29 de mayo, jueves | Un paseo y algunos poemas



Diría que la primera noticia que tuve de la existencia de la calle Robador en mi ciudad fue libresca. No consigo determinar dónde, quizá en algún artículo sobre la generación poética de los 50, leí algo inquietante sobre esta calle. La dimensión de aquella inquietud era al mismo tiempo clara y oscura. No creo que hubiera acabado aún el bachillerato, pero ya como adolescente podía salir de casa con las llaves en el bolsillo diciendo que iba a pasar la tarde en la plaza con unos amigos. A la calle Robador fui en metro, solo. Entré por la calle Hospital, después de cruzar por delante dos o tres veces sin atreverme a dar el giro y asomarme a la boca de aquel animal desconocido. A los pocos pasos me di cuenta de que entre tantos varones que transitaban por su estrechez, tan de uno en uno como yo, resultaba prácticamente invisible. Así que me dediqué a estudiar aquel lugar donde existía un local que frecuentaban algunos poetas que había leído y admiraba. Pero en la calleja solo encontré una sucesión de bares de alterne. Eso sí, modernos. Con tipografía pop en los rótulos, profusión de luces rojas en el interior, brillos de aluminio en la barra, tapizados de escay en los taburetes vacíos y música hortera a todo volumen. Las prostitutas se entreveían al fondo de los locales, de pie, apoyadas en las paredes con desidia. Y de vez en cuando alguna asomaba por la puerta, con la mirada perdida en dirección a un destino incógnito. Como si estuviera esperando que llegara el cartero.

         Recuerdo estas imágenes tan lejanas porque hoy he vuelto a recorrer, de punta a cabo, la calle Robador. En el extremo de la calle Sant Pau, hemos leído «Carrer d’en Robador 1» y en el otro, junto a la calle Hospital, «Carrer d’en Robador 2». Dos poemas de José María Fonollosa. Un grupo que asiste a un curso de escritura creativa se había interesado por Ciudad del hombre, su obra más señera, y querían leer los poemas in situ. Hemos recorrido el itinerario de «El Raval», aunque no lo hemos empezado a las 22:15, como manda el libro, sino a las 11 de la mañana, que es horario más razonable para el propósito. Nos hemos saltado algunos poemas porque hay calles, donde ahora cruza la Rambla del Raval, que ya no existen. Leer los poemas en voz alta, en mitad de la acera, formando un pequeño círculo de personas que siguen la lectura cada uno en su libro, resulta una experiencia interesante. Al contrario de lo que hubiera imaginado, los poemas no se dispersan entre los ruidos de la ciudad —el del «Carrer Sant Martí» lo hemos leído con el ruido de fondo del camión de limpieza regando la calle—, sino que su significado se concentra e impacta en los lectores de una manera inusitadamente más intensa. Palabras que llegan con su certero significado quizá por su incierto entorno.

         Si el primer párrafo lo he dedicado a la memoria y el segundo a lo literario, he de pedirme disculpas a mí mismo por haber considerado ambos asuntos esenciales como preámbulos de un tercer párrafo sociológico. Pero la de Robador, que pudo ser fuente de poesía en otro siglo, ahora es una calle trivial. La mitad ha quedado al descubierto por el esponjamiento de la zona y en la otra mitad pervive una prostitución residual que se negocia en la calle porque, y esta ha sido mi sorpresa al recorrerla, no solo han desaparecido todos los bares y antros de entonces, sino que, en su lugar, en cada uno de los huecos que han dejado, hay instalada una tienda de móviles y aparatos electrónicos. Una tras otra, decenas de tiendas idénticas. No he sabido encontrarle el sentido a la transformación. Hay algo en los significados de este siglo que se me escapa. Pero me ha parecido aleccionador: el territorio del alterne ha sido suplantado por los bytes. Igual que todo en todas partes.  

CARTAS AL s XX | 11 de septiembre de 1973, martes. Salar de Yungay


Las temperaturas habían empezado a subir tras el simulacro de invierno en el salar. No había nada más parecido a un día que otro cualquiera en el campamento. Arena, polvo, salitre; el caliche. El sol, clavado sobre el sombrero. Al atardecer de aquel funesto martes alguien había encendido la larga mecha de los rumores, que corrían entre susurros de cabaña en cabaña, sin que se supiera cuándo y cómo iban a explotar, ni a quién iban a llevarse por delante. A la hora de la choca, sin embargo, solo resultó elocuente el silencio. El sudor de cada obrero encerrado en el jarro de su té. El enlace sindical, a quien todos los ojos perseguían, tarareaba con la pierna suelta, como si ella sola se hubiera apuntado a un concurso de baile moderno. Concluido el descanso, cada cual regresó a su ciencia sin necesidad de explicaciones. El miércoles había ya quien manejaba más datos y pronunciaba «Palacio de la Moneda» y «Santiago» cada tres palabras, como si fueran lugares que estuvieran a tiro de piedra. Eulogio la única palabra que conocía, por haberla visitado, era Antofagasta. Lo que aquí es arena cuando se levanta la vista para mirar la llanura, allí es agua. 

         Eulogio había nacido en el salar, igual que su padre, que así mantuvo la casa que le habían adjudicado a la familia, la de su abuelo, uno de los pioneros. No había más vida en el desierto que sentarse al anochecer en el porche, con un vaso en la mano, y contemplar el rectángulo de luz de la ventana en la cabaña de enfrente. Y si por acaso alguien transita por el arenal de la calle, saludarle por su nombre y saber quién era su hermana y con quién se había casado. Recordaba la noche en la que el enlace sindical no continuó su paseo, se sentó a su lado y aceptó el vaso que le había ofrecido. Se le respetaba. Y no por el cargo, sino porque no se achantaba cuando en el caliche había que arrimar el hombro. O cuando había que revisar una carga que no había explotado. Por eso le había convidado a su porche aquella noche, cuando reparó que traía una conversación entre manos. Fue claro y Eulogio también. «No tengo más ideas políticas que las que pueda conocer un terrón de arena reseco, ni nunca he pretendido otra cosa que mantener mi casa limpia y no endeudarme en el economato, pero si me pides que te eche una mano con algo que yo pueda hacer, cuenta con ello. Aunque sin compromiso, que solo lo tengo conmigo y con el recuerdo de mi familia, y con la mía, claro, si algún día encuentro con quien casarme». Y los dos se echaron a reír, como amigos.

         Los soldados de las Fuerzas Armadas llegaron justo cuando los cuchicheos, empapados en sudor, parecían ahogarse en las bocas. Era sábado. Se sabría que era sábado solo por las miradas de los obreros. Una llama titilaba, recién encendida, en el fondo de las exhaustas pupilas. Las imprecaciones y bramuras de los soldados llegaron al campamento en vísperas de un domingo como un soplido nauseabundo que las apagó de golpe. El miedo desconoce las argumentaciones, quienes lo expanden fomentan su esencial desconcierto. Tras salir el capitán que los guiaba del despacho del jefe de la oficina salitrera, todos sabían hacia dónde iba a dirigirse la brigada que le había esperado en el zaguán. Todos menos el enlace sindical, que aún trataba de ponerse en contacto con los dirigentes del sindicato en la capital para recibir instrucciones. A quien lo vio cuando lo sacaron de su casa y lo lanzaron dos soldados a la caja de un camión por encima de la carrocería se le entrecortaba la voz al buscar metáforas para explicarlo. 

         Habían convocado a todos los trabajadores de la oficina salitrera el domingo temprano. Eulogio supo que parejas de soldados iban cabaña por cabaña haciendo preguntas. No tardaría en aparecer su nombre. Sacó los ahorros que guardaba escondidos, llenó una cantimplora y fue hacia la única salida del campamento, la carretera que conducía a Antofagasta. Cuatro días de camino a pie hasta el mar.  Una patrulla, con los fusiles al hombro, había atravesado un camión y había encendido un fuego con los muebles de la casa del enlace. Los reconoció enseguida de las reuniones a las que había asistido. Se dio la vuelta. Por el costado opuesto, hacia el oeste, no era difícil saltar la tapia del campamento. Pero delante se extendía una tapia peor. Cientos de kilómetros de nada. Ni siquiera caliche. Un niño, alarmado al oír el sonido que produjo el salto, se encaramó al muro del patio y tuvo tiempo de verlo antes de que de inmediato la arena negra de la noche se lo tragara. Al día siguiente el padre se lo contó a los soldados, pero desistieron de salir en su busca.

         Eulogio caminó de memoria hasta que dejó de ver el resplandor de las luces del campamento reflejado en el cielo. Se tumbó sobre las piedras y durmió. Al amanecer echó de menos el café cargado que a diario se tomaba. Eso fue lo único que añoraba. La vida es un dado que deja a la vista sobre el tapete el número que lo organiza todo. Siempre había creído que el suyo era el seis. Conservaba la casa del abuelo, un trabajo y una realidad que le satisfacía. Continuó caminando hasta que el sol lo hizo imposible. Buscó una sombra bajo un peñasco y aguardó el atardecer sin darle vueltas a los acontecimientos. Le había parecido ver un uno en la nueva tirada de los dados. Cuando al día siguiente se le acabó la provisión de agua, incluso añoró el uno del día anterior. Siguió caminando hasta sentirse desfallecer.  Elevó la vista por encima del ala del sombrero y vio volar, dibujando círculos a su alrededor, a una pareja de buitres. Levantó una copa imaginaria y brindó con sus veladores, a ellos les había tocado en suerte el seis que él había perdido.

20 de mayo, martes | Jardín de aforismos


El ir variando los puntos de vista sobre aquello de lo que se trata era una característica obvia del pensamiento que ya solo se mantiene como exigencia a los entrenadores de fútbol en crisis de resultados.

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Hay quien ve personas asomadas a ventanas ciegas. Lo sé de primera mano.

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Si no me imagino antes a un pensador con las manos en los bolsillos, prefiero no leerlo.

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Los invernaderos comenzaron como un apaño en un extremo de la finca, que ahora conserva un pequeño cuadrado de campo al aire libre como mera nostalgia.

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En los libros de los filósofos más transparentes se cuelan de vez en cuando voces cotidianas cuyo eco ha amplificado un patio de vecindad.

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Nunca he sabido leer con precisión las informaciones de una brújula, pero eso no impide que me acompañe siempre una en el macuto.

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Ya solo compran muebles viejos las personas adineradas cuando quienes los venden se pirran por adquirirlos nuevos. 

13 de mayo, martes | El lector heteronímico


El proceso de convertirme en el lector que soy empieza con una dislocación de muñeca. Un aprendiz de hechicero con la mano vendada. Tenía diecinueve años y acababa de pasar el mes de julio en Lisboa, asistiendo en la Facultad de Letras a un curso de lengua portuguesa. Ya la había elegido antes, como lengua extranjera, en los dos cursos de Filología que había cursado, plan Suárez. De la época anterior al desastre de mi mano izquierda recuerdo ansiedad, desorden y con frecuencia desilusión en mi experiencia lectora. Este tercer factor relacionado, sobre todo, con las recomendaciones académicas de un profesorado, en general, experto en la desmotivación del alumnado. Tanto es así que dos cursos después, cuando tuve que decidir especialidad, abandoné por completo las asignaturas de literatura y elegí solo materias de lengua. Para entonces ya se había curado mi muñeca y solo deseaba encarnar el lector autónomo de literatura que había empezado a ser. 

         La dislocación tuvo que ver con aquella ansiedad nunca satisfecha, claro, pero sobre todo con la rotundidad de su expresión estética. Había acabado el curso de verano y sobre la cama en mi cuarto de pensión, el último día, expuse los libros que había ido comprado aquel mes de julio. Ahí estaban las cubiertas blancas de los nueve volúmenes de poesía donde la editorial Ática había empezado a sondear el mágico baúl de Fernando Pessoa. Más gruesos y con cubiertas animadas por colores variados, los volúmenes con los escritos en prosa del creador de los heterónimos. Y en especial dos libros que, a partir del siguiente septiembre, ya en casa, se convertirían en mi biblia particular, lo que atestiguan en el presente sus fatigados lomos: las Páginas de Estética e de Teoria e Crítica Literárias (360 páginas, con un diseño geométrico en la cubierta de fondo blanco y figuras rojas) y las Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação (450 páginas, con figuras verdes en la capa). Y como guía de orientación en la selva pessoana, la Vida e Obra de Fernando Pessoa de João Gaspar Simões (740 páginas).

         Como ya había comprobado que el volumen de mi nueva biblioteca en lengua portuguesa no cabía en la bolsa de viaje donde guardaba mi ropa, compré otra en el mercadillo popular de Martim Moniz. Lo sensato hubiera sido repartir libros y ropa entre las dos bolsas, pero una vez contemplado el lote expuesto sobre la cama, me resultó imposible dividirlo en dos bloques, separar unos libros de otros. No sé si el gozo que tuve al llenar por completo la segunda bolsa compensaría mi dislocación de muñeca, pero en aquel momento, aunque comprobara que apenas podía levantarla del suelo, así me lo pareció. Recuerdo que cuando ya mi mano había empezado a padecer el peso, en los tránsitos a pie tuve que trasladar las bolsas solo con la mano que aún resistía. Caminaba un trecho con una, la dejaba a mi espera, regresaba a por la otra, y así sucesivamente. Padecí, sin duda, aquel transporte, pero era tan valioso que ni me quejaba ante mí mismo. De hecho, iba a resultar más valioso aún de lo que suponía, acarreaba dentro de la bolsa el lector en ciernes que iría a ser durante toda la vida.

Cuando ya había empezado a serlo, algunos años más tarde, tampoco muchos, Gaspar Simões, el biógrafo de Pessoa, escribió un extenso artículo, como todo lo suyo, rebatiendo otro que yo había publicado con pseudónimo, acaso ya heterónimo, defendiendo la tesis de que Fernando Pessoa no había existido nunca tal como lo conocemos. Como autor, argumentaba, el oficinista Pessoa posiblemente fuera un poeta trasnochado que escribía lánguidas estrofas de tipo tradicional. La invención del poeta Pessoa, defendía entonces mi pseudónimo, fue colectiva: cada poeta de la generación siguiente aportó una parte inédita de su obra para la confección del gran poeta portugués del siglo XX. El argumento que el biógrafo esgrimió era inapelable: «Yo lo conocí». Pero en su desarrollado artículo Gaspar Simões a regañadientes reconocía que era cierto que Pessoa había influido a los que le leyeron desde un heterónimo diferente a cada poeta. Uno había admirado la vena vanguardista de Álvaro de Campos y había escrito como él; otro seguía al pie de la letra el clasicismo de Ricardo Reis; otro había querido emular a Alberto Caeiro e incluso hubo quien nunca pasó de la lectura tradicional del Pessoa ortónimo. Esa era precisamente la tesis oculta de mi seudónimo: en la generación siguiente a Pessoa no se había comprendido la dimensión de los heterónimos. Frente a Pessoa, sus sucesores se habían comportado como lectores de registro único, ya fuera vanguardista, filosófico, clásico o tradicional. Por mi parte, había advertido esa incomprensión porque ya era en aquel momento un lector heteronímico, capaz de leer en registros incompatibles entre sí. El que había empezado a pasar las páginas de los libros de Pessoa con la mano vendada.

El proceso no fue sencillo. Leí en primer término a Álvaro de Campos. Lo entendí enseguida. Para el joven que era la Vanguardia no tenía la edad de mi abuela entonces, sino la mía, veinte años, la edad en la que empezaron a escribir los primeros vanguardistas. La lectura es en primera instancia, un certificado de identidad. Los problemas empezaron cuando me enfrenté a las composiciones de Alberto Caeiro. El campo, los rebaños, la metafísica, conceptos que me sonaban ajenos a mis intereses. Sin embargo, la dicción de Caeiro, su ritmo repetitivo, la sucesión de preguntas medio absurdas y de respuestas inesperadas: «¿Qué pienso yo del Mundo? / ¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!». Lo elíptico de su retórica me fue ganando y acabé la lectura adorándolo, es decir, siendo un lector diferente. Descubrí entonces que la lectura reconcilia con lo que se rechaza, la mayor parte de las veces por desconfianza o por desconocimiento; siendo lo rechazado, con frecuencia, la mejor oportunidad para el crecimiento intelectual. Nadie se alimenta comiendo tres platos de postres. Ricardo Reis y la obra ortónima no fueron tampoco un reto sencillo. Tanto el clasismo como la tradición quedaban lejos de mi juventud e ignorancia. Reis me obligó, luego, a pedir libros de Horacio y de Ovidio en la biblioteca. El Pessoa tradicional me reconcilió con la infinita gracia del arte menor y las rimas, que hasta entonces consideraba un aburrimiento.

Tras este aprendizaje pessoano no me importa el siglo del poeta que lea, todos ya contemporáneos en el acto de la lectura. Mucho menos el país o región de origen, igualmente siempre el mío. También me despiertan expectativas títulos de gustos poéticas muy alejados de los míos, y nunca me costó admirar al mismo tiempo la obra de Antonio Gamoneda y la de Jaime Gil de Biedma. Nunca el estilo, las maneras o la escuela poética me han impedido leer un libro. Arriesgué mi muñeca, es cierto, pero valió la pena el cargamento que la dislocó. 

7 de mayo, miércoles | Las tomas con pincel de José Guerrero



En algún momento la pintura cayó en la cuenta de que su futuro había sido suplantado por la fotografía y de modo abrupto, por salirse de aquella competencia, descubrió su conmoción. Existe, de hecho, un recorrido paralelo y diverso entre ambas disciplinas artísticas, y en el presente, en apariencia póstumo de los trazados históricos, resulta entretenido jugar con él.  Es lo que hace José Guerrero (1979). Empieza intuyendo muy pronto que el futuro de la fotografía se encuentra en la pintura. Se apropia, al principio, de sus temas, y empieza a captar imágenes que los recreen. La serie «Efímeros» (2003-2006) es un acercamiento a la pintura a través de sus intereses: recupera su clasicismo en encuadres, texturas, simetrías… signos comprometidos con una idea temática siempre superior a la propia imagen, tal como operaba la pintura figurativa. Con 24 años José Guerrero ya ha asumido en la mirada varios siglos de contemplación artística, que no producen citas, sino interesantes interpretaciones. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Efímeros»

La velocidad del fotógrafo es fulgurante. Propia de su generación. El siguiente paso simplifica la lenta evolución pictórica hacia una estilización significativa. Guerrero abandona el fulgor del relato en favor de una poética extenuada, casi minimalista, aunque conserve siempre, como identidad, un rasguño narrativo; por ejemplo, una casucha en mitad de la nada. Encuentra esta consunción en la fotografía de las grandes llanuras, tanto en Norteamérica como en La Mancha. El tratamiento pictórico se agudiza en el revelado y en la impresión. En los paisajes esteparios, casi hopperianos, compiten grandeza e inanidad, ambas intrínsecas a la imagen. Las fotografías en esta época (2009-2012) parecen realizadas por un pincel. Por poner un ejemplo, la espléndida toma «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah», de 2011, podría formar parte de la deshumanización pictórica del siglo XX. El fotógrafo tenía 32 años. 

Encuadre fragmentario sobre «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah» de José Guerrero

Los inmensos páramos en otra época histórica hubieran llenado una vida entera dedicada a la fotografía.  Cuatro años más tarde José Guerrero ha consumado un ciclo de aproximación pictórica e inicia otro que ya no busca el modelo, sino que lo impone. Se podría afirmar que materia esencial de su experiencia fotográfica, y de la fotografía como expresión, es la luz. También de la pintura, aunque en su historia ha sabido contrarrestarla e incluso reducirla hasta casi su ausencia. Es el capítulo que le faltaba experimentar a la fotografía. Y surge, cada vez más cerca del trabajo realizado con la mano y el pulso, la serie «Carrara» (2016), que amplía en otras series de contemplación arqueológica. La colección de inéditas imágenes de la cantera italiana sobrecoge, su autor consigue transformar la blancura del mármol en… oscuridad. Unas placas impresionantes que parecen dibujadas con los dedos impregnados de grafito y de carboncillo. Fotografías tomadas en ausencia de la luz. Una cinta cinematográfica proporciona movimiento a esta manifestación de la imagen in absentia. Su título es Roma 3 Variazioni  (2017). Un túnel excavado en la roca, la suciedad del agua y la visión invertida muestran su incapacidad de mostrar. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Carrara»

El punto de recreación pictórica parece haber alcanzado su altura más sublime con las series oscuras. Pero cuando Guerrero regresa a la luz, con la serie «Brechas», iniciada en 2020 y aún en curso, el objeto de la fotografía ha cambiado radicalmente. Ya no es la visión, tampoco la mirada, sino la feroz batalla que ésta sostiene con su ceguera ante grietas, rendijas, resquicios, un mínimo perímetro de aberturas que simbolizan solo lo que no es posible ver. Parece esta serie un regreso al discurso de la fotografía después de haberse nutrido durante años con los recorridos históricos de la pintura, pero su función no es más un interregno. Y como tal, también con raíces pictóricas. Aquel cubismo que precisamente conmovió la imagen figurativa cuando la amenaza fotográfica no era ya solo una imposibilidad de futuro. Y esa parece ser su función también en la peripecia discursiva del fotógrafo: la propia feracidad de la fotografía es la más seria amenaza para su porvenir.

Fotografías pertenecientes a la serie «Brechas»

Y del mismo modo que el cubismo abre las puertas a una historia diferente de las artes plásticas, las «Brechas» prologan el enunciado de lo que continuaba siendo la intuición más persistente en la obra de José Guerrero: el futuro de la fotografía es la pintura.  A partir de los viajes a Méjico en 2017 y 2018, emerge una nueva serie titulada «BRG» en honor al arquitecto Luis Barragán (1902-1988), cuya casa es el detonante de la nueva aventura cromática. El estallido de color, sombras y perspectivas es deslumbrante, en sentido literal, ciega la percepción de la realidad, que la fotografía con tanto ahínco ampara, y la sustituye por tonalidades, geometrías, matices e incluso tintes y pigmentos. Pintura en estado puro. Bellísima y seductora. Un colorido que absorbe y abstrae. Una fiesta donde únicamente los sentidos piensan. Otra de las características que sorprende en José Guerrero es que cada conquista estilística de su cámara, en su perpetuo jugar con la historia de la pintura, se contempla como una culminación. Mejor, como la culminación. 

Fotografías pertenecientes a la serie «BRG»

Que el fotógrafo recorre su biografía artística con paralelismos constantes con la historia de la pintura podría parecer una idea trasnochada de este cronista, pero las obras más recientes de José Guerrero se empeñan en darle la razón. Había empezado esta crónica mencionando la conmoción vanguardista que sacudió el arte de los pinceles cuando la pintura decidió no competir con la fotografía, cada vez más perfeccionada, por la representación figurativa. Una fotografía que emule la pintura no logrará sus fines sin apartarse de la figuración. Es lo que Guerrero hace en las series «Brechas» y «BRG». Pero tampoco lo conseguirá sin una conmoción en su esencia. La serie iniciada en 2024, con el título «GFK» es la expresión más diáfana de esta convulsión. Construye la imagen, en este caso por entero fotográfica, a partir de «errores arbitrarios en la codificación del archivo digital en el momento de la toma» (he copiado el texto de la hoja de sala, porque no sé explicarlo mejor).

         En 2024 José Guerrero ha cumplido 45 años. O dos décadas de investigación fotográfica. ¿Ha llegado a un final? Le quedan por delante por lo menos dos o tres décadas más de trabajo fotográfico. ¿Cuál será el siguiente paso? Todos los estadios por los que ha transcurrido su intensa trayectoria —la identidad temática, la estilización poética, la ausencia de luz, la obturación cubista, la geometría colorista, el expresionismo digital— parecían, en su momento, puntos finales, conclusiones, culminaciones.  Cuando en realidad han sido siempre prólogos para el siguiente apogeo. ¿Qué seguirá al nihilismo de «GFK»? ¿Tal vez una nueva rehumanización de la fotografía? Ojalá: es lo que el arte fotográfico espera que emprenda alguien con talento.

Fotografía perteneciente a la serie «GFK»

2 de mayo, viernes. MAYO / MAI



Liebesminuten

der Landschaftsbeschreibung

Karl Krolow

Igual que aquel pastelito de almendras con piñones, tradicional en alguna tradición que no consigo concretar ahora.  El que probé en una fecha lejana y desde entonces se ha convertido en modelo de delicia, de modo que cualquier dulce desmerece en el recuerdo. Así, mayo. No hay otro mes del año que supere su presencia vital y cada año desaparece del calendario antes casi de que lo sienta llegar y asentarse. Como el final de un sueño que ocupa el duermevela y al despertar aún se puede pensar que su atractiva suplantación de la realidad continúa. Mayo. El deshielo de los cuerpos. La chaqueta que doblo y apoyo en el hombro de quien lleva el último saco del día al almacén.  Porque mañana saldré en camisa.

         Me detendría a conversar con un tilo si fuera necesario cuando cruzo la avenida en el mes que se me escapa mientras hablo con colegas que apenas conozco a las puertas de la oficina o me entretiene la quiosquera del barrio con sus tesis de sociología llenas de cursivas. Y si por inercia he salido de casa con los guantes, estoy dispuesto a perderlos, sin preocupación alguna, del mismo modo que los presidiarios abandonan radiantes sus pertenencias en la celda cuando el motín abre una brecha en el muro. Y esos dedos sin funda lo palparían todo a su paso. Está a punto de llegar incluso el día en el que, tras hacer el pino en mitad de la acera, camine boca abajo sostenido por las palmas de la mano, solo por ir tocando el suelo de mayo.

         Alguien ha encendido de repente y sin avisar las luces de la sala. Las acuarelas y óleos, que la blancura de la oscuridad cegaba, brillan desde las cuatro paredes ya sin puertas. El pintor ha dispuesto en su paleta al completo los matices del verde, desde el amarillo de la hierba o el rojo de los brotes más tiernos hasta el azulado de los arbustos que ocultan detrás el verde de las camisas a medio desabotonar. El cuello y la garganta, ese recóndito lugar donde las palabras elaboran los tonos con los que se visten o se desnudan, son moldeados ahora por los pulgares de alfarero del aire benigno. Y la melodía suena en el pensamiento antes de ser pronunciada.

         El cuerpo recobra su condición de materia, sobre las sábanas, con el edredón arrugado en un extremo. En el pedregal de la piel el hábito crea sendas, espacios apacibles donde detenerse y cerrar los ojos un instante sin sentir temor alguno. Un territorio por fin en paz con su enemigo, el tiempo, que en mayo parece haberse descarrilado de las vías que conducen hasta el punto, siempre inverosímil, en el que las paralelas se unen. El cuerpo, un país recién descubierto al que regresan sus primitivos habitantes, expatriados durante el arduo invierno. La superficie somnolienta del lago a la que la brisa de repente hace temblar.

         Desprovistas de gorros, bufandas o cuellos de astracán levantados, los rostros limpios emergen en la calle como sus retratos en la cubeta del fotógrafo. El tránsito por la ciudad se convierte en una exposición argumentada de ideas renacidas, la que defiende cada gesto o mirada o danza de melena al caminar. Un tratado sin doctrina detrás, huérfano de filósofo que lo enrede, cuya lectura brinda conocimiento, aunque se desconozca la lengua en la que está escrito. Melodía ornitológica que se impone al runrún de lo fugaz.

         Es el mes, mayo, en el que el orador alza los brazos que elevan la voz por encima de la cabeza y quienes lo escuchan sienten la levedad de sus propios sentimientos al levitar, cuando de repente cobran conciencia de no percibir otra existencia que sea tan real como lo inexistente. Y quien desafíe a la memoria, perderá todas las bazas. Porque los anales ya solo recogen los estribillos de las baladas.

         Recuerdo los propósitos de mayo en todo lo que no he sido nunca. Y en cada una de las páginas del libro que no he escrito. Es verdad que disponía la mesa para una celebración. Los lápices afilados, a mano el tintero, los folios previamente agrupados, la persiana en todo lo alto, de par en par la ventana, el sol paseando despreocupado por las azoteas. Era tan hermoso contemplar la escritura que escribir a continuación deshacía el encanto. Un camarero que dispone los cubiertos y las copas sobre el mantel momentos antes que suene el teléfono anulando la reserva. Nunca sonaba el teléfono en mayo porque lo había descolgado. Aun así, los comensales rara vez se presentaban. Pero me ha bastado siempre con evocar el dulzor incomparable de un pastelito de almendras con piñones que probé en algún lugar cuya ubicación a menudo confundo.      

[Cuaderno de ficciones, página 28]


Minutos amorosos

de descripción del paisaje

Karl Krolow

Genau wie dieses kleine Mandelgebäck mit Pinienkernen, gebacken nach einer bestimmten Tradition, auf die ich jetzt gerade nicht komme. Welches ich vor langer Zeit einmal probiert hatte und das seitdem bei mir dermaßen zu einem Idealmodell für eine Süssigkeit geworden ist, dass kein anderes in meiner Erinnerung dagegen ankommt. Der Mai, ebenso. Es gibt keinen anderen Monat im Jahr, der dessen lebendige Gegenwart überträfe und der jedes Jahr aus dem Kalender gleich wieder verschwindet, fast noch bevor ich wahrgenommen habe, dass er kommt und dann da ist. Wie das Ende eines Traumes, der uns im Halbschlaf in Beschlag nimmt und von dem wir auch nach dem Aufwachen durchaus erwarten können, dass seine gelungene Nachahmung der Wirklichkeit noch nachwirkt.  Mai. Das Auftauen der Körper. Die Jacke, die ich zusammenfalte und mir über die Schulter werfe, wie jemand, der den letzten Sack des Tages schultert, den er noch ins Lager schleppen muss. Denn morgen werde ich ja nur im Hemd hinausgehen.

       Wenn es nötig wäre, würde ich an einem Lindenbaum stehenbleiben, um mich mit ihm zu unterhalten, wenn ich durch die Allee gehe, in diesem Monat, der mir durch die Finger rinnt, während ich an der Tür vor dem Büro mit Kollegen spreche, die ich kaum kenne, oder mich noch die Frau vom Kiosk unseres Viertels aufhält, mit ihren soziologischen Thesen voller Anführungszeichen. Und wenn ich dann doch wieder, wie gewohnt, mit Handschuhen aus dem Haus gegangen bin, nehme ich bedenkenlos in Kauf, sie zu verlieren, auf die gleiche Art und Weise, wie Gefängnisinsassen freudestrahlend ihre Habseligkeiten zurücklassen, wenn sie bei einem Ausbruchsversuch die Mauer durchbrechen. Und diese ungeschützten Finger würden alles abtasten, auf ihrem Weg hinaus. Bald kommt der Tag, an dem, nachdem ich mitten auf dem Gehweg einen Kopfstand gemacht habe, ich einfach im Handstand weitergehe, nur um den Maiboden berühren zu können.

