28 de marzo, lunes. Edith Södergran, notas de lectura


1.

El pueblo donde Edith Södergran vivió la mayor parte de su vida (en aquel momento pertenecía a Finlandia; ahora a Rusia), llamado entonces Raivola, estaba en el interior, rodeado de bosques. Junto a un lago. El mar no quedaba lejos. A una hora a pie. Pero el camino era solitario y el mar, cuando se llegaba, era aún más solitario. El Báltico. En aquella época, junto al mar, no había cultivos ni vida. Solo playas de piedras. Edith se sentaba en una y escribía. Hay muchos poemas que muestran detalles del sendero, de las rocas, de la escasa vegetación, de las nubes grises del Norte. Nadie alrededor, solo la escritura. 

2.

Otros días, Edith Södergran se acercaba dando un paseo hasta la orilla del lago, junto al pueblo. Se sentaba entre los árboles y raras veces veía pasar a alguien por el camino. Mientras esperaba —qué, no se sabe—, conversaba con cuanto creciera a su alrededor, serbales jóvenes o flores grandes y luminosas. Y garateaba en su cuaderno: «tengo un solo nombre para todo, y es amor».

3.

En el primer libro de Edith Södergran, publicado a los veinticuatro años, hay un poema titulado «Violetta Skymningar» (Atardeceres violeta), que es el himno feminista más exaltado que conozco. Que no sea en este momento histórico un cántico de la época indica la escasísima divulgación de la poesía. Se abre el poema con un verso que parece obvio, pero que en absoluto lo es: «Llevo en mí los atardeceres violetas de mi origen...». No habla de la condición de mujer, sino de la conciencia de serlo, que es algo diferente. Luego la ensalza desde un punto de vista casi mitológico, pero termina con una hermosa observación: «Solo los rayos del sol condecoran dignamente el dulce cuerpo de una mujer». Una segunda estrofa traza un vilipendio del hombre: «es una mentira». Y la tercera es una invitación a la unión de las mujeres («Bellas hermanas») en su identidad mitológica y revolucionaria. Y concluye, es la frase que tengo subrayada en el libro, con una definición de la nueva hermandad que aún me sobrecoge: «estrellas sin vértigo». 

4.

Abro el libro de Södergran que tengo junto al teclado desde hace unos días, y leo una página al azar. En el primer verso del poema que aparece, «Scherzo», tanteo el tono del poema: «Las estrellas allá arriba inequívocamente claras, mi corazón en la tierra inequívocamente claro». Esta es una de las características de la poeta: recrea los motivos que condujeron a la poesía decimonónica a la más oscura melancolía y los resucita pletóricos de claridad y fuerza significativa. Pregunta al tiempo si se está burlando de ella; el tiempo, «Un peligro para los pies cansados de la bailarina». Pero entonces, aparece el giro genial: «¡Tiempo, muere!» Y a partir de aquí, la renovación absoluta del sombrío simbolismo romántico: «Toda estrella me besa en la boca: ¡quédate conmigo!».

 5.

Leo el poema «La canción de la nube», de Edith Södergran. El primer verso me sitúa sin preámbulos en su ámbito simbólico: «Arriba en las nubes vive todo lo que necesito». De repente, descubro que hoy este verso puede ser leído perfectamente en un sentido literal, dilapidado por la lengua de la época todo su valor simbólico. La metáfora de la nube, que tiene raíces populares (ese fantástico «estar en las nubes»), y un extenso viaje literario, desde la antigua poesía de la India hasta hoy, que no ha extinguido aún su impulso poético, me doy cuenta de que ha sido robada por el lenguaje de la robótica. Ahora están en la nube los archivos informáticos guardados por las empresas del ramo en grandes computadoras instaladas en desiertos, donde el precio del terreno resulta ínfimo. Y la nube significa antes esa instalación que el lugar de encuentro de los solitarios. Como «ventana», y no solo tantas palabras que la informática se ha quedado impunemente, sino que la idea misma de nombrar metafóricamente ahora es suya.

6.

