12 de noviembre, martes | Fotografías de andar por casa: António da Costa Cabral



En el análisis convencional que se realiza de las artes narrativas, ya sea la novela o la cinematografía, muchos críticos se conforman con el resumen del argumento como único dictamen sobre la obra que comentan. Solo hay algo que produzca mayor tristeza que a uno le cuenten una novela, y es que le expliquen una película. Aun así, una buena parte de los comentaristas habituales desconocen otro elemento en el que fijarse a la hora de hablar de una obra artística. He pensado en ello antes de empezar a comentar la obra del fotógrafo portugués António da Costa Cabral (1901-1974). La mayor parte de sus singulares fotografías comparten asunto con cualquier álbum familiar: hay retratos impactantes, la mayoría realizados a sus hijos y miembros adyacentes a su extensa familia —el hecho de haber tenido doce multiplica las opciones del fotógrafo—; hay escenas domésticas, estampas urbanas —de su barrio, en invierno— y rurales —de vacaciones, en verano—, hay oficios populares, partidas de billar, y hasta imágenes de partidos de fútbol jugados en campos sin gradas, o de las instalaciones del aeropuerto lisboeta, si salía de viaje. La grandeza de la fotografía de António da Costa Cabral emerge precisamente de la medianía de los asuntos que trata. Es el ejemplo más perfecto de que el arte no se dirime en el tema, como creen los que viajan a lugares inverosímiles para fotografiarlos, sino en el talento de la mirada en cualquier situación. El hijo de Costa Cabral, en un documental sobre la vida de su padre, realiza dos afirmaciones significativas, la primera es que todos los fines de semana cogía su cámara y se iba a fotografiar, y la segunda, que solo fotografiaba «por gusto». Y el talento, es otra observación importante, para manifestarse no necesita ni dedicación profesional ni asuntos históricos o sociológicos. 

Hombre y su sombra, 1950-60


        La historia fotográfica de António da Costa Cabral se resume fácilmente en la palabra «pasión». La encuentro utilizada en el primer párrafo de su biografía. No solo le condujo a hacer fotos desde muy joven y hasta el final de su vida, sino que no dejó pasar la oportunidad de montar una cámara oscura en el desván de su casa y de realizar varias películas rodadas en la calle cámara en mano. No fue la única afición que cultivó, pues fue también, de joven, un activo radioaficionado. Y amante del billar. Vivió largas temporadas en Alemania, en Italia y en Brasil, y regresó a Lisboa para concluir en su país su vida laboral.  Tuvo una extensa familia de la que sus tomas han dejado entrañables imágenes. 

Retratos


No pretendió nunca alejarse demasiado de su época, al menos a primera vista. En los años cincuenta se popularizó una corriente fotográfica que nacía para exponerse en salones y competir en concursos, el Salonismo, caracterizada por la atención a los aspectos comunes y tradicionales de la vida cotidiana, con una composición depurada. En esta corriente se inserta la obra del fotógrafo, aunque esquiva perfectamente el defecto mayor de su época, que fue el academicismo pictórico, deriva que sus placas no siguen nunca. Al contrario, la virtud que mantiene vivas hoy las imágenes que fue tomando durante los años centrales de su siglo es precisamente su capacidad para indagar en las posibilidades expresivas de la fotografía, donde el tema pasa evidentemente a segunda fila, y su capacidad metafórica. El tratamiento de luces y sombras, la composición de las líneas, el equilibrio entre blancos y oscuros, los encuadres inusuales, la selección del plano, los pequeños detalles paradójicos o irónicos y, en fin, el diálogo que ofrece con una mirada que ve más allá de lo que está mostrando… se convierte en lo prioritario de su arte fotográfico y en la obsesión mayor de Costa Cabral. 

Trabajo de costura


Un ejemplo de su capacidad para crear imágenes inquietantes y polisémicas con elementos cotidianos, pero con un inteligente uso de recursos fotográficos, es el impresionante contraluz que crea para «Trabajo de costura». La toma presenta un primer plano de una costurera sumida en la sombra. La luminosidad emerge del mínimo bastidor donde la tela blanca concentra su atención en un ambiente de intimidad —almohadas, puerta cerrada—, concentración —en el gesto y en la tensión de la mano— y sobrecogedor ensimismamiento. Una placa en la que parece que se vaya a poder escuchar, en el silencio de la habitación, el pespunte de la aguja cuando entre en la tela. La tarea manual del bordado sobre el pequeño bastidor, en una fotografía del siglo XX, señala una dedicación artesana. Hace décadas que la revolución industrial ha mecanizado todas las actividades de costura, tanto las industriales como las privadas. El significado de esta fotografía invita a una inmediata interpretación metafórica. El efecto puramente fotográfico, el contraluz, sume en la oscuridad a la protagonista. La oscuridad le da nombre a un cuarto donde el fotógrafo trabaja a diario. No usa agujas, pero sí pinzas, que curiosamente se sujetan con el mismo gesto y con idéntica concentración se acercan a las cubetas donde las imágenes aparecen como el bordado en la tela sujeta al bastidor. No es muy difícil descubrir en esta pieza una hermosa poética fotográfica. En tiempos en los que el cine anima la imaginación —como las máquinas de coser la costura—, Costa Cabral reivindica el trabajo artesano, minucioso, personal, laborioso de la fotografía. La datación de esta obra hace sonreír a quien la ve expuesta: «[192-]-[1974]». Es decir, la pudo haber realizado desde que con veinte años hizo su primera fotografía hasta que con setenta y tres tomó la última. Algo parecido puede verse en todas sus placas, como mínimo período puede determinarse la década. Costa Cabral no fechaba nunca sus fotos, algo inimaginable en un fotógrafo profesional. Tampoco las firmaba. En el reverso a veces escribía solo «Ramot» o «Marto», anagramas de Tomar, población en la que había vivido su juventud. Como el bordado de la costurera, la fotografía carecía de una función pública o profesional en su vida de fotógrafo. El genio no siempre exige un uso pragmático de sí mismo. Tal vez la pureza estilística que se aprecia en todas sus tomas derive de esta circunstancia. 

Peso de los años, 1950-60


Veo «Trabajo de costura» en una exposición que ha organizado el Arquivo Municipal de Lisboa, en su sección Fotográfica, en la Rua da Palma. Llegué a Lisboa, no por primera vez, pero sí para una larga estancia, justo una década después del fallecimiento de António da Costa Cabral. En general, creo que se puede afirmar que la ciudad que conocí entonces, y fue la mía durante dos años, era prácticamente la misma ciudad en la que vivió el fotógrafo. Algunas de sus fotos urbanas las he visto igual que él las refleja. En los años noventa, época en la que regresé con frecuencia, asistí a la transformación que implicó en Lisboa el paso de una economía parasitaria a una economía de inversiones, con nuevos barrios y grandes vías de comunicación. Ahora, en la tercera década del siglo XXI, lo que llama la atención es la adaptación urbana a la invasión turística. Difícil de comprender para quien pasea con un baúl de recuerdos a rastras. Antes de entrar en la exposición había empezado ya a dudar de que esta fuera la misