Leo en un librito de Alain Badiou su definición del amor: «la experiencia dialéctica íntima de la diferencia y de su poder mágico en lo que respecta a un trayecto del mundo rescatado de la soledad». Me resulta una idea algo confusa. Por dos razones. Primero por la heterogénea reunión de términos —en especial los adjetivos (dialéctica, mágica…)— parece más fruto de una impericia que de un pensamiento, como quien, al poner la mesa, coloca juntos una cuchara de aluminio y un tenedor de plata. Y segundo, porque la misma afirmación podría realizarse perfectamente al revés. No dice Badiou «mundo» rescatado, sino «trayecto del mundo». Es como quien comparte asiento en un autobús. O, más filosóficamente, en un tren. Y en cualquier «trayecto» de asiento compartido, lo normal es que el mejor momento sea cuando la otra persona se levanta para bajarse en una parada anterior. Y entonces parece más agradable estar sentado solo en un asiento que antes ocupaban dos personas. Experiencia que como resultado desembocaría en un principio opuesto al de Badiou: «La soledad es un mundo rescatado de los convencionalismos del amor». Y si tienen razón los constructores de edificios, que cada vez más ofrecen pisos más escuetos, un retrato más fiable de la idea del amor en nuestra época.