       Jemand hat plötzlich und ohne Vorwarnung das Licht im Saal angemacht. Die Aquarelle und Ölgemälde, die vom gleißenden Weiß der Dunkelheit geblendet wurden, strahlen von den vier Wänden zurück, schon ohne Türen. Der Maler hat alle Grüntöne auf seiner Palette nebeneinander angeordnet, vom Gelb der Kräuter oder dem Rot der zartesten Keime bis hin zum Blau der Sträucher, die hinter sich das Grün der halb aufgeknöpften Hemden verbergen. Der Hals und die Kehle, dieser entlegene Platz, wo die Wörter ihre Töne herstellen, mit denen sie sich ankleiden oder entkleiden, werden jetzt von den Töpferdaumen der milden Luft geformt. Und ihre Melodie erklingt in den Gedanken, noch bevor sie ausgesprochen wird.

       Der Körper fällt in seinen Status als Materie zurück, auf den Bettlaken, die Bettdecke an einem Ende zerknittert. Auf dem steinigen Boden der Haut schafft die Gewohnheit Wege, friedliche Orte, wo man verweilen und die Augen für einen Moment schließen kann, ohne jegliche Angst. Ein Gebiet, schließlich, das im Reinen ist mit seinem Feind, der Zeit, die ja im Mai aus den Gleisen gesprungen zu sein scheint, die sie an den immer unwahrscheinlichen Punkt führen, an dem die Parallelen aufeinander treffen. Der Körper, ein gerade neu entdecktes Land, in das seine ehemaligen Bewohner zurückkehren, die während des rauen Winters ausgewandert waren. Die schlaftrunkene Oberfläche des Sees, die von der Brise plötzlich zum Erzittern gebracht wird.

         Frei von Mützen, Schals oder hochgestellten Persianerkragen, erscheinen jetzt die sauberen Gesichter auf der Straße, wie ihre Porträts in der Entwicklungsschale des Fotografen. Der Verkehr in der Stadt wird zu einer argumentativen Darstellung von wiedergeborenen Ideen, die jede Geste oder jeden Blick oder den schwungvollen Tanz der Haarmähne beim Gehen verteidigt. Eine Abhandlung ohne Doktrin dahinter, ohne jeden Philosphen, der sie kompliziert, deren Lektüre neue Erkenntnisse vermittelt, auch wenn man die Sprache, in der sie geschrieben ist, gar nicht versteht. Vogelkundlerische Melodie, die gegenüber dem Gemurmel des Vergänglichen die Oberhand gewinnt.

         Es ist der Monat, Mai, in dem der Redner seine Arme erhebt, die seine Stimme über den Kopf steigen lassen und diejenigen, die ihm zuhören, spüren die Leichtigkeit ihrer eigenen Gefühle, schwebend, wenn ihnen plötzlich bewusst wird, dass sie keine andere Existenz wahrnehmen, die genauso real ist wie das, was nicht existiert. Und wer der Erinnerung trotzt, wird all seine Trümpfe verlieren. Denn die Annalen nehmen nur noch die Kehrreime der Balladen auf.

         Ich erinnere mich an die guten Vorsätze im Mai, bei allem, was ich nie gewesen bin. Und auf jeder einzelnen der Seiten des Buches, das ich nie geschrieben habe. Es stimmt zwar, dass ich den Tisch schon für eine Feier gedeckt hatte. Die Bleistifte gespitzt, das Tintenfass zur Hand, die zuvor sortierten Blätter, die Rollläden ganz hochgezogen, das Fenster sperrangelweit offen, die Sonne, die unbeschwert über die Dächer flaniert. Es war so schön, das Schreiben an sich zu betrachten, dass danach beim Schreiben selbst der Zauber verflog. Ein Kellner deckt den Tisch, das Besteck und die Gläser sind schon auf der Tischdecke, einen Moment bevor das Telefon klingelt und die Tischreservierung storniert. Nie klingelte das Telefon im Mai, denn er hatte den Hörer daneben gelegt. Doch selbst so kamen kaum Gäste. Aber es hat mir immer gereicht, mir die unvergleichliche Süße eines kleinen Mandelgebäcks mit Pinienkernen ins Gedächtnis zu rufen, das ich einmal an einem Ort probiert habe, dessen Lage ich oft mit anderen verwechsle.

Übersetzung aus dem Spanischen – Peter Burfeid 2025