Las reuniones son peligrosas, en general. Las reuniones de consejo de administración son especialmente peligrosas. Forma parte de la tragedia de los nuevos tiempos. Antes, este aspecto se resolvía mejor. Los responsables de cualquier empresa se reunirían para no cambiar nada. La reunión en sí misma justificaba la dedicación a la compañía. La reunión era una forma de empujar un coche que carecía de ruedas. El no avanzar aseguraba el funcionamiento del motor, que era lo importante. Algo que, por desgracia, desapareció con los tiempos benévolos. Ahora ocurre lo contrario. La reunión tiene que cambiar todo para justificar que se ha realizado con diligencia. La mayor parte de lo que se modifica no necesita ninguna modificación, y a menudo una reunión sustituye A por B, y luego, en otra, B por A. Para que la modificación sea computada como tal necesita la existencia de personal afectado. Por ejemplo, todos los que trabajan en la primera planta, que ocupen la segunda. Y al revés. Estas son las modificaciones que más gustan. Es como empujar a cuatro personas sentadas en sendas sillas desde la explanada hacia la autopista plagada de camiones tráiler como si se arrastrara un vehículo con ellas dentro.
20, martes. Octubre. Paul Strand, profesor de poesía fotográfica
Visito la muestra de un fotógrafo del
siglo XX, Paul Strand (1890-1976) y nada más entrar descubro que ha sido mi
maestro de fotografía durante todos estos años. Como si en lugar de ir a una
sala de exposiciones hubiera acudido a la academia donde imparte sus clases
quien tanto me ha enseñado sin que hasta hoy fuera consciente. Quiero decir, lo
que me gusta que la cámara recoja —en la captura de objetos, situaciones, fragmentos
de espacios y paisajes— y el esfuerzo por adecuarlo a una manera de mirar
personal, alejada de los estereotipos, Strand ya lo hizo décadas atrás, claro,
y lo entregó como legado. Y también algunos aspectos —tanto los relacionados
con motivos singulares, como con las distancias y los encuadres— que creía
haber descubierto por mí mismo, compruebo en el aula de Paul Strand que los
aprendí de él sin ni siquiera ser consciente de debérselo. Esta grata
sensación, casi de anagnórisis, que rara vez me ha sucedido en literatura,
acostumbra a pasarme con cierta frecuencia en fotografía, disciplina en la que
soy escasamente erudito.
Sus
composiciones resultan admirables. Aciertan a convertir en significativos los
fragmentos de realidad que uno encuentra a su alrededor sin saber qué hacer con
ellos. Contemplo la fotografía de un lago en las islas Hébridas, al oeste de
Escocia («Loch Skiport. Isle of South
Uist. Outer Hebrides»). De 1954. Y recuerdo la fotografía que acababa de
hacer la semana anterior en la bahía de Llançà, que de tan cerrada suele
parecer también un lago. Para la mía quise la misma distribución de los
espacios en la imagen, le di a la línea de la montaña idéntica función de
marco, no alrededor, sino en medio, como ocurre en los dípticos, y busqué
establecer un diálogo similar entre un mar en calma y un cielo en movimiento.
¿Soy o no soy su discípulo? ¿No he aprendido a mirar viendo sus fotografías,
aunque no supiera que las había visto antes? Paul Strand no solo le proporciona
una ascendencia a lo que se pueda experimentar desde la ingenuidad fotográfica,
su forma de reflexionar en imágenes también ofrece un repertorio de
significados al hecho de mirar a través del visor.
Aunque
quizá no haya acudido a su curso de fotografía solo para descubrir lo que ya
sabía, sino para algo menos narcisista. Avanzo por la sala y me pregunto qué
sentido tiene guardar con tanto esmero —en cajas de cristal enmarcado— estas
meras teselas rescatadas del prodigioso mosaico de la realidad que ya jamás
podrán representar. El fotógrafo parece una suerte de arqueólogo que armado con
piqueta y cepillo revuelve entre los cascotes del tiempo hasta encontrar algo
que inmediatamente guarda en un sobre de papel. O quizá solo sea el geólogo que
recorre el monte martillo en mano y se acurruca en un rincón e infringe a la
roca una muesca. Recoge luego con primor las fracciones desprendidas y las
introduce con cuidado en una bolsa de plástico opaco. Uno y otro, más tarde,
vacían sus descubrimientos sobre una mesa en sus respectivos estudios. Este
lugar en la época de Paul Strand se denominaba laboratorio y entre cubetas,
líquidos, pinzas y ampliadora, bajo una luz segura, se producía la metamorfosis
alquímica de la fotografía. Que carece de cualquier alquimia porque la
transformación es idéntica a la que consiguen arqueólogo y geólogo en sus
análisis: obtiene conocimiento.
Cada
fotografía de Paul Strand es una nimia, casi espuria, muestra de la existencia,
pero capaz de devolverle a ese todo inconmensurable de donde procede, pero ya
sin formar parte de él, algo de lo que este carece: un significado metafísico.
La dimensión de este significado va, literalmente, más allá de la física de lo
existente, y le añade a lo mostrado el valor de su comprensión humana, incluso
cuando resulte esencialmente incomprensible —como el espejismo de la
trascendencia o la oscuridad de la muerte—. En su Carta a los Estudiantes, la que empieza con el adagio casi
revolucionario de «Todos somos estudiantes», Paul Strand lo dejó meridianamente
claro: «Sobre todo mirad las cosas que os rodean, vuestro mundo inmediato. Si
os sentís vivos es que significa algo para vosotros, y si os interesáis lo
suficiente por la fotografía y sabéis cómo utilizarla, querréis fotografiar ese significado». Desde
Strand, los fotógrafos no enseñan,
aprenden; y la fotografía no describe, piensa. A veces poéticamente, otras en
la estela misma de la filosofía.
14, miércoles. Octubre. Clásicos y Antiguos. Práctica del epigrama 24
6, martes. Octubre. A vueltas con la mascarilla
3, sábado. Octubre. Ideas sobre el amor. Práctica del epigrama 23