El aeropuerto de Múnich tiene una línea de metro propia para conectar las dos terminales y sus múltiples puertas. Hay techos de cristal y paredes diáfanas donde la luz juega con la fotogénica arquitectura. Lo sé porque en una ocasión hice un transbordo entre aviones y anduve fotografiándolo. Donde llega hoy mi avión se parece más a una estación de autobuses. Pasillos estrechos, iluminación sucia y cierta aglomeración caótica, mediterránea. Se me ocurre pensar que en el aeropuerto de Múnich cada cual llega al destino al que le predestina su origen.
El tren que me acerca a la ciudad se detiene en una estación. Los minutos siguen su camino. No me impaciento, al principio, porque nadie me espera en ninguna parte aquí, pero la situación se alarga. Aprovecho el tiempo para fijarme en los detalles. Leo las informaciones que la compañía ofrece sobre normas y servicios. Están en alemán, inglés, francés e italiano. Por aburrimiento, recorro los vagones de punta a punta. Solo oigo dos lenguas de potenciales informados, alemán y español, hablado este con una estimulante variedad de acentos. Algo más de media hora después, el tren se pone en marcha como si nada. Apunto el retraso en la agenda para el día del regreso, por si aquí tienen también los trenes costumbres meridionales.
Tal vez por el retraso, no sé, el tren se sale del circuito de cercanías y va a morir a la Estación Central, a uno de sus laterales, una parada antes de la mía. Me choca arrastrar la maleta por un pavimento de hormigón desmigajado. Paredes desconchadas, aire de dejadez, sombras, sordidez. El ambiente cambia al atravesar la zona céntrica, una estación de largo recorrido engastada en un centro comercial. Ahora el pavimento es marmóreo y las paredes de cristal. Ha de quedar muy claro en la mente del transeúnte, me digo, la diferencia entre lo público y lo privado. Lo sórdido y el lujo.
Por la noche, en el hotel, me entretengo antes de dormir frente al televisor con el mando en la mano. Hay doscientos cincuenta y nueve canales, no todos diferentes, porque algunos se desdoblan en emisoras regionales que tienen franjas de emisión comunes. En todo caso, más de doscientos distintos sí hay. Entretenimiento asegurado para el dedo índice inquieto. La mayoría hablan alemán. Bastantes en inglés, algunos en francés. Hay también canales en múltiples lenguas, además de las obvias, descubro cinco argelinos, uno ucraniano, uno griego, uno donde hablan y rotulan en hindi… El único que aparece con nombre español, «Telesur», no está conectado o no tiene programación. Busco el canal 24 horas de TVE infructuosamente. De los doscientos cincuenta y nueve ni uno solo habla en español, lengua en la que, felizmente, me han atendido al llegar al hotel.
Ni un solo canal en español, pero al azar de la revisión nocturna descubro dos emisoras alemanas que programan sendos reportajes sobre España. En el primer recorrido ya me doy cuenta de que en las televisiones alemanas abundan los reportajes. Llama la atención. En cualquier país europeo, al pasar de un canal a otro se transita de una película a otra; en Alemania paso de un asunto a otro. La de reportajes que veo, porque en cada uno me detengo un rato. La mayoría son muy sencillos: una sola cámara, un periodista, es decir, toda la logística que cabe en un coche con tres personas. En seguida me doy cuenta de la razón por la que me entretienen los reportajes. No es posible seguir una película —o tal vez solo las persecuciones de las películas— sin conocer la lengua en la que hablan los personajes. Aburre. Pero un reportaje se entiende perfectamente sin comprender la voz que lo narra. Quizá este sea el motivo por el que en la televisión propia me aburre verlos y aquí descubro que me fascina. Cuando se conoce la lengua del reportaje, cansa porque se repiten, en la voz y en la imagen; pero, si no se entiende a quien habla, maravilla comprobar que se comprende todo a través de las imágenes.
Uno de los dos reportajes es el anuncio de un programa. Lo veo un par de veces. En el título aparece la palabra Mallorca, pero en el clip me parece que son imágenes de Ibiza, de esa zona de Sant Antoni donde van hordas de jóvenes a liberarse del futuro convencional que les aguarda bebiendo hasta la extenuación. Eso es lo que veo, tipos beodos, que balbucean, que vomitan, que se desnudan crudamente, en fin, un buen reportaje para prestigiar la isla de Mallorca, donde por cierto viven miles de alemanes.
El segundo reportaje lo pillo desde el principio y me quedo hasta el final. Sin dar crédito. Empieza a las puertas de un supermercado en Alemania. Un tipo pregunta a las señoras, y también a algún caballero, si han comprado fruta o verdura. Todos dicen que sí. Les pregunta si saben de dónde procede. Todos dicen que no. Pues mírelo interpreto que se dice en el gesto del periodista micrófono en mano. Los preguntados sacan a la primera algo, unos pimientos, unas nectarinas, no sé, comprueban la etiqueta y cuando dicen «Spanien» el montador corta en este instante para que el televidente se quede con la palabra. Hasta yo, que no sé alemán, me quedo con la copla.
No hace falta entender la lengua para comprender el giro de guion: ¿dónde se cultivan esas frutas? ¡En Almería! Suena el topónimo y un plano cenital de los invernaderos. Un plano que no dura más de dos segundos. Cuando estudiaba cine me explicaron que un plano general necesita más tiempo que uno de detalle. Creo que uno de los dos, el realizador o yo, lo entendimos mal, porque el plano siguiente encuadra la puerta descerrajada de una barraca. Durante un buen rato. A mí los invernaderos de Almería me fascinan. Los he visto desde el avión y forman un paisaje singular. Dos segundos. El rato largo lo es para el objeto del reportaje que veo: ¿dónde viven los temporeros de los invernaderos? ¡En campamentos de «chabolas»! Hacía años que no oía esa palabra, que en el reportaje se pronuncia en español, con un leve acento alemán. La cámara recorre las callejas infectas, en efecto, de un campamento… ¡abandonado! Los signos de abandono son evidentes: techos hundidos, puertas arrancadas, escombros en los interiores y exteriores. Imagino que les contarán a los telespectadores que ahí viven los temporeros. Donde no vive nadie.
La infografía me va ilustrando. Resulta que a los trabajadores sin papeles, objeto del reportaje, les pagan diez euros menos al día que a los trabajadores con papeles. Van a visitar a uno de los trabajadores sin papeles. Pero las imágenes cambian: ahora la cámara avanza por unos prefabricados no muy consistentes, pero limpios, ordenados, con calles llanas y cuidadas. Un campamento de reducidas dimensiones, porque desde cualquier plano se ve el final. Entran en una de las «chabolas» que está decorada igual que un piso de protección oficial de cualquier ciudad europea. La habita, o dice habitarla, un marroquí que se viste para la ocasión: una camisa de seda —preciosa, por cierto—, pantalón perfectamente combinado y planchado, babuchas repujadas de piel. ¡Para salir en la tele! La verdad es que no se nota mucho si cobra un sueldo de miseria. Durante todo el reportaje solo se ha entrevistado a un único español. Un sindicalista de un sindicato que no reconozco. Enjuto, perilla larga, camiseta reivindicativa descolorida. Será una autoridad en la región, pero me parece que los manuales periodísticos hablan de contrastar las fuentes. Creo que el ingente cultivo de frutas y verduras en la provincia de Almería implica, tal vez, aspectos algo más complejos. Y el problema de los trabajadores no reconocidos es algo menos simple que diez euros.
La verdad es que me quedo perplejo. No sé qué les pasa a los alemanes con España. O tal vez será mejor preguntarse qué les pasa a los alemanes con Europa.