CARTAS AL s XX | Una noche de primavera de 1964. La foto del enigma



Cuentan los biógrafos del fotógrafo Ramon Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos. Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción, sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar. 

Terrassa, 1953. Fotografía de Ramón Masats

     Una fotografía siempre es susceptible de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no. En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista norteamericana Life, insignia del fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos con intensidad de morreo. El título parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento, una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías, la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la quietud del beso.

Fotografías de Robert Doisneau en la revista Life, 1950

         Ninguna de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la época. Hoy sabemos que no fueron fotografías encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento), entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes, fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las fotografías amorosas de Robert Doisneau. 

Seminario de Madrid, 1960. Fotografía de Ramon Masats

El joven soldado catalán que retrataba paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid, 1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.

Verbena, Plaza Mayor, Madrid,1964. Fotografía de Ramon Masats

Los sesenta vistos desde su presente tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid, 1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas, no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen. Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de la fiesta.

         ¿Qué tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera, durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats. El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante, enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?

         Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.

20 de junio, viernes. Jardín de aforismos



Reconozco el itinerario de memoria, pero sigo contando las paradas del autobús para saber dónde he de bajar como si estuviera en una ciudad desconocida.

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Al caminar leo los rótulos de los comercios para encontrar tipografías feas o mal resueltas con las que pelearme.

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Doy un paseo perimetral por el parque, pegado a las rejas para imaginar que estoy dentro de lo que encierra.

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Que la palabra «cita» nombre una frase sapiencial y un encuentro íntimo entre personas desconocidas no puede haber sido fruto de la casualidad.

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Si a las terrazas de los bares las denomináramos «parterres» mejoraría mucho el aspecto fantasioso de la ciudad.

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Que nadie se fije en personas cuyo aspecto carece de cualquier tipo de atracción se debe solo a que no se conoce su nombre. 

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Me pregunto si en los desiertos también se producen espejismos temporales. 

11 de junio, miércoles | Susana Solano en Halfhouse | Exposición «Lo que supe y olvido». Abril-Mayo, 2025 | Hoja de sala


Sala Halfhouse. Barcelona

Artista inquieta, Susana Solano presenta en Lo que supe y olvido un diálogo entre obras pertenecientes a diferentes épocas, algunas no expuestas antes, al mismo tiempo que cada pieza lo entabla consigo misma. Una conversación que se extiende también a la sala que las acoge —paredes, vanos, pavimento, ventanas, sombras, luz—. La muestra escenifica, en primer término, la diversidad de materias que Susana Solano ha utilizado, e incluso ha incorporado a la tradición escultórica, desde infinidad de metales y aleaciones hasta diferentes tejidos, pasando por piedras, mármoles, yesos, maderas, plásticos. A partir de los materiales, sorprende una auténtica polifonía de las dimensiones —desde lo ciclópeo a lo diminuto—, los procedimientos, acabados y remates.  Pero junto a esta pluralidad material, la obra de Susana Solano se alza en esencia sobre una incansable meditación estilística y tras una inclemente contienda intelectual por convertir las formas en una expresión del pensamiento. Desde sus inicios la artista ha renunciado a estancarse en una estilización de rasgos, para avanzar en el camino opuesto: adensar las marcas singulares de cada gesto. Este aspecto dota a su escultura de una condición existencial, en el sentido pessoano de incorporar una diversidad de personalidades artísticas a la línea evolutiva de su trabajo.   

La escritura que las piezas trazan en el espacio caligramático de Halfhouse revela una complejidad nueva a las ya señaladas: los diversos modos de significar, casi literarios, con los que se manifiestan.  En la sala de reuniones, previa a las de exposición, cuelga como frontis de la visita «L’ultim sopar II, 2016». Alusión no solo a la celebérrima pintura de Leonardo da Vinci, sino también al alud de reproducciones que sigue provocando. Su posición central frente a la mesa evoca los cuadros que presiden el espacio de lo compartido, sean palabras, alimentos o tiempo. El pulido extremo de su acero inoxidable la convierte en un retrato vivo del tiempo común, tanto en el presente de la visita, frente a la pieza, como en la memoria del visitante, a través de sus propias evocaciones. Este diálogo remite a una significación de estirpe dramática, en su primigenio sentido de hablar y de actuar.  Acciones que la obra preside y refleja.

         En la sala principal de Halfhouse, a nivel expositivo horizontal, se produce una interacción sorprendente entre dos piezas tan opuestas como cómplices en una identidad semejante. Ante el ventanal aparece extendida la losa nívea «Letanías, 2008-2009», fruto de una intervención en un espacio al aire libre, las ruinas de la Sinagoga de Ostia Antica, único lugar donde ha sido contemplada antes. Sobre la rotundidad del mármol de Carrara, Susana Solano ha labrado un pequeño laberinto de cauces, cerrados en sí mismos todos menos uno, que es capaz de desaguar. Sobre la expresión pétrea, queda el trazado efímero de los pequeños charcos que la intemperie olvida. Con esta pieza blanca se confronta la blancura de un ciclópeo almohadón de tela (2 metros por 1,67), «En brazos corrientes I, 1996-97», cuya maleabilidad está fijada al pavimento, para defenderla de la intemperie, por un conjunto de adobes de bronce. Ambas piezas se relacionan consigo mismas y entre sí a través de abstracciones que se brindan a la meditación: lo permanente y la fugacidad; la flacidez y la resistencia. Es decir, emprenden un expresivo camino de significación poética. El resto de piezas expuestas, tanto en el suelo —el conjunto de tres bronces de diferentes épocas— como los metales distribuidos por las paredes de la sala, acentúan esta esencialidad poética del trabajo escultórico de Susana Solano.

         La sala pequeña de Halfhouse, encarada al noroeste y con un paisaje industrial enmarcado en la ventana, presenta una pieza que parece realizada para el espacio donde se encuentra, y que ofrece un tercer modo de significar: la narración implícita. Se trata de «El mundo de las cosas II, 2024». Obra compleja, implica en los materiales que la conforman diversos relatos que apelan a la realidad africana. Los bidones con el agua siempre escasa, las construcciones endebles, la chapa ondulada omnipresente. No son contenidos explícitos, sino alusiones a una realidad que siempre ha estado presente en el pensamiento artístico de Susana Solano. El carácter narrativo de estos elementos resulta tan penetrante que se apropia del paisaje enmarcado en la ventana y consigue darle un sentido tan vivo como el de la propia obra.

          Lo que supe y olvido coincide en sus fechas de apertura con Entre dos patios, que recupera las obras expuestas en la primera exposición de la artista en la Fundación Miró, inaugurada en 1980. El hecho de exponer este conjunto antológico de obras en Halfhouse, donde muchos jóvenes emprenden su vida artística, del mismo modo que Susana Solano lo hizo hace décadas, sugiere la idea de un inicio permanente. Tal vez sea este un rasgo que la artista —tan infatigable en el uso de materiales, como indagadora en lo inaudito de las formas; tan intensa en el trabajo, como tenaz en la transmisión de pensamiento— ha anhelado siempre: en cada una de sus obras inicia una trayectoria artística. 

Pieza de Susana Solano

3 de junio, martes. RUEDA / REIGEN



Die Liebe währt am längsten

und sie erkennt uns nie.

Ingeborg Bachmann


Cuando creí que se había apagado no lo sentí como el fuego que los monteros encienden con un puñado de troncos improvisado en un claro, para calentar los botes de un guiso que compraron en la tienda del pueblo, y de repente un súbito chaparrón extingue, ante las miradas impacientes, bajo el castaño que a medias les resguarda. No sé por qué menciono una comida tan poco apetitosa en lugar de pensar en un sabroso cabritillo cruzado por un palo que estuviera asándose, poco a poco girando sobre sí mismo, ante la hambrienta espera de los cazadores.  Tampoco consigo delimitar si para mí fue una cosa o fue la otra. La nuestra había sido una historia de amor trivial. Empezó por el final del primer acto, como un mero regocijo jovial, y ya en el segundo, dada la insistencia de los encuentros íntimos, tuvimos que empezar a mostrar quién era cada cual. E inscribir dentro de la obra la creencia en el futuro.

         Se parece más, el que se apagara, a los volcanes que permanecen humeantes durante semanas, meses, algunos durante años. Ya no hay súbitas explosiones de fuego, como al principio, en las primeras salidas; tampoco emanan lenguas incandescentes, como en los siguientes fines de semana. Sin embargo, en el fondo del cráter nace un humo tóxico que al salir a la atmósfera lo cubre todo con su ardor y ciega cualquier paisaje que pudiera extenderse al otro lado del monte. No hay fuego ya, pero tampoco se percibe la paz de su extinción. Esta sí que me parece una descripción más certera del tercer acto, que, como el primero, también empezó por su final. De repente, si nos cruzábamos con otros cuerpos yendo los nuestros a encontrarse, las miradas se desviaban sin precaución hacia lo desconocido. Era, pues, el momento de acabar aquello que no había tenido ni tiempo para empezar.

         Concluida la función, actrices y actores se refugian en el camerino y el público abandona la sala con los ojos puestos en las pantallas de sus teléfonos móviles. Es exactamente lo que ocurrió. Aunque lo nuestro no fuera un apagarse de extinción, sino un humear vapor candente que ya nadie encuadra para fotografiarlo cuando anochece porque no muestra visible ninguna salpicadura ígnea. Una vez concluido el drama, parecía el momento, tal vez, de regresar al ciego resplandor de los encuentros fugaces, como antes, con la misma ingenuidad y alborozo. Y lo intento. Pero, o la madera está muy húmeda, o el antiguo cráter se ha cubierto de cascajo. Los nuevos cuerpos se transforman en su cuerpo y aún no sé qué ocurre, porque de inmediato, por hermosos que se muestren, desagradan por no ser el suyo y siendo el suyo veo en los otros cuerpos su reflejo ahogado por no haber sabido encontrar junto al mío un camino. Es como si todas las miradas procedieran de dos cuencas que el tiempo ha vaciado de contenido. No somos capaces de reconocer el amor cuando se cruza por delante, pero si por acaso se detiene a nuestro lado, mientras quizá estemos pensando en cualquier nimiedad, y sin ningún propósito se adentra, y si permitimos su entrada, podremos luego romper su astil, pero nunca arrancar la punta de la flecha que permanece alojada en un lugar del cuerpo que no sabemos que existía. 

[Cuaderno de ficciones, página 29]


*

El amor es lo que más dura

 nunca nos reconoce.

Ingeborg Bachmann


Als ich glaubte, es wäre schon verloschen, habe ich es nicht empfunden wie das Feuer, das die Weidmänner mit einer Handvoll Holz anzünden, einfach auf einer Lichtung, um die Eintopfdosen warm zu machen, die sie im Dorfladen gekauft hatten, und das ein plötzlicher Regenschauer löscht, vor ihren ungeduldigen Blicken unter dem Kastanienbaum, der sie halbwegs schützt. Ich weiß nicht, warum ich ein so wenig appetitanregendes Essen hier erwähne, anstatt an ein leckeres, von einer Grillstange durchbohrtes Zicklein  zu denken, das sich beim Braten langsam um die eigene Achse dreht, in der hungrigen Erwartung der Jäger.  Ebensowenig gelingt es mir abzuklären, ob es für mich nun das eine oder das andere war. Unsere Liebesgeschichte war eigentlich banal. Sie begann mit dem Ende des ersten Aktes, wie aus reiner Freude, und schon im zweiten mussten wir dann nach und nach zeigen, wer jeder von uns beiden war, angesichts unserer immer häufigeren intimen Begegnungen. Und dann im Theaterstück den Glauben an die Zukunft festschreiben.

         Wie sie dann erlosch, gleicht mehr den Vulkanen, die noch wochenlang, monatelang, einige sogar jahrelang weiter rauchen. Es finden keine plötzlichen Feuerausbrüche mehr statt, wie zu Beginn, bei den ersten Malen, wo wir ausgingen; auch strömen keine glühenden Lavazungen aus, wie an den darauffolgenden Wochenenden. Doch vom Boden des Kraters steigt giftiger Rauch auf, der beim Eintritt in die Atmosphäre alles mit seiner Hitze überzieht und jede Landschaft verdunkelt, die sich jenseits des Berges ausdehnen könnte. Da ist kein Feuer mehr, aber herrscht auch nicht diese friedliche Ruhe nach seiner Löschung. Das scheint mir die richtigere Beschreibung des dritten Aktes, der wie der Erste ja auch von seinem Ende her begann. Wenn wir auf dem Weg, uns zu treffen, plötzlich auf andere Körper stießen, schwenkten unsere Blicke unvorsichtig auf das Unbekannte. Das war also der Augenblick, etwas zu beenden, das nicht Zeit genug gehabt hatte, zu beginnen.

         Nach der Vorstellung flüchten sich die Schauspielerinnen und Schauspieler in die Garderobe und das Publikum verlässt den Saal, die Augen auf die Bildschirme ihrer Handys gerichtet. Genau das war es, was geschah. Auch wenn es in unserem Fall nicht um ein endgültiges Verlöschen ging, sondern um das Ausstoßen eines heißen Dampfes, den schon niemand mehr vor die Linse holt, um ihn zu fotografieren, wenn es dunkel wird, denn er zeigt keinerlei sichtbares Zeichen von sprühenden Funken. Nachdem das Drama einmal vorbei war, schien die Zeit gekommen, vielleicht zu dem blinden Aufglühen der flüchtigen Begegnungen zurückzukehren, wie früher, mit der gleichen Naivität und  Fröhlichkeit. Und ich versuche es. Aber entweder ist das Holz sehr feucht oder der alte Krater jetzt zugeschüttet. Die neuen Körper verwandeln sich jetzt in ihren Körper und ich weiß noch nicht, was passiert, denn, so schön sie auch sein mögen, missfallen sie einem sofort, weil sie ja nicht der ihre sind, und wenn es der ihre ist, sehe ich in den anderen Körpern, wie ihr Spiegelbild darin ertrinkt, weil es ihm nicht gelungen ist, einen Weg zu finden neben dem meinen. Es ist, als ob alle Blicke aus zwei Becken kämen, die die Zeit geleert hat. Wir sind nicht fähig, die Liebe zu erkennen, wenn sie uns über den Weg läuft, aber wenn sie dann zufällig bei uns stehenbleibt, während wir vielleicht gerade nur an irgendeine Lappalie denken, und sie ohne jedes Ziel in uns eindringt, und wenn wir ihr Eindringen erlauben, dann können wir danach ihren Schaft brechen, aber niemals die Pfeilspitze wieder herausziehen, die an einer Stelle in unserem Körper steckt, von der wir nicht wussten, dass es sie gab.

Übersetzung aus dem Spanischen – Peter Burfeid 2025

29 de mayo, jueves | Un paseo y algunos poemas



Diría que la primera noticia que tuve de la existencia de la calle Robador en mi ciudad fue libresca. No consigo determinar dónde, quizá en algún artículo sobre la generación poética de los 50, leí algo inquietante sobre esta calle. La dimensión de aquella inquietud era al mismo tiempo clara y oscura. No creo que hubiera acabado aún el bachillerato, pero ya como adolescente podía salir de casa con las llaves en el bolsillo diciendo que iba a pasar la tarde en la plaza con unos amigos. A la calle Robador fui en metro, solo. Entré por la calle Hospital, después de cruzar por delante dos o tres veces sin atreverme a dar el giro y asomarme a la boca de aquel animal desconocido. A los pocos pasos me di cuenta de que entre tantos varones que transitaban por su estrechez, tan de uno en uno como yo, resultaba prácticamente invisible. Así que me dediqué a estudiar aquel lugar donde existía un local que frecuentaban algunos poetas que había leído y admiraba. Pero en la calleja solo encontré una sucesión de bares de alterne. Eso sí, modernos. Con tipografía pop en los rótulos, profusión de luces rojas en el interior, brillos de aluminio en la barra, tapizados de escay en los taburetes vacíos y música hortera a todo volumen. Las prostitutas se entreveían al fondo de los locales, de pie, apoyadas en las paredes con desidia. Y de vez en cuando alguna asomaba por la puerta, con la mirada perdida en dirección a un destino incógnito. Como si estuviera esperando que llegara el cartero.

         Recuerdo estas imágenes tan lejanas porque hoy he vuelto a recorrer, de punta a cabo, la calle Robador. En el extremo de la calle Sant Pau, hemos leído «Carrer d’en Robador 1» y en el otro, junto a la calle Hospital, «Carrer d’en Robador 2». Dos poemas de José María Fonollosa. Un grupo que asiste a un curso de escritura creativa se había interesado por Ciudad del hombre, su obra más señera, y querían leer los poemas in situ. Hemos recorrido el itinerario de «El Raval», aunque no lo hemos empezado a las 22:15, como manda el libro, sino a las 11 de la mañana, que es horario más razonable para el propósito. Nos hemos saltado algunos poemas porque hay calles, donde ahora cruza la Rambla del Raval, que ya no existen. Leer los poemas en voz alta, en mitad de la acera, formando un pequeño círculo de personas que siguen la lectura cada uno en su libro, resulta una experiencia interesante. Al contrario de lo que hubiera imaginado, los poemas no se dispersan entre los ruidos de la ciudad —el del «Carrer Sant Martí» lo hemos leído con el ruido de fondo del camión de limpieza regando la calle—, sino que su significado se concentra e impacta en los lectores de una manera inusitadamente más intensa. Palabras que llegan con su certero significado quizá por su incierto entorno.

         Si el primer párrafo lo he dedicado a la memoria y el segundo a lo literario, he de pedirme disculpas a mí mismo por haber considerado ambos asuntos esenciales como preámbulos de un tercer párrafo sociológico. Pero la de Robador, que pudo ser fuente de poesía en otro siglo, ahora es una calle trivial. La mitad ha quedado al descubierto por el esponjamiento de la zona y en la otra mitad pervive una prostitución residual que se negocia en la calle porque, y esta ha sido mi sorpresa al recorrerla, no solo han desaparecido todos los bares y antros de entonces, sino que, en su lugar, en cada uno de los huecos que han dejado, hay instalada una tienda de móviles y aparatos electrónicos. Una tras otra, decenas de tiendas idénticas. No he sabido encontrarle el sentido a la transformación. Hay algo en los significados de este siglo que se me escapa. Pero me ha parecido aleccionador: el territorio del alterne ha sido suplantado por los bytes. Igual que todo en todas partes.  

CARTAS AL s XX | 11 de septiembre de 1973, martes. Salar de Yungay


Las temperaturas habían empezado a subir tras el simulacro de invierno en el salar. No había nada más parecido a un día que otro cualquiera en el campamento. Arena, polvo, salitre; el caliche. El sol, clavado sobre el sombrero. Al atardecer de aquel funesto martes alguien había encendido la larga mecha de los rumores, que corrían entre susurros de cabaña en cabaña, sin que se supiera cuándo y cómo iban a explotar, ni a quién iban a llevarse por delante. A la hora de la choca, sin embargo, solo resultó elocuente el silencio. El sudor de cada obrero encerrado en el jarro de su té. El enlace sindical, a quien todos los ojos perseguían, tarareaba con la pierna suelta, como si ella sola se hubiera apuntado a un concurso de baile moderno. Concluido el descanso, cada cual regresó a su ciencia sin necesidad de explicaciones. El miércoles había ya quien manejaba más datos y pronunciaba «Palacio de la Moneda» y «Santiago» cada tres palabras, como si fueran lugares que estuvieran a tiro de piedra. Eulogio la única palabra que conocía, por haberla visitado, era Antofagasta. Lo que aquí es arena cuando se levanta la vista para mirar la llanura, allí es agua. 

         Eulogio había nacido en el salar, igual que su padre, que así mantuvo la casa que le habían adjudicado a la familia, la de su abuelo, uno de los pioneros. No había más vida en el desierto que sentarse al anochecer en el porche, con un vaso en la mano, y contemplar el rectángulo de luz de la ventana en la cabaña de enfrente. Y si por acaso alguien transita por el arenal de la calle, saludarle por su nombre y saber quién era su hermana y con quién se había casado. Recordaba la noche en la que el enlace sindical no continuó su paseo, se sentó a su lado y aceptó el vaso que le había ofrecido. Se le respetaba. Y no por el cargo, sino porque no se achantaba cuando en el caliche había que arrimar el hombro. O cuando había que revisar una carga que no había explotado. Por eso le había convidado a su porche aquella noche, cuando reparó que traía una conversación entre manos. Fue claro y Eulogio también. «No tengo más ideas políticas que las que pueda conocer un terrón de arena reseco, ni nunca he pretendido otra cosa que mantener mi casa limpia y no endeudarme en el economato, pero si me pides que te eche una mano con algo que yo pueda hacer, cuenta con ello. Aunque sin compromiso, que solo lo tengo conmigo y con el recuerdo de mi familia, y con la mía, claro, si algún día encuentro con quien casarme». Y los dos se echaron a reír, como amigos.

         Los soldados de las Fuerzas Armadas llegaron justo cuando los cuchicheos, empapados en sudor, parecían ahogarse en las bocas. Era sábado. Se sabría que era sábado solo por las miradas de los obreros. Una llama titilaba, recién encendida, en el fondo de las exhaustas pupilas. Las imprecaciones y bramuras de los soldados llegaron al campamento en vísperas de un domingo como un soplido nauseabundo que las apagó de golpe. El miedo desconoce las argumentaciones, quienes lo expanden fomentan su esencial desconcierto. Tras salir el capitán que los guiaba del despacho del jefe de la oficina salitrera, todos sabían hacia dónde iba a dirigirse la brigada que le había esperado en el zaguán. Todos menos el enlace sindical, que aún trataba de ponerse en contacto con los dirigentes del sindicato en la capital para recibir instrucciones. A quien lo vio cuando lo sacaron de su casa y lo lanzaron dos soldados a la caja de un camión por encima de la carrocería se le entrecortaba la voz al buscar metáforas para explicarlo. 

         Habían convocado a todos los trabajadores de la oficina salitrera el domingo temprano. Eulogio supo que parejas de soldados iban cabaña por cabaña haciendo preguntas. No tardaría en aparecer su nombre. Sacó los ahorros que guardaba escondidos, llenó una cantimplora y fue hacia la única salida del campamento, la carretera que conducía a Antofagasta. Cuatro días de camino a pie hasta el mar.  Una patrulla, con los fusiles al hombro, había atravesado un camión y había encendido un fuego con los muebles de la casa del enlace. Los reconoció enseguida de las reuniones a las que había asistido. Se dio la vuelta. Por el costado opuesto, hacia el oeste, no era difícil saltar la tapia del campamento. Pero delante se extendía una tapia peor. Cientos de kilómetros de nada. Ni siquiera caliche. Un niño, alarmado al oír el sonido que produjo el salto, se encaramó al muro del patio y tuvo tiempo de verlo antes de que de inmediato la arena negra de la noche se lo tragara. Al día siguiente el padre se lo contó a los soldados, pero desistieron de salir en su busca.

         Eulogio caminó de memoria hasta que dejó de ver el resplandor de las luces del campamento reflejado en el cielo. Se tumbó sobre las piedras y durmió. Al amanecer echó de menos el café cargado que a diario se tomaba. Eso fue lo único que añoraba. La vida es un dado que deja a la vista sobre el tapete el número que lo organiza todo. Siempre había creído que el suyo era el seis. Conservaba la casa del abuelo, un trabajo y una realidad que le satisfacía. Continuó caminando hasta que el sol lo hizo imposible. Buscó una sombra bajo un peñasco y aguardó el atardecer sin darle vueltas a los acontecimientos. Le había parecido ver un uno en la nueva tirada de los dados. Cuando al día siguiente se le acabó la provisión de agua, incluso añoró el uno del día anterior. Siguió caminando hasta sentirse desfallecer.  Elevó la vista por encima del ala del sombrero y vio volar, dibujando círculos a su alrededor, a una pareja de buitres. Levantó una copa imaginaria y brindó con sus veladores, a ellos les había tocado en suerte el seis que él había perdido.

20 de mayo, martes | Jardín de aforismos


El ir variando los puntos de vista sobre aquello de lo que se trata era una característica obvia del pensamiento que ya solo se mantiene como exigencia a los entrenadores de fútbol en crisis de resultados.

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Hay quien ve personas asomadas a ventanas ciegas. Lo sé de primera mano.

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Si no me imagino antes a un pensador con las manos en los bolsillos, prefiero no leerlo.

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Los invernaderos comenzaron como un apaño en un extremo de la finca, que ahora conserva un pequeño cuadrado de campo al aire libre como mera nostalgia.

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En los libros de los filósofos más transparentes se cuelan de vez en cuando voces cotidianas cuyo eco ha amplificado un patio de vecindad.

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Nunca he sabido leer con precisión las informaciones de una brújula, pero eso no impide que me acompañe siempre una en el macuto.

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Ya solo compran muebles viejos las personas adineradas cuando quienes los venden se pirran por adquirirlos nuevos. 

13 de mayo, martes | El lector heteronímico


El proceso de convertirme en el lector que soy empieza con una dislocación de muñeca. Un aprendiz de hechicero con la mano vendada. Tenía diecinueve años y acababa de pasar el mes de julio en Lisboa, asistiendo en la Facultad de Letras a un curso de lengua portuguesa. Ya la había elegido antes, como lengua extranjera, en los dos cursos de Filología que había cursado, plan Suárez. De la época anterior al desastre de mi mano izquierda recuerdo ansiedad, desorden y con frecuencia desilusión en mi experiencia lectora. Este tercer factor relacionado, sobre todo, con las recomendaciones académicas de un profesorado, en general, experto en la desmotivación del alumnado. Tanto es así que dos cursos después, cuando tuve que decidir especialidad, abandoné por completo las asignaturas de literatura y elegí solo materias de lengua. Para entonces ya se había curado mi muñeca y solo deseaba encarnar el lector autónomo de literatura que había empezado a ser. 

         La dislocación tuvo que ver con aquella ansiedad nunca satisfecha, claro, pero sobre todo con la rotundidad de su expresión estética. Había acabado el curso de verano y sobre la cama en mi cuarto de pensión, el último día, expuse los libros que había ido comprado aquel mes de julio. Ahí estaban las cubiertas blancas de los nueve volúmenes de poesía donde la editorial Ática había empezado a sondear el mágico baúl de Fernando Pessoa. Más gruesos y con cubiertas animadas por colores variados, los volúmenes con los escritos en prosa del creador de los heterónimos. Y en especial dos libros que, a partir del siguiente septiembre, ya en casa, se convertirían en mi biblia particular, lo que atestiguan en el presente sus fatigados lomos: las Páginas de Estética e de Teoria e Crítica Literárias (360 páginas, con un diseño geométrico en la cubierta de fondo blanco y figuras rojas) y las Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação (450 páginas, con figuras verdes en la capa). Y como guía de orientación en la selva pessoana, la Vida e Obra de Fernando Pessoa de João Gaspar Simões (740 páginas).

         Como ya había comprobado que el volumen de mi nueva biblioteca en lengua portuguesa no cabía en la bolsa de viaje donde guardaba mi ropa, compré otra en el mercadillo popular de Martim Moniz. Lo sensato hubiera sido repartir libros y ropa entre las dos bolsas, pero una vez contemplado el lote expuesto sobre la cama, me resultó imposible dividirlo en dos bloques, separar unos libros de otros. No sé si el gozo que tuve al llenar por completo la segunda bolsa compensaría mi dislocación de muñeca, pero en aquel momento, aunque comprobara que apenas podía levantarla del suelo, así me lo pareció. Recuerdo que cuando ya mi mano había empezado a padecer el peso, en los tránsitos a pie tuve que trasladar las bolsas solo con la mano que aún resistía. Caminaba un trecho con una, la dejaba a mi espera, regresaba a por la otra, y así sucesivamente. Padecí, sin duda, aquel transporte, pero era tan valioso que ni me quejaba ante mí mismo. De hecho, iba a resultar más valioso aún de lo que suponía, acarreaba dentro de la bolsa el lector en ciernes que iría a ser durante toda la vida.

Cuando ya había empezado a serlo, algunos años más tarde, tampoco muchos, Gaspar Simões, el biógrafo de Pessoa, escribió un extenso artículo, como todo lo suyo, rebatiendo otro que yo había publicado con pseudónimo, acaso ya heterónimo, defendiendo la tesis de que Fernando Pessoa no había existido nunca tal como lo conocemos. Como autor, argumentaba, el oficinista Pessoa posiblemente fuera un poeta trasnochado que escribía lánguidas estrofas de tipo tradicional. La invención del poeta Pessoa, defendía entonces mi pseudónimo, fue colectiva: cada poeta de la generación siguiente aportó una parte inédita de su obra para la confección del gran poeta portugués del siglo XX. El argumento que el biógrafo esgrimió era inapelable: «Yo lo conocí». Pero en su desarrollado artículo Gaspar Simões a regañadientes reconocía que era cierto que Pessoa había influido a los que le leyeron desde un heterónimo diferente a cada poeta. Uno había admirado la vena vanguardista de Álvaro de Campos y había escrito como él; otro seguía al pie de la letra el clasicismo de Ricardo Reis; otro había querido emular a Alberto Caeiro e incluso hubo quien nunca pasó de la lectura tradicional del Pessoa ortónimo. Esa era precisamente la tesis oculta de mi seudónimo: en la generación siguiente a Pessoa no se había comprendido la dimensión de los heterónimos. Frente a Pessoa, sus sucesores se habían comportado como lectores de registro único, ya fuera vanguardista, filosófico, clásico o tradicional. Por mi parte, había advertido esa incomprensión porque ya era en aquel momento un lector heteronímico, capaz de leer en registros incompatibles entre sí. El que había empezado a pasar las páginas de los libros de Pessoa con la mano vendada.

El proceso no fue sencillo. Leí en primer término a Álvaro de Campos. Lo entendí enseguida. Para el joven que era la Vanguardia no tenía la edad de mi abuela entonces, sino la mía, veinte años, la edad en la que empezaron a escribir los primeros vanguardistas. La lectura es en primera instancia, un certificado de identidad. Los problemas empezaron cuando me enfrenté a las composiciones de Alberto Caeiro. El campo, los rebaños, la metafísica, conceptos que me sonaban ajenos a mis intereses. Sin embargo, la dicción de Caeiro, su ritmo repetitivo, la sucesión de preguntas medio absurdas y de respuestas inesperadas: «¿Qué pienso yo del Mundo? / ¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!». Lo elíptico de su retórica me fue ganando y acabé la lectura adorándolo, es decir, siendo un lector diferente. Descubrí entonces que la lectura reconcilia con lo que se rechaza, la mayor parte de las veces por desconfianza o por desconocimiento; siendo lo rechazado, con frecuencia, la mejor oportunidad para el crecimiento intelectual. Nadie se alimenta comiendo tres platos de postres. Ricardo Reis y la obra ortónima no fueron tampoco un reto sencillo. Tanto el clasismo como la tradición quedaban lejos de mi juventud e ignorancia. Reis me obligó, luego, a pedir libros de Horacio y de Ovidio en la biblioteca. El Pessoa tradicional me reconcilió con la infinita gracia del arte menor y las rimas, que hasta entonces consideraba un aburrimiento.

Tras este aprendizaje pessoano no me importa el siglo del poeta que lea, todos ya contemporáneos en el acto de la lectura. Mucho menos el país o región de origen, igualmente siempre el mío. También me despiertan expectativas títulos de gustos poéticas muy alejados de los míos, y nunca me costó admirar al mismo tiempo la obra de Antonio Gamoneda y la de Jaime Gil de Biedma. Nunca el estilo, las maneras o la escuela poética me han impedido leer un libro. Arriesgué mi muñeca, es cierto, pero valió la pena el cargamento que la dislocó. 

7 de mayo, miércoles | Las tomas con pincel de José Guerrero



En algún momento la pintura cayó en la cuenta de que su futuro había sido suplantado por la fotografía y de modo abrupto, por salirse de aquella competencia, descubrió su conmoción. Existe, de hecho, un recorrido paralelo y diverso entre ambas disciplinas artísticas, y en el presente, en apariencia póstumo de los trazados históricos, resulta entretenido jugar con él.  Es lo que hace José Guerrero (1979). Empieza intuyendo muy pronto que el futuro de la fotografía se encuentra en la pintura. Se apropia, al principio, de sus temas, y empieza a captar imágenes que los recreen. La serie «Efímeros» (2003-2006) es un acercamiento a la pintura a través de sus intereses: recupera su clasicismo en encuadres, texturas, simetrías… signos comprometidos con una idea temática siempre superior a la propia imagen, tal como operaba la pintura figurativa. Con 24 años José Guerrero ya ha asumido en la mirada varios siglos de contemplación artística, que no producen citas, sino interesantes interpretaciones. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Efímeros»

La velocidad del fotógrafo es fulgurante. Propia de su generación. El siguiente paso simplifica la lenta evolución pictórica hacia una estilización significativa. Guerrero abandona el fulgor del relato en favor de una poética extenuada, casi minimalista, aunque conserve siempre, como identidad, un rasguño narrativo; por ejemplo, una casucha en mitad de la nada. Encuentra esta consunción en la fotografía de las grandes llanuras, tanto en Norteamérica como en La Mancha. El tratamiento pictórico se agudiza en el revelado y en la impresión. En los paisajes esteparios, casi hopperianos, compiten grandeza e inanidad, ambas intrínsecas a la imagen. Las fotografías en esta época (2009-2012) parecen realizadas por un pincel. Por poner un ejemplo, la espléndida toma «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah», de 2011, podría formar parte de la deshumanización pictórica del siglo XX. El fotógrafo tenía 32 años. 

Encuadre fragmentario sobre «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah» de José Guerrero

Los inmensos páramos en otra época histórica hubieran llenado una vida entera dedicada a la fotografía.  Cuatro años más tarde José Guerrero ha consumado un ciclo de aproximación pictórica e inicia otro que ya no busca el modelo, sino que lo impone. Se podría afirmar que materia esencial de su experiencia fotográfica, y de la fotografía como expresión, es la luz. También de la pintura, aunque en su historia ha sabido contrarrestarla e incluso reducirla hasta casi su ausencia. Es el capítulo que le faltaba experimentar a la fotografía. Y surge, cada vez más cerca del trabajo realizado con la mano y el pulso, la serie «Carrara» (2016), que amplía en otras series de contemplación arqueológica. La colección de inéditas imágenes de la cantera italiana sobrecoge, su autor consigue transformar la blancura del mármol en… oscuridad. Unas placas impresionantes que parecen dibujadas con los dedos impregnados de grafito y de carboncillo. Fotografías tomadas en ausencia de la luz. Una cinta cinematográfica proporciona movimiento a esta manifestación de la imagen in absentia. Su título es Roma 3 Variazioni  (2017). Un túnel excavado en la roca, la suciedad del agua y la visión invertida muestran su incapacidad de mostrar. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Carrara»

El punto de recreación pictórica parece haber alcanzado su altura más sublime con las series oscuras. Pero cuando Guerrero regresa a la luz, con la serie «Brechas», iniciada en 2020 y aún en curso, el objeto de la fotografía ha cambiado radicalmente. Ya no es la visión, tampoco la mirada, sino la feroz batalla que ésta sostiene con su ceguera ante grietas, rendijas, resquicios, un mínimo perímetro de aberturas que simbolizan solo lo que no es posible ver. Parece esta serie un regreso al discurso de la fotografía después de haberse nutrido durante años con los recorridos históricos de la pintura, pero su función no es más un interregno. Y como tal, también con raíces pictóricas. Aquel cubismo que precisamente conmovió la imagen figurativa cuando la amenaza fotográfica no era ya solo una imposibilidad de futuro. Y esa parece ser su función también en la peripecia discursiva del fotógrafo: la propia feracidad de la fotografía es la más seria amenaza para su porvenir.

Fotografías pertenecientes a la serie «Brechas»

Y del mismo modo que el cubismo abre las puertas a una historia diferente de las artes plásticas, las «Brechas» prologan el enunciado de lo que continuaba siendo la intuición más persistente en la obra de José Guerrero: el futuro de la fotografía es la pintura.  A partir de los viajes a Méjico en 2017 y 2018, emerge una nueva serie titulada «BRG» en honor al arquitecto Luis Barragán (1902-1988), cuya casa es el detonante de la nueva aventura cromática. El estallido de color, sombras y perspectivas es deslumbrante, en sentido literal, ciega la percepción de la realidad, que la fotografía con tanto ahínco ampara, y la sustituye por tonalidades, geometrías, matices e incluso tintes y pigmentos. Pintura en estado puro. Bellísima y seductora. Un colorido que absorbe y abstrae. Una fiesta donde únicamente los sentidos piensan. Otra de las características que sorprende en José Guerrero es que cada conquista estilística de su cámara, en su perpetuo jugar con la historia de la pintura, se contempla como una culminación. Mejor, como la culminación. 

Fotografías pertenecientes a la serie «BRG»

Que el fotógrafo recorre su biografía artística con paralelismos constantes con la historia de la pintura podría parecer una idea trasnochada de este cronista, pero las obras más recientes de José Guerrero se empeñan en darle la razón. Había empezado esta crónica mencionando la conmoción vanguardista que sacudió el arte de los pinceles cuando la pintura decidió no competir con la fotografía, cada vez más perfeccionada, por la representación figurativa. Una fotografía que emule la pintura no logrará sus fines sin apartarse de la figuración. Es lo que Guerrero hace en las series «Brechas» y «BRG». Pero tampoco lo conseguirá sin una conmoción en su esencia. La serie iniciada en 2024, con el título «GFK» es la expresión más diáfana de esta convulsión. Construye la imagen, en este caso por entero fotográfica, a partir de «errores arbitrarios en la codificación del archivo digital en el momento de la toma» (he copiado el texto de la hoja de sala, porque no sé explicarlo mejor).

         En 2024 José Guerrero ha cumplido 45 años. O dos décadas de investigación fotográfica. ¿Ha llegado a un final? Le quedan por delante por lo menos dos o tres décadas más de trabajo fotográfico. ¿Cuál será el siguiente paso? Todos los estadios por los que ha transcurrido su intensa trayectoria —la identidad temática, la estilización poética, la ausencia de luz, la obturación cubista, la geometría colorista, el expresionismo digital— parecían, en su momento, puntos finales, conclusiones, culminaciones.  Cuando en realidad han sido siempre prólogos para el siguiente apogeo. ¿Qué seguirá al nihilismo de «GFK»? ¿Tal vez una nueva rehumanización de la fotografía? Ojalá: es lo que el arte fotográfico espera que emprenda alguien con talento.

Fotografía perteneciente a la serie «GFK»

2 de mayo, viernes. MAYO / MAI



Liebesminuten

der Landschaftsbeschreibung

Karl Krolow

Igual que aquel pastelito de almendras con piñones, tradicional en alguna tradición que no consigo concretar ahora.  El que probé en una fecha lejana y desde entonces se ha convertido en modelo de delicia, de modo que cualquier dulce desmerece en el recuerdo. Así, mayo. No hay otro mes del año que supere su presencia vital y cada año desaparece del calendario antes casi de que lo sienta llegar y asentarse. Como el final de un sueño que ocupa el duermevela y al despertar aún se puede pensar que su atractiva suplantación de la realidad continúa. Mayo. El deshielo de los cuerpos. La chaqueta que doblo y apoyo en el hombro de quien lleva el último saco del día al almacén.  Porque mañana saldré en camisa.

         Me detendría a conversar con un tilo si fuera necesario cuando cruzo la avenida en el mes que se me escapa mientras hablo con colegas que apenas conozco a las puertas de la oficina o me entretiene la quiosquera del barrio con sus tesis de sociología llenas de cursivas. Y si por inercia he salido de casa con los guantes, estoy dispuesto a perderlos, sin preocupación alguna, del mismo modo que los presidiarios abandonan radiantes sus pertenencias en la celda cuando el motín abre una brecha en el muro. Y esos dedos sin funda lo palparían todo a su paso. Está a punto de llegar incluso el día en el que, tras hacer el pino en mitad de la acera, camine boca abajo sostenido por las palmas de la mano, solo por ir tocando el suelo de mayo.

         Alguien ha encendido de repente y sin avisar las luces de la sala. Las acuarelas y óleos, que la blancura de la oscuridad cegaba, brillan desde las cuatro paredes ya sin puertas. El pintor ha dispuesto en su paleta al completo los matices del verde, desde el amarillo de la hierba o el rojo de los brotes más tiernos hasta el azulado de los arbustos que ocultan detrás el verde de las camisas a medio desabotonar. El cuello y la garganta, ese recóndito lugar donde las palabras elaboran los tonos con los que se visten o se desnudan, son moldeados ahora por los pulgares de alfarero del aire benigno. Y la melodía suena en el pensamiento antes de ser pronunciada.

         El cuerpo recobra su condición de materia, sobre las sábanas, con el edredón arrugado en un extremo. En el pedregal de la piel el hábito crea sendas, espacios apacibles donde detenerse y cerrar los ojos un instante sin sentir temor alguno. Un territorio por fin en paz con su enemigo, el tiempo, que en mayo parece haberse descarrilado de las vías que conducen hasta el punto, siempre inverosímil, en el que las paralelas se unen. El cuerpo, un país recién descubierto al que regresan sus primitivos habitantes, expatriados durante el arduo invierno. La superficie somnolienta del lago a la que la brisa de repente hace temblar.

         Desprovistas de gorros, bufandas o cuellos de astracán levantados, los rostros limpios emergen en la calle como sus retratos en la cubeta del fotógrafo. El tránsito por la ciudad se convierte en una exposición argumentada de ideas renacidas, la que defiende cada gesto o mirada o danza de melena al caminar. Un tratado sin doctrina detrás, huérfano de filósofo que lo enrede, cuya lectura brinda conocimiento, aunque se desconozca la lengua en la que está escrito. Melodía ornitológica que se impone al runrún de lo fugaz.

         Es el mes, mayo, en el que el orador alza los brazos que elevan la voz por encima de la cabeza y quienes lo escuchan sienten la levedad de sus propios sentimientos al levitar, cuando de repente cobran conciencia de no percibir otra existencia que sea tan real como lo inexistente. Y quien desafíe a la memoria, perderá todas las bazas. Porque los anales ya solo recogen los estribillos de las baladas.

         Recuerdo los propósitos de mayo en todo lo que no he sido nunca. Y en cada una de las páginas del libro que no he escrito. Es verdad que disponía la mesa para una celebración. Los lápices afilados, a mano el tintero, los folios previamente agrupados, la persiana en todo lo alto, de par en par la ventana, el sol paseando despreocupado por las azoteas. Era tan hermoso contemplar la escritura que escribir a continuación deshacía el encanto. Un camarero que dispone los cubiertos y las copas sobre el mantel momentos antes que suene el teléfono anulando la reserva. Nunca sonaba el teléfono en mayo porque lo había descolgado. Aun así, los comensales rara vez se presentaban. Pero me ha bastado siempre con evocar el dulzor incomparable de un pastelito de almendras con piñones que probé en algún lugar cuya ubicación a menudo confundo.      

[Cuaderno de ficciones, página 28]


Minutos amorosos

de descripción del paisaje

Karl Krolow

Genau wie dieses kleine Mandelgebäck mit Pinienkernen, gebacken nach einer bestimmten Tradition, auf die ich jetzt gerade nicht komme. Welches ich vor langer Zeit einmal probiert hatte und das seitdem bei mir dermaßen zu einem Idealmodell für eine Süssigkeit geworden ist, dass kein anderes in meiner Erinnerung dagegen ankommt. Der Mai, ebenso. Es gibt keinen anderen Monat im Jahr, der dessen lebendige Gegenwart überträfe und der jedes Jahr aus dem Kalender gleich wieder verschwindet, fast noch bevor ich wahrgenommen habe, dass er kommt und dann da ist. Wie das Ende eines Traumes, der uns im Halbschlaf in Beschlag nimmt und von dem wir auch nach dem Aufwachen durchaus erwarten können, dass seine gelungene Nachahmung der Wirklichkeit noch nachwirkt.  Mai. Das Auftauen der Körper. Die Jacke, die ich zusammenfalte und mir über die Schulter werfe, wie jemand, der den letzten Sack des Tages schultert, den er noch ins Lager schleppen muss. Denn morgen werde ich ja nur im Hemd hinausgehen.

       Wenn es nötig wäre, würde ich an einem Lindenbaum stehenbleiben, um mich mit ihm zu unterhalten, wenn ich durch die Allee gehe, in diesem Monat, der mir durch die Finger rinnt, während ich an der Tür vor dem Büro mit Kollegen spreche, die ich kaum kenne, oder mich noch die Frau vom Kiosk unseres Viertels aufhält, mit ihren soziologischen Thesen voller Anführungszeichen. Und wenn ich dann doch wieder, wie gewohnt, mit Handschuhen aus dem Haus gegangen bin, nehme ich bedenkenlos in Kauf, sie zu verlieren, auf die gleiche Art und Weise, wie Gefängnisinsassen freudestrahlend ihre Habseligkeiten zurücklassen, wenn sie bei einem Ausbruchsversuch die Mauer durchbrechen. Und diese ungeschützten Finger würden alles abtasten, auf ihrem Weg hinaus. Bald kommt der Tag, an dem, nachdem ich mitten auf dem Gehweg einen Kopfstand gemacht habe, ich einfach im Handstand weitergehe, nur um den Maiboden berühren zu können.

       Jemand hat plötzlich und ohne Vorwarnung das Licht im Saal angemacht. Die Aquarelle und Ölgemälde, die vom gleißenden Weiß der Dunkelheit geblendet wurden, strahlen von den vier Wänden zurück, schon ohne Türen. Der Maler hat alle Grüntöne auf seiner Palette nebeneinander angeordnet, vom Gelb der Kräuter oder dem Rot der zartesten Keime bis hin zum Blau der Sträucher, die hinter sich das Grün der halb aufgeknöpften Hemden verbergen. Der Hals und die Kehle, dieser entlegene Platz, wo die Wörter ihre Töne herstellen, mit denen sie sich ankleiden oder entkleiden, werden jetzt von den Töpferdaumen der milden Luft geformt. Und ihre Melodie erklingt in den Gedanken, noch bevor sie ausgesprochen wird.

       Der Körper fällt in seinen Status als Materie zurück, auf den Bettlaken, die Bettdecke an einem Ende zerknittert. Auf dem steinigen Boden der Haut schafft die Gewohnheit Wege, friedliche Orte, wo man verweilen und die Augen für einen Moment schließen kann, ohne jegliche Angst. Ein Gebiet, schließlich, das im Reinen ist mit seinem Feind, der Zeit, die ja im Mai aus den Gleisen gesprungen zu sein scheint, die sie an den immer unwahrscheinlichen Punkt führen, an dem die Parallelen aufeinander treffen. Der Körper, ein gerade neu entdecktes Land, in das seine ehemaligen Bewohner zurückkehren, die während des rauen Winters ausgewandert waren. Die schlaftrunkene Oberfläche des Sees, die von der Brise plötzlich zum Erzittern gebracht wird.

         Frei von Mützen, Schals oder hochgestellten Persianerkragen, erscheinen jetzt die sauberen Gesichter auf der Straße, wie ihre Porträts in der Entwicklungsschale des Fotografen. Der Verkehr in der Stadt wird zu einer argumentativen Darstellung von wiedergeborenen Ideen, die jede Geste oder jeden Blick oder den schwungvollen Tanz der Haarmähne beim Gehen verteidigt. Eine Abhandlung ohne Doktrin dahinter, ohne jeden Philosphen, der sie kompliziert, deren Lektüre neue Erkenntnisse vermittelt, auch wenn man die Sprache, in der sie geschrieben ist, gar nicht versteht. Vogelkundlerische Melodie, die gegenüber dem Gemurmel des Vergänglichen die Oberhand gewinnt.

         Es ist der Monat, Mai, in dem der Redner seine Arme erhebt, die seine Stimme über den Kopf steigen lassen und diejenigen, die ihm zuhören, spüren die Leichtigkeit ihrer eigenen Gefühle, schwebend, wenn ihnen plötzlich bewusst wird, dass sie keine andere Existenz wahrnehmen, die genauso real ist wie das, was nicht existiert. Und wer der Erinnerung trotzt, wird all seine Trümpfe verlieren. Denn die Annalen nehmen nur noch die Kehrreime der Balladen auf.

         Ich erinnere mich an die guten Vorsätze im Mai, bei allem, was ich nie gewesen bin. Und auf jeder einzelnen der Seiten des Buches, das ich nie geschrieben habe. Es stimmt zwar, dass ich den Tisch schon für eine Feier gedeckt hatte. Die Bleistifte gespitzt, das Tintenfass zur Hand, die zuvor sortierten Blätter, die Rollläden ganz hochgezogen, das Fenster sperrangelweit offen, die Sonne, die unbeschwert über die Dächer flaniert. Es war so schön, das Schreiben an sich zu betrachten, dass danach beim Schreiben selbst der Zauber verflog. Ein Kellner deckt den Tisch, das Besteck und die Gläser sind schon auf der Tischdecke, einen Moment bevor das Telefon klingelt und die Tischreservierung storniert. Nie klingelte das Telefon im Mai, denn er hatte den Hörer daneben gelegt. Doch selbst so kamen kaum Gäste. Aber es hat mir immer gereicht, mir die unvergleichliche Süße eines kleinen Mandelgebäcks mit Pinienkernen ins Gedächtnis zu rufen, das ich einmal an einem Ort probiert habe, dessen Lage ich oft mit anderen verwechsle.

Übersetzung aus dem Spanischen – Peter Burfeid 2025