Las
llamadas de teléfono fueron el signo del siglo XX. Una época que había visto
cómo la comunicación a distancia pasó de ser una utopía a un privilegio, y de
un privilegio a una necesidad; y de algo necesario a una trivialidad. Ahora,
los jóvenes del siglo XXI, que guardan un teléfono en el bolsillo desde niños,
no lo usan para hablar. Prefieren la escritura —sobre todo la pictográfica, la
de la prehistoria—. El teléfono es un dispositivo mudo que es capaz de decirlo
todo. Se ha convertido en identidad: certifica la vacunación, se paga con él, se
sube uno a aviones y a trenes y pronto validará quién es quién, sin necesidad
de más tarjetas, ni carnets, ni objetos reales. Lo veo venir, sin embargo,
mantengo mi teléfono móvil sin ninguna aplicación, aunque sepa que es como leer
un libro con las páginas en blanco. O peor, una identidad sin contenido.
[Libro V, Epigrama VII]