CARTAS AL s XX | 9 de noviembre de 1989, jueves. No tenemos instrucciones


A las órdenes de mi Capitán. Le escribe a mano el sargento Müller ante la imposibilidad de cualquier otra comunicación desde el puesto de control en el paso fronterizo de Drewitz-Dreilinden durante las horas finales del día de hoy, 9 de noviembre del año en curso. En esencia el mensaje que deseo transmitir es que carecemos de instrucciones. Multitud de automóviles se agolpan ante las barreras bajadas. Pero no ha llegado a esta oficina ningún tipo de disposición sobre cómo actuar ante esta circunstancia. Los ciudadanos que los conducen hacen sonar las bocinas insistentemente. Los pasajeros que transportan han abandonado los vehículos y sobre el asfalto de la pista organizan actos que parecen festivos: tocan instrumentos de música, bailan, cantan, ríen y con frecuencia se reúnen en coros de abrazos. Algunos recogen leña de los alrededores y la organizan con la intención de encender fogatas de pequeño tamaño. Incluso se observa la acumulación de personas que se acercan a pie hasta el lugar, bien caminando por la carretera, bien atravesando el bosque contiguo. Unos y otros se suman de manera espontánea al jolgorio generalizado. Ante esta coyuntura los agentes destacados en Drewitz-Dreilinden no disponen de órdenes concretas sobre cómo actuar frente a la población. Y mi rango no me permite tomar decisiones en el sentido con el que habitualmente se reprimen los actos de insubordinación y escándalo moral. No tenemos instrucciones adecuadas para esta circunstancia.

Si quiere que le sea sincero, mi Capitán, el vacío de comunicación y notificaciones en el que llevamos horas sumidos, junto a la euforia generalizada de la población, crea en los hombres un estado de estupefacción con el que va resultar difícil recuperar el orden en este puesto de control. Mi rango me impide interpretar de un modo correcto el silencio jerárquico al que asisto como respuesta a los acontecimientos del día de hoy. Temo que cualquier decisión que asuma, ante esta completa falta de directrices, pueda pasarme un día factura ante los funcionarios del Ministerio para la Seguridad del Estado, a los que no les va a costar centrar en mi persona tanto la ausencia de respuesta ante la situación por parte de este puesto de control, como cualquier determinación que pudiera tomar, en el uso del mando que me corresponde, y que juzgado sin las circunstancias que me rodean en el presente pudiera considerarse erróneo, o incluso delictivo. Porque la total ausencia de una orientación clara por parte de las autoridades de las que esta misión depende no implican solo una actuación de orden público, sino quizá una aplicación de un nuevo orden que desconocemos y cuyo margen, permita mi Capitán que se lo esboce con las dudas que mis hombres y yo poseemos, en este momento va desde la reacción más firme, con la represión cruenta del incívico comportamiento generalizado, hasta la dejación absoluta de nuestras obligaciones abriendo las barreras y permitiendo que los ciudadanos que así lo deseen abandonen el país. Ha de comprender que resulta un margen de gestión del orden público excesivamente amplio como para que un sargento tome una determinación en un sentido o en otro, y no acabe por ello en el calabozo más oscuro de Hohenschönhausen.

No es mi propósito, ni forma parte de mis atribuciones, cuestionar el modo de administrar las comunicaciones desde la jerarquía a la que me debo y obedezco. Sin embargo, ha de reconocer mi Capitán que la actual dejación de responsabilidades en la cadena de mando, frente a los insólitos acontecimientos a los que mis hombres y yo nos enfrentamos, empujan nuestra situación hasta un lugar límite que desconozco cómo gestionar en relación al orden establecido. No ignoro, tampoco, que el silencio que recibo en todos los sistemas de comunicación con el mando he de trasladarlo a mis hombres, y que alguno puede no estar de acuerdo con la inacción de este momento, puesto que en cuestión de orden público la no actuación equivale a una clara actuación en un sentido opuesto al de nuestro ordenamiento jurídico, y en estos momento, del mismo modo que yo le escribo a usted, cualquiera de los agentes bajo mi mando puede estar redactando un informe sobre la situación de caos ciudadano y sobre mi no reacción reglamentaria ante ella para su contacto en la Stasi, de modo que este cero órdenes que recibo ya esté contando en mi expediente como una actitud antagónica al orden democrático y social del Estado. Es decir, mi Capitán, que esta noche me la juego y me temo que mi destino ya no dependa de mí, ni de mi actitud o decisiones, sino de una fuerza superior, que de momento se muestra ingobernable, sobre cuyo enigmático dictado no parece que haya nadie capaz de elaborar ninguna instrucción. Porque si cae usted, caigo yo detrás, y si cae el coronel, cae usted, y si cae el general, cae el coronel y si cae el presidente esta noche cuando se abran las barreras, nos precipitamos todos detrás. No sé si me entiende. Y tampoco sé si desvarío o exagero. Eso nos lo dirán los acontecimientos que, creo, ya nadie en la jerarquía consigue controlar. Me pregunto si no debería ordenar que mis agentes se desprendan del uniforme y vayan con los automovilistas a bailar abrazados en torno al fuego en mitad del asfalto.

20 de noviembre, jueves | Jardín de aforismos



En la arquitectura de los textos cada vez es más frecuente que se queden a la vista los forjados, sin tabiques entre un piso y otro, y en medio un pequeño fuego encendido donde se calienta un pensamiento.

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La inocencia de una vieja fábrica abandonada en un paraje natural consigue que la perdone.

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La mano que abre una puerta solo es un símbolo para su amante.

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A la firma siempre la acompaña un silencio. Es una buena razón para no personalizarlo todo tanto.

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Los libros de historia, si solo contaran lo que ha sucedido, aligerarían bastante su volumen.

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Si la luna puede ser la luna de vez en cuando, no comprendo la inflexibilidad de los códigos morales.

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Que los fantasmas no existan solo es verdad ahí donde hay fantasmas.

13 de noviembre, jueves | CRÓNICA APÓCRIFA


La yerba crece en manojos largos

sobre los excrementos de las vacas

Elizabeth Bishop


Me sorprendí a mí misma contando que en la gran ciudad no había quién viviera. «No hay quien viva», dije exactamente la primera vez que me lo preguntaron, aunque lo pronuncié con aplomo de confesión, no como el tópico que es. De ahí que no me costara continuar por la cuesta abajo. Que si me desangraba yendo de un sitio a otro sin hallar nunca un lugar que considerara mío, que si una se olvida de sí misma entre tal exceso de vidas de otros. Las razones que desde entonces doy cuando me interrogan para saber qué hago aquí. Y nunca se agota la curiosidad, como si la respuesta tuviera el poder de descubrir un grial escondido. Nadie entiende que un día abandonara la ciudad rutilante y bulliciosa por este charco de quietud en mitad de las montañas donde salir de casa a pasear se considera otro de los pecados capitales, acaso el más pernicioso. 

Y, sin embargo, nadie cuestiona lo que ha sido para mí el salto mortal más complejo de mi vida, el que me ha llevado a abandonar mi juventud para buscar trabajo en esta residencia de ancianos. Y por ser la última en incorporarme —la que me precedía había cumplido un lustro siendo la Novata, título que he heredado— me han adscrito a la planta de los más longevos y deteriorados por la edad, siguiendo una regla de extraña sabiduría que atribuye a las aprendices los casos más complejos y difíciles. No me quejo. No lo haría el pecador voluptuoso al conocer el círculo del infierno que, de modo coherente, le ha correspondido. Así que no puedo decir que disfrute con mis ancianos, pero no echo de menos las clases en el colegio. Ni tampoco me torturan en exceso las desagradables exigencias de mi nuevo trabajo.

Hay dos abuelos, en especial, que me mortifican y fascinan al mismo tiempo. No quiero anotar aquí sus nombres, por si alguna vez cae esta declaración en manos de sus familiares. Caso de que los tengan, porque hasta el momento no han recibido visita alguna, ni uno, que voy a llamar Noé, ni el otro, que bautizaré Abraham, quien fue en sus inicios, como el viejo que cuido, pastor. Aunque mi Abraham se refiere a sí mismo como ganadero. Si le llamara «pastor» me aporrearía, este término identifica para él la categoría laboral ínfima que atribuía a los empleados que mal pagaba y nunca reconoció legalmente como tales. Y siendo una persona muy religiosa, la religión al parecer no le sirvió ni para apiadarse del prójimo ni tampoco para reconocer la santidad de la palabra con la que insultaba a quienes ofrecía trabajo: «pastor tenías que ser».

Aunque no me ha costado mucho descubrir que por debajo de este término hay otro que pronuncia con un acento aún más injurioso: «labrador». Este es Noé. Ni siquiera el que cultivara una viña, como su referente bíblico, y fermentara después la uva en un vino excelente le valió el mínimo prestigio: «Si no lo haces tú, lo hará otro, que eso lo hace cualquiera». Así sonó durante décadas el estribillo de las opiniones de Abraham. Ambos, como ahora, fueron vecinos. En el pueblo, porque es pequeño, pero sobre todo en el monte. Todas las parcelas que cultivaba Noé, por un costado o por otro lindaban con los terrenos donde pastaba el ganado de Abraham. Los reproches y conflictos habían sido mutuos y constantes. Si Noé le pedía indemnizaciones por los cultivos arrasados por las reses que rompían el vallado, Abraham le denunciaba por pretender envenenar sus rebaños con plaguicidas y fumigaciones. Pero ahora no eran los juzgados provinciales los que almacenaban sus continuas querellas, sino yo quien los atendía a los dos, juntos en la misma habitación de la residencia. Abraham el ganadero y Noé el labrador.

Recuerdo el primer día en el que aparecí en su habitación, recién incorporada a la plantilla, a la hora de levantarse, con el propósito de ayudarles, primero a uno y luego a otro. Eso es lo que pensaba, en mi inocencia. Se me ocurrió empezar por el que tenía en primer término, Noé, que dormía junto a la puerta. La trifulca que montó esa mañana Abraham fue de película. Que si le había relegado. Que si me olvidaba a propósito de sus dolencias. Que si buscaba excluirle de la vida residencial. De lo que enseguida me di cuenta es de que si hubiera empezado por Abraham, Noé hubiera montado la misma escena, porque se me ocurrió sugerir que al día siguiente empezaría por él y enseguida estallaron los dos agraviados por marginación. Tal como había aprendido a hacer con los niños, traté de encontrar un elemento objetivo. Les propuse que procederíamos por orden alfabético. «Excelente criterio», dijo Abraham. «Estoy de acuerdo, pero si usamos los apellidos», añadió de inmediato Noé. El de Noé empezaba por C y el de Abraham por S. Calle sin salida. De hecho, pasaron meses acudiendo cada día a levantarlos a los dos, con protesta asegurada de uno de ellos. La razón resultaba el instrumento más inútil que existe para ordenar la vida de campesino y ganadero. Y levantarles era solo la primera excusa del día para la disputa entre dos ancianos a los que ya había que ayudarles en cada tarea que se propusieran realizar. La única persona risueña a cualquier hora en la residencia me pareció que era la auxiliar a la que mi incorporación había relevado de esta planta.

Como pude me amoldé a la refriega constante. Hasta que un día Abraham falleció mientras dormía. Por la mañana retiré del cuarto a Noé, que se mantuvo absolutamente callado. Los empleados de la funeraria se lo llevaron a mediodía, cambié sábanas y mantas y por la noche el labrador regresó a su cama. Cabizbajo, en silencio. Así permaneció varios días. Una mañana, quizá por animarle, se me ocurrió hacerle un chiste perverso y le dije: «Al final tenía razón yo y el orden que primaba era el alfabético de los nombres», y hasta hice un mohín de sonrisa a continuación. Que no fue secundado. Noé, muy serio y en voz baja me recriminó que en estos asuntos estaba de sobras el humor. Y no le volví a sacar una palabra en el resto del día. Otra mañana, me pidieron que le acompañara a la sala de visitas. Le esperaba el notario y con él le dejé. Imaginé que, asustado por la desaparición de Abraham, quería dejar a buen recaudo sus propiedades, que como las de su compañero de habitación, no eran pocas. Cuando le recogí, Noé estaba aún más desencajado. No le saqué ni una palabra, pero la directora me lo contó al día siguiente. Abraham había nombrado a Noé su heredero universal. Entre los dos se repartían la montaña donde está ubicado el pueblo, al margen de la propiedad de la mitad de sus casas, hangares y cocheras. Noé disfrutó muy poco de su fortuna. Unas semanas.

Acudí a su entierro, igual que había ido al de Abraham, aunque en este caso solo como su acompañante. La habitación la ocuparon de inmediato otros dos ancianos de la localidad, que estaban en lista de espera. Muy amables. Todo era «muchas gracias, señorita; usted primero; por favor; si no le importa, buenos días, buenas tardes, buenas noches». Qué insoportable aburrimiento. Cómo empecé a añorar a mis dos granujas. Aunque no me dio tiempo a pasar al siguiente grado, que es el olvido. En absoluto. A los pocos días se presentó el notario y pidió entrevistarse conmigo. Ahora soy dueña de una montaña entera, donde medio pueblo se gana la vida, y el otro medio habita en mis propiedades y cuento con un treinta por ciento de la residencia, hecho que de inmediato motivó que la directora dejara de llamarme «chiquilla» para tratarme de usted.

[Cuaderno de ficciones, página 34]

7 de noviembre, viernes | A vueltas con la lectura



Desde hace un tiempo me inquieta lo que se pueda pensar a partir de la «lectura», una palabra que se usa con frecuencia con un significado objetivo que, si se trata de comprender como tal, no significa nada. En la experiencia de uso, cuando la oigo pronunciada siento contrariedad. Es frecuente utilizarla en contextos de apariencia crítica —tipo «fulanito ha sido leído desde tal punto de vista»— y al mismo tiempo basta escuchar los comentarios de dos personas que hayan leído un mismo texto para observar que no existen dos lecturas idénticas, ni siquiera como resumen de un artículo de prensa.  Que lo subjetivo es la característica inmediata de cualquier lectura. Resulta contradictorio que, aun siendo consciente el hablante de la complejidad del término, se extienda un uso ensimismado de la palabra «lectura» que pretende nombrar densidades semánticas, casi agujeros negros de significado. Y, de hecho, es posible que las nombre. Aunque igual que ocurre con los agujeros, hay que descubrirlas.

         Cabe comenzar diferenciando dos términos que comparten lexema, pero no características: lectura y lector. Los lectores, a diferencia de la lectura, son una entidad contable. Se puede concretar en cifras y, a partir de ahí, conocerla. Normalmente solo se usa una única cifra, la de quienes han comprado el libro, aunque nunca llegaran a leerlo. Pero sería posible incluso, si a alguien le interesara sufragar la encuesta, saber el número de lectores que abandonaron la lectura al principio, o en medio, o que siguieron hasta el final, los que la repitieron… la estadística es capaz de desmenuzar cualquier significado relativo a los lectores. Su lectura, sin embargo, resulta más esquiva. Para un lector habrá sido esencial en su manera de comprender algo, para otro, al lado suyo, un simple entretenimiento. Y ambos habrán disfrutado leyendo. El significado del diccionario, la mera «acción de leer», o de «cosa leída», resulta inservible para pensar su dimensión. O, mejor, para averiguar si sirve para pensar aquello para lo que se utiliza cuando se refiere a sus frutos.  

         Se suele entender por «lectura» el conjunto de conocimientos que genera una obra literaria en quien la lee. Es un proceso que suele concebirse solo en este trayecto, es decir, ObraLectura. Imagino que también esta formulación admite una variable más interesante: Obra+Obra+ObraLectura. De modo que el conjunto de libros leídos construye un conocimiento de mayor complejidad que también se puede denominar «Lectura». Cuando concluye aquí el proceso, se suele nombrar con el impreciso sinónimo de cultura. La cultura que posee un individuo como el conocimiento que le ha proporcionado el conjunto de obras (literarias, artísticas, históricas…) que ha conocido. Ahora bien, cabe cuestionarse si esta lectura como cultura es siempre el final de un proceso. La respuesta es negativa: esta lectura genera en determinadas personas una Obra que a su vez creará nuevas lecturas: LecturaEscritura. Y en este desarrollo posterior, de repente, emerge la «lectura» como generadora de una obra y no solo como receptora, hecho que reclama una atención diferente.

         Para definir con precisión el término «lectura» en esta situación germinal, tal vez resulte útil recurrir a un símil didáctico. Es el caso de un científico, especialista en física cuántica. En el ejemplo, el término «lectura» determina el conjunto de sus conocimientos, y «escritura», la expresión de estos. Cuando le invitan a dar una charla en un colegio de primaria, el científico recurre a reducir al máximo sus conocimientos (lectura) y convertir su discurso en una serie de cuentos (escritura). El día que va a dar la charla a un instituto de secundaria, esta adquiere un matiz divulgativo. En la universidad, para alumnos de tercer año, introduce alguna observación de carácter científico, pero menor. Y, finalmente, en una conferencia sobre sus descubrimientos, en un congreso de físicos cuánticos, se podría decir que se igualan lo que sabe y lo que expone.  Un equilibrio que solo se produce en este caso: Lectura=Escritura. Es decir, la manifestación de los conocimientos —su escritura— no puede ser nunca superior a sus conocimientos —su lectura—. Y esta definición de «Lectura» es, asimismo, capaz de proporcionar una útil definición del concepto de «Escritura», como el producto de los conocimientos previos a su generación.

         A partir de esta «Lectura», cabe empezar a categorizar también la «Escritura». Se puede hacer, y se hace, de una manera trivial, que sería un nivel cero de análisis. Por ejemplo, aquel autor que, por adaptarse a los gustos del público, facilita la trama o la rellena con inocuas escenas de tipo erótico reduce conscientemente la capacidad de escritura que le ofrece su lectura. O de aquel autor que comete errores de bulto en el desarrollo de una trama o escribe en un estilo empalagoso se le puede atribuir un déficit claro en su formación literaria, es decir, en su lectura.

Definir «Lectura» para estudiar la obviedad de estos casos no tendría ningún sentido. Cabe preguntarse ahora si, además de la rebaja voluntaria o formativa en el nivel de lectura, existen otros que se puedan definir mejor a través de esta identidad entre lo leído y lo escrito. En el caso de un lector voraz y exclusivo de novelas policiacas, por ejemplo, su escritura, de producirse, se inscribirá en este género. En el caso de un lector de textos de crítica social, aficionado al género policiaco, en el caso de que elija la escritura de este género, indudablemente dotará a sus tramas con una carga significativa de crítica social ausente en el género que practica. Y de este modo, su escritura abrirá dos frentes nuevos de lectura: la lectura del voraz lector de novelas policiacas se nutrirá con conceptos críticos, y la del crítico disfrutará con una trama de intriga. Este sería el primer nivel de análisis.

Un segundo nivel, relacionado con el anterior, ya ocurre no en el ámbito de los géneros sino en el de los estilos. Una lectura que repudia otras lecturas, contemporáneas o históricas, por razones de ideario, no solo reproduce lo que admira, sino que se establece a sí misma un techo de cristal —la reproducción del modelo admirado— que le impide, por esencia, cualquier renovación. La pertenencia a un movimiento de una lectura parcial favorece la expresión, en un primer momento, por la agilidad en la que esta avanza entre las certezas del camino, pero impide el crecimiento de la escritura a partir del momento en el que se alcanza el cénit logrado por el movimiento en su conjunto. Es el caso de muchos autores de época, interesantes y mediocres al mismo tiempo.

Pero existe también un tercer nivel de análisis, que ya no afecta solo a las situaciones precarias de escritura, sino a su capacidad y al concepto mismo de excelencia. En el caso de que el producto de la lectura de un autor supere la lectura del público lector, la escritura establecida a ese mismo nivel, carecerá de lectores. Si la lectura rebasa la lectura de los lectores especialistas (críticos, profesores, editores…), su escritura crecerá en medio de un vacío absoluto a su alrededor. Y solo cuando la lectura de los lectores haya avanzado, en ocasiones muchos años después de la desaparición del escritor, empezará a ser comprendida, valorada e incluso venerada. Y de esta lectura germinarán nuevas escrituras en las que los planteamientos en su día invisibles serán objeto de un deleite mayoritario. Este es el concepto de lectura que me ha permitido pensar mejor la literatura y sus vicisitudes. Aunque me temo que sea el único que lo lea de esta manera. 

CARTAS AL s XX | 29 de septiembre de 1941, lunes. Elegía de La Muedra


«La edad de la espera», me llamaban unos; «la condena», los más pesimistas. No oí hablar de otra cosa en mi niñez. Nací en 1923. El pueblo era pequeño, un centenar de casas. Se vivía bien. No faltaban legumbres en la mesa ni un trozo de carne los domingos. Mi padre apretaba con fuerza la hogaza en una mano y en la otra su navaja cortaba gruesas rebanadas de pan. Soria era un país tranquilo, donde nadie mataba a nadie. Esas atrocidades ocurrían, lejos, en la capital y aquí, cuando llegaban las noticias, no sabíamos ni quién era el asesinado. «Cosas de Madrid», se repetía. Es lo que oí contar durante toda mi infancia a los mayores. Nadie me pregunta por mi edad, porque todos en el pueblo la conocen. Siempre exacta, significa el tiempo de prórroga. Lo cierto es que la historia debió de correr entonces de lo lindo, por la cantidad de referencias que oigo. Que si el rey, que si Primo de Ribera, que si la República… En La Muedra no existieron nunca tantas épocas. Solo una, la del tiempo amedrentado por una amenaza.

Cuando tenía dos años, no lo recuerdo, claro, pero sé que estuvieron a punto de olvidarse de mi mote, la espera. Cosa de los antojos en la capital. La condena se había acordado el año de mi nacimiento, pero los ajetreos de la política, se creía, tenían menos memoria que una vaca, que cada vez que levanta los ojos de la hierba que está mordiendo ve por primera vez en su vida el prado donde siempre ha vivido. Es lo que se estimaba que estuviera ocurriendo en la capital cuando desde Valladolid, y no podían ser otros los desalmados, les dio por acordarse de lo pactado. Y reclamarlo. No era eso lo peor, lo que dejó de verdad noqueado al pueblo, según tengo entendido y me han contado, fueron los argumentos. Para el sostenimiento de la población de Valladolid y de Soria, y de toda Castilla, nosotros, en nuestro triste pueblo, teníamos que hacer las maletas y largarnos. ¿En qué cabeza cabe esa construcción lógica? Que un pueblo perezca para dar vida a «infinitos pueblos», así mismo se repetía, siendo nosotros los únicos sacrificados. Fue en esta época cuando lo de la Espera pasó a ser, a diario para mi disgusto, la Condena.

El valle donde está La Muedra es una belleza. Diciendo que sus campos son fértiles se queda una a medias. Son lo siguiente. El ganado engorda con el aire, los cultivos crecen con la luz. Y cuando queremos ver mundo, el carro nos lleva a toda la familia en un rato hasta Vinuesa. Por muchos palacios que haya —por cierto, cayéndose a cachos—, allí nos paseamos como señoritos por la calle Luenga sin sentir envidia de nada. Había ido creciendo, entretanto, y con los años volví a ser la Espera. Hasta que de repente, al cumplir los doce años, aparecieron por el ayuntamiento unos señores de traje y bigote subidos en un haiga negro-negro con un rótulo donde se leía «Fomento». ¿Qué diablos significa esta palabreja? Compraban las casas a los que no se negaban a vendérselas. Los plazos, de repente, se precipitaron. Soñaba con cumplir trece años al final del verano y un día nos dicen que estamos en guerra sin haberle hecho nada a nadie para que ocurriera algo así. Al contrario, fue como si se repartieran permisos para enfangarse unos contra otros que hasta entonces habían sido amigos. Incluso familia. Con la guerra se olvidaron de mi mote y, pese a lo enrarecida que se convirtió la vida, eso me alegró.

Pero cuando todos celebran que la guerra por fin se acabe, empiezan, de pronto, a llegar a la cabecera del valle camiones con prisioneros. Los vemos cavar a lo lejos día y noche, a punta de mosquetón, para ponerle puertas al campo y convertir mi apodo en una inminente Condena. Tengo 16 años y es lo que han tardado en cumplir la amenaza sobre los habitantes de La Muedra que aún no se han marchado. Incrédulos, los que aún permanecemos en nuestras casas nos miramos en la calle cada vez que nos saludamos como preguntándonos qué va a ser de cada cual. Unos, a Vinuesa; otros a Molinos de Duero; alguno a El Royo. Solo pensarlo provoca una sensación de pesadilla de la que resulta imposible despertar.

Mi único deseo era cumplir los 18 años en La Muedra, ser mayor de edad donde siempre he vivido. Este día, cumpliéndose el vaticinio de mis apodos, solo veo asomar la planta cuadrada del campanario de la iglesia de San Antonio Abad un metro por encima del agua, allí donde ha desaparecido mi pueblo. Unas semanas antes mis padres, que a regañadientes fueron los últimos en irse, vaciaron las pertenencias de nuestra casa. Vistas salir por la puerta no resultan gran cosa. Un armario ropero que arrastran entre mi padre y el camionero, otro más pequeño, el mío, que saca sobre su espalda mi padre solo, dos camas, una grande y otra pequeña, y dos colchones, una mesa y las sillas, la vitrina, algunas cajas de cerveza llenas de cacharros, un baúl y tres maletas atadas con cuerdas por lo obesas que parecen. Qué suerte tengo de que no quepa en la cabina del camión, donde se van mis padres con el conductor y me dejan, como ya voy a ser mayor, sola en la casa vacía.

Enseguida empiezo a ver por dónde va a entrar el agua, cómo irá anegando las habitaciones hasta el techo y luego todos los techos de La Muedra, incluidos los que están debajo de la tierra en el camposanto. Con un trozo de carbón dejo escritos por las paredes recados a los nuevos habitantes del embalse. Escribo mi nombre, no mi apodo, el de mis padres, el de mis abuelos y hacia atrás todos los que recuerdo. Les cuento quiénes somos a los peces, a las algas y a los bentos. Cuáles son nuestras preferencias. Qué opinamos de la justicia de los infinitos frente a los habitantes. Coloco bien puestas en el alféizar de las ventanas las macetas que mi madre no ha querido llevarse y han quedado desperdigadas por el patio. Pobrecitas, al principio se pondrán contentas con el riego, pero pronto el alimento se convertirá, como para nosotros, en condena. Quiero que permanezcan ahí, en las ventanas, por las décadas que tengan que venir, decorando la que siempre será mi casa, aunque ahora, bajo un mundo acuático, solo yo me acuerde de su belleza. El día en el que la condena se cumple, el 29 de septiembre, con la inauguración del Embalse de Cuerda del Pozo, en otra casa brindamos por mi mayoría de edad y por fin respiro liberada de mis apodos, es lo único bueno que trae la fecha. Ya nadie me relacionará con el cumplimiento de una sentencia a muerte.