Leí la Poesía Completa de Edith Södergran con lentitud. Empecé el libro el día 5 de noviembre de 2018 y lo acabé el 30 de junio de 2019. Doscientos veintiún días, tal vez. Doscientos veintiuno es el número de sus poemas. Cada día leía uno. Pensaba sobre él. Y luego escribía un aforismo, no directamente relacionado con el poema, sino vinculado a alguna sensación o palabra de sus versos. El aforismo era como una carta que escribiera a la autora cada día, y el poema era como una carta que recibiera desde Finlandia a diario. Nunca había tardado tanto en la lectura de un libro. Casi un año. Pero al terminar, lamenté que el volumen solo tuviera doscientos veintiún poemas. Podría haber seguido leyendo uno al día durante un tiempo indefinido. Antes que una lectura, fue una convivencia con Södergran. 

7.

Aquel año, en el curso de Literatura Universal, tuve como alumno a un joven finés. Había venido aquí de niño y hablaba un español perfecto, pero felizmente no había perdido su lengua familiar. Terminaba las tareas antes y mejor que el resto de los alumnos, y un día que ya había acabado la suya me senté junto a él, frente al ordenador donde trabajaba y le pregunté por Finlandia. Su familia era del norte del país. Un desierto de hielo la mayor parte del año. En Google me mostró, emocionado, la casa de su abuela. Y también la casa de su tío, junto a una granja de renos. Otro día le pregunté si conocía a Edith Södergran. Tenía algunas noticias, pero muy vagas. Le conté algunos datos que conocía y fuimos a ver en las aplicaciones de Google el pueblo donde vivió, Raivola. Mi alumno me impartió, a partir de ese lugar, una breve lección de historia finlandesa. Entonces le pregunté si podíamos traducir alguno de sus poemas. Y al poco descargó uno en finés. Södergran era finlandesa, pero escribía en sueco, no obstante, encontró sus poemas en finés. Todavía no he podido deshacer el lío lingüístico de la zona. Cuando empezó a traducirlo, el texto me pareció muy familiar desde el principio. Comentábamos el significado de las palabras y decidíamos las posibilidades de una mejor traducción. Fue un ejercicio interesante. Y poco a poco vi aparecer en español el poema que había leído la víspera. Entre los doscientos veintiún poemas, el que traducíamos era el que acababa de leer la tarde anterior. La coincidencia me produjo un escalofrío. La vida a veces juega con sus reos al escondite.

21 de marzo, lunes. De las estaciones

Hoy el calendario dice que empieza la primavera. En el termómetro, todavía no; aunque la efeméride le proporciona al día un toque de optimismo. Es curioso que la misma palabra sirva para las épocas climáticas del año y para las paradas del tren. Ambas deben de ser, creo, lugares de paso. Los trenes llegan y parten. El tiempo hace lo mismo, se acerca una fecha y sin darse uno cuenta ya se ha ido a la siguiente. Cualquier tránsito entre un lugar y otro tiene un inicio y un final. El frío y el vacío del invierno terminan con el florecimiento primaveral. Recuerdo que antes había personas, generalmente ancianos o niños pequeños, acompañados, que a diario acudían a la estación solo para ver pasar los trenes, sin tomarlos nunca. Es una costumbre que socialmente se miraba con indiferencia, posiblemente por su carácter improductivo. Todo lo que no desemboca en la economía parece no existir. Cada vez encuentro más interesante esta actitud: vivir el tiempo como si no estuviera obligado a subirme a sus vagones fugaces. 

[Libro V, Epigrama VIII]

13 de marzo, domingo. Testarudez del anticuado

Las llamadas de teléfono fueron el signo del siglo XX. Una época que había visto cómo la comunicación a distancia pasó de ser una utopía a un privilegio, y de un privilegio a una necesidad; y de algo necesario a una trivialidad. Ahora, los jóvenes del siglo XXI, que guardan un teléfono en el bolsillo desde niños, no lo usan para hablar. Prefieren la escritura —sobre todo la pictográfica, la de la prehistoria—. El teléfono es un dispositivo mudo que es capaz de decirlo todo. Se ha convertido en identidad: certifica la vacunación, se paga con él, se sube uno a aviones y a trenes y pronto validará quién es quién, sin necesidad de más tarjetas, ni carnets, ni objetos reales. Lo veo venir, sin embargo, mantengo mi teléfono móvil sin ninguna aplicación, aunque sepa que es como leer un libro con las páginas en blanco. O peor, una identidad sin contenido.

[Libro V, Epigrama VII]

7 de marzo, lunes. Plaza del Monasterio

En el refectorio del convento de las clarisas las paredes piden por activa (Silentium) y por pasiva (Audi tacens —escucha lo que calla—) aquello que la plaza ofrece como si la ciudad, a su lado, no existiera todavía. Un mosaico decimonónico en el arco de entrada al recinto lo anuncia: «Caserío de Pedralbes». Su planta cuadrangular hasta parece que se mantenga a propósito alejada del Monasterio, que establece su propio vacío alrededor: una escalinata monumental que salva el desnivel de la ladera, su amplitud, una rústica calleja ahora ya deshabitada. La plaza solo muestra lo que la ensimisma: siete cipreses, algunos bancos de piedra y un dadivoso almez que, en los días soleados de invierno, cuando ha perdido el tupido manto verde que nacerá en primavera, dibuja sombras fractales sobre los parterres de hierba con problemas de calvicie y sobre la arena de lugar antiguo.

Como de otra época es igualmente el leve abandono, la soledad propicia, una impresión que reconoce solo el presente, aquel «Fin del sueño: / Plaza sin caballo» —indemne al futuro y desentendida del pasado— que acertaban a señalar dos versos de Rafael Pérez Estrada. También fue el poeta malagueño habitante de esta plaza en diversas ocasiones. Alguna diurna, para visitar la iglesia y, en el extremo de la nave, la humilde ventanilla que conectaba con la clausura; pero la mayoría nocturnas. En sus múltiples visitas a la ciudad, cuando tras la cena la insistencia de luces y algarabías le desazonaba con su desmesura de tiempo inexistente, me pedía que fuéramos a la plaza de las monjitas, donde la noche recobra su corporeidad de presente, sin importarle de dónde procede o hacia dónde conduce. En la plaza, cinceladas sobre los muros de piedra del silencio, las palabras reposan sobre la certeza de sus significados.

Cuando camino por el empedrado de la calzada compruebo que es el único espacio de la ciudad cuya piel no he visto mudar. Se mantiene idéntica a como era hace décadas, cuando por alborotados que llegáramos, muchachos que venían huyendo de la escuela, lo solitario del paraje nos sosegaba de inmediato. Es posible que subiéramos y bajáramos un par de veces las escaleras, persiguiéndonos y acaso dando algún grito. Por desfogarnos. Pero pronto el silencio nos vencía y, sentados alrededor de las carteras amontonadas en el suelo, nos adentrábamos en el sinuoso juego de las confidencias. Quizá ahora sea también igual a como era siglos atrás. No parece que la plaza sea un espejo de semblantes, sino de la conciencia. En su contemplación no se progresa ni se envejece. Uno percibe solo lo que permanece de sí mismo desde la adolescencia. Breve revelación.

2 de marzo, miércoles. Cuaderno a rayas

Recorro la ciudad antigua con un amigo que la visita. Hago lo que hace tiempo que no hacía: contemplarla. Entramos en iglesias, atravesamos calles y plazas, nos detenemos ante edificios con alguna gracia, pero sin exceso de fama. Lo que encuentro, sobre todo, son vallas. De obras, de prohibición de acceso, publicitarias, en las plazas, en las iglesias (que ahora, descubro, son de pago), no sé, vallas por todas partes. Incluso nos acodamos en alguna para ver de lejos lo que veníamos a comprender de cerca. Las vallas me recuerdan las líneas en los viejos cuadernos de ortografía: también estaba prohibido saltárselas. La ciudad, cada vez más, parece la caligrafía de un médico, entre barrotes. 

[Libro V, Epigrama VI]