demasiado de la furgoneta, de momento, y no salir de su protección amniótica. Salto por encima del asiento del conductor y me dejo caer sobre la colchoneta que he extendido en el centro de la parte posterior, a ambos lados, acumuladas, bolsas y cajas con alimentos y utensilios. Rebusco en una de ellas y encuentro enseguida lo que anhelo. Un libro. La luz que cuela la ventanilla se concentra sobre la página por donde lo abro al azar. Y leo. El silencio y la quietud del vehículo me acunan.

         Es el libro que me ha traído hasta aquí. Son las memorias de un mítico fotógrafo del desierto. Reviso las páginas donde habla de las neveras que conservan los rollos de película, sin los cuales no obtendrá ninguna de sus impresionantes imágenes. Durante un tiempo estuve estudiando sus encuadres sobre vistas urbanas. Me levantaba de madrugada para dirigirme a barrios periféricos y poder plantar la cámara en mitad de una avenida vacía y aguardar a que las primeras luces dibujaran delante lo que soñaba captar, aunque siempre se adelantaba el tránsito y antes de que pudiera disparar, ya estaba el espacio infectado de coches. En uno de aquellos días, sin nada con que alimentar el objetivo pese al madrugón, decidí emular los viajes de mi ídolo. E irme al desierto.

         Que está ahí, al otro lado de la ventanilla. Ya no necesito cuidar las películas. Una simple tarjeta de memoria me permite disparar cientos de veces la réflex, que tampoco pesa demasiado. El trípode lo llevo en el macuto, y lo monto al instante. Hasta puedo sacar el móvil y aunque no tenga cobertura, dejar listas un montón de fotos impactantes para enviar a los amigos en cuanto me acerque a una gasolinera para repostar. Todo es mucho más fácil, y, sin embargo, continúo sin atreverme a abandonar la colchoneta, a la que llega la luz, pero ninguna imagen del exterior. Me bastan las líneas tipográficas, que me sé casi de memoria de tantas veces como las he leído, para sentir pleno el instante.

         Ya estoy aquí. Busco en otra bolsa y doy con los bocadillos que me había preparado por si el viaje se alargaba más de lo previsto. Así, tumbado boca arriba, mastico el pan de ciudad y los embutidos del supermercado. Y continúo releyendo las aventuras padecidas por el fotógrafo del desierto. En el desierto también yo. El silencio dentro de la furgoneta, con las ventanillas cerradas, es absoluto. Una cámara acorazada no lo lograría tan perfecto. Solo cuando me muevo, resuenan por debajo muelles y planchas metálicas, pero quieto, estoy donde no recuerdo haber estado nunca: en la ausencia absoluta de ruido. ¿Cómo captar eso con una cámara? Extraigo la mía de su funda y fotografío el techo de la furgoneta. En el visor observo el rectángulo oscuro con algunas raspaduras que lo cruzan en diversos sentidos. No es una pieza despreciable. Mi primera foto en el desierto.

         Sin darme cuenta, el sol ha caído por el oeste y lo veo enrojecer sobre una lejana cordillera. Me asusta pensar que la furgoneta no pueda arrancar su viejo motor y regreso nervioso al asiento del conductor. Introduzco la llave. Le doy media vuelta. Tose, pero no arranca. Siento que mi cabeza va a desmoronarse de un momento a otro. Lo intento de nuevo. Giro. Y el motor le devuelve a mi vida su banda sonora. Me hundo en el asiento, suspiro. Lo he conseguido. Se enciende. Me digo de inmediato, si me apresuro tal vez consiga llegar a la carretera comarcal antes de que anochezca del todo. La idea me propulsa, como una explosión bajo los faldones de un cohete. Y salgo disparado. Tal vez la foto del crepúsculo, de fondo, con una mata de ocotillo en primer plano no fuera una mala idea, aunque tuviera que detener el vehículo y salir al exterior para hacerla. Pero inmediatamente se impone un pensamiento sensato; ya la haría, más adelante, cuando vuelva otra vez al desierto.

[Cuaderno de ficciones, página 18]

1 de junio, sábado. Cumpletextos del Miniaturista


Un sábado de finales de octubre de 2007, caminando por la calle Aviñón, un amigo —entonces, cuando aún era poeta, no ahora, que ya es novelista de éxito y expoeta— me explicó lo que era un «blog», palabra que yo había oído por ahí sin saber aún a qué se refería exactamente. «Es algo donde puedes hacerte publicidad», me dijo, más o menos con estas palabras. «¿Pero también se puede publicar un poema?», quise saber, aún desconcertado. «Claro, lo que quieras, pero no te pagan». «¿Y es difícil hacerlo?», seguí con mi interrogatorio. «¡Qué va, hasta un tonto lo puede manejar!». Aunque parezca mentira, el aprecio que —entonces— le tenía a mi examigo hizo que el entreverado insulto que me dedicó me pasara inadvertido. Es más, que me insuflara voluntad de probarlo. A principios de noviembre abrí mi primer blog. Que era El Visir, pero todavía no se llamaba así.

         Desde el inicio tomé dos decisiones, digamos, estructurales, que se han mantenido hasta hoy. La primera: cada mes publicaría el mismo número de entradas, para ni excederme ni dejarlo morir de inanición verbal. Y segunda: escribiría solo textos de cien palabras. La razón era obvia: así lo pensado para que el blog no interferiría ni con los relatos y novelas a los que en esa época me dedicaba, ni tampoco (ya lo había pensado mejor) quería que se mezclara con los poemas. El blog era otra cosa. De esta condición extraje el nombre: Todo a cien. Con el que funcionó aquel lejano mes de noviembre de 2007. La primera entrada fue una poética. Empecé a contar hasta cien, con números, pero no llegué a escribir el número cien. En diciembre ya me había cansado del título, que solo era un mero chiste. Entré audazmente en la configuración de mi blog y le puse otro nombre: El Visir de Abisinia, como la primera novela que había publicado. Desde entonces hasta hoy, el blog ha recorrido ciento noventa y nueve meses. Junio del 24 será el mes doscientos de vida. Hoy, uno de junio, se publica el texto número dos mil. De hecho, las palabras del blog deberían ser doscientas mil, pero son algunos cientos más, porque durante años publiqué dípticos y trípticos, siempre en bloques separados de cien palabras. Y toda esta matemática, ¿para qué? Pues, puro entretenimiento de matar moscas con el rabo.

         Una tercera decisión, digamos, programática, fue organizar los textos por géneros; lo que, en realidad, era una reivindicación de la lectura en el ámbito de su género literario. En aquella época me asustaba ver que editoriales y librerías preferían potenciar la idea de Autor, en lugar de la de género. Pensaba que eso empobrecía la literatura, porque quien busca a un Autor, solo sale de la librería con un libro bajo el brazo que ya sabe cuál es antes de entrar. Sin embargo, quien busca un género literario, revisa los estantes y las mesas, y suele encontrar un libro imprevisto que descubrir. Establecí catorce géneros, que se han mantenido hasta hoy. Durante años las entradas eran individuales, pero desde más o menos la mitad de su recorrido hacia el presente, ya solo escribo seriaciones de textos, que en general ocupan un mes en completarse. La más extensa será «Cuentos del hada jubilada», que culminará sus nueve temporadas y 99 episodios en septiembre de este año. Será un velado homenaje al primer texto del blog, su poética.