«La
edad de la espera», me llamaban unos; «la condena», los más pesimistas. No oí
hablar de otra cosa en mi niñez. Nací en 1923. El pueblo era pequeño, un
centenar de casas. Se vivía bien. No faltaban legumbres en la mesa ni un trozo
de carne los domingos. Mi padre apretaba con fuerza la hogaza en una mano y en
la otra su navaja cortaba gruesas rebanadas de pan. Soria era un país
tranquilo, donde nadie mataba a nadie. Esas atrocidades ocurrían, lejos, en la
capital y aquí, cuando llegaban las noticias, no sabíamos ni quién era el
asesinado. «Cosas de Madrid», se repetía. Es lo que oí contar durante toda mi
infancia a los mayores. Nadie me pregunta por mi edad, porque todos en el
pueblo la conocen. Siempre exacta, significa el tiempo de prórroga. Lo cierto
es que la historia debió de correr entonces de lo lindo, por la cantidad de
referencias que oigo. Que si el rey, que si Primo de Ribera, que si la República…
En La Muedra no existieron nunca tantas épocas. Solo una, la del tiempo
amedrentado por una amenaza. 
Cuando tenía dos años, no lo recuerdo,
claro, pero sé que estuvieron a punto de olvidarse de mi mote, la espera. Cosa
de los antojos en la capital. La condena se había acordado el año de mi
nacimiento, pero los ajetreos de la política, se creía, tenían menos memoria
que una vaca, que cada vez que levanta los ojos de la hierba que está mordiendo
ve por primera vez en su vida el prado donde siempre ha vivido. Es lo que se
estimaba que estuviera ocurriendo en la capital cuando desde Valladolid, y no
podían ser otros los desalmados, les dio por acordarse de lo pactado. Y
reclamarlo. No era eso lo peor, lo que dejó de verdad noqueado al pueblo, según
tengo entendido y me han contado, fueron los argumentos. Para el sostenimiento
de la población de Valladolid y de Soria, y de toda Castilla, nosotros, en
nuestro triste pueblo, teníamos que hacer las maletas y largarnos. ¿En qué
cabeza cabe esa construcción lógica? Que un pueblo perezca para dar vida a «infinitos
pueblos», así mismo se repetía, siendo nosotros los únicos sacrificados. Fue en
esta época cuando lo de la Espera
pasó a ser, a diario para mi disgusto, la Condena.
El valle donde está La Muedra es una belleza.
Diciendo que sus campos son fértiles se queda una a medias. Son lo siguiente.
El ganado engorda con el aire, los cultivos crecen con la luz. Y cuando
queremos ver mundo, el carro nos lleva a toda la familia en un rato hasta
Vinuesa. Por muchos palacios que haya —por cierto, cayéndose a cachos—, allí
nos paseamos como señoritos por la calle Luenga sin sentir envidia de nada.
Había ido creciendo, entretanto, y con los años volví a ser la Espera. Hasta que de repente, al cumplir
los doce años, aparecieron por el ayuntamiento unos señores de traje y bigote
subidos en un haiga negro-negro con un rótulo donde se leía «Fomento». ¿Qué
diablos significa esta palabreja? Compraban las casas a los que no se negaban a
vendérselas. Los plazos, de repente, se precipitaron. Soñaba con cumplir trece
años al final del verano y un día nos dicen que estamos en guerra sin haberle
hecho nada a nadie para que ocurriera algo así. Al contrario, fue como si se
repartieran permisos para enfangarse unos contra otros que hasta entonces
habían sido amigos. Incluso familia. Con la guerra se olvidaron de mi mote y,
pese a lo enrarecida que se convirtió la vida, eso me alegró.
Pero cuando todos celebran que la
guerra por fin se acabe, empiezan, de pronto, a llegar a la cabecera del valle
camiones con prisioneros. Los vemos cavar a lo lejos día y noche, a punta de
mosquetón, para ponerle puertas al campo y convertir mi apodo en una inminente Condena. Tengo 16 años y es lo que han
tardado en cumplir la amenaza sobre los habitantes de La Muedra que aún no se
han marchado. Incrédulos, los que aún permanecemos en nuestras casas nos
miramos en la calle cada vez que nos saludamos como preguntándonos qué va a ser
de cada cual. Unos, a Vinuesa; otros a Molinos de Duero; alguno a El Royo. Solo
pensarlo provoca una sensación de pesadilla de la que resulta imposible
despertar. 
Mi único deseo era cumplir los 18 años
en La Muedra, ser mayor de edad donde siempre he vivido. Este día, cumpliéndose
el vaticinio de mis apodos, solo veo asomar la planta cuadrada del campanario
de la iglesia de San Antonio Abad un metro por encima del agua, allí donde ha
desaparecido mi pueblo. Unas semanas antes mis padres, que a regañadientes
fueron los últimos en irse, vaciaron las pertenencias de nuestra casa. Vistas
salir por la puerta no resultan gran cosa. Un armario ropero que arrastran
entre mi padre y el camionero, otro más pequeño, el mío, que saca sobre su
espalda mi padre solo, dos camas, una grande y otra pequeña, y dos colchones,
una mesa y las sillas, la vitrina, algunas cajas de cerveza llenas de
cacharros, un baúl y tres maletas atadas con cuerdas por lo obesas que parecen.
Qué suerte tengo de que no quepa en la cabina del camión, donde se van mis
padres con el conductor y me dejan, como ya voy a ser mayor, sola en la casa
vacía. 
Enseguida empiezo a ver por dónde va a entrar el agua, cómo irá anegando las habitaciones hasta el techo y luego todos los techos de La Muedra, incluidos los que están debajo de la tierra en el camposanto. Con un trozo de carbón dejo escritos por las paredes recados a los nuevos habitantes del embalse. Escribo mi nombre, no mi apodo, el de mis padres, el de mis abuelos y hacia atrás todos los que recuerdo. Les cuento quiénes somos a los peces, a las algas y a los bentos. Cuáles son nuestras preferencias. Qué opinamos de la justicia de los infinitos frente a los habitantes. Coloco bien puestas en el alféizar de las ventanas las macetas que mi madre no ha querido llevarse y han quedado desperdigadas por el patio. Pobrecitas, al principio se pondrán contentas con el riego, pero pronto el alimento se convertirá, como para nosotros, en condena. Quiero que permanezcan ahí, en las ventanas, por las décadas que tengan que venir, decorando la que siempre será mi casa, aunque ahora, bajo un mundo acuático, solo yo me acuerde de su belleza. El día en el que la condena se cumple, el 29 de septiembre, con la inauguración del Embalse de Cuerda del Pozo, en otra casa brindamos por mi mayoría de edad y por fin respiro liberada de mis apodos, es lo único bueno que trae la fecha. Ya nadie me relacionará con el cumplimiento de una sentencia a muerte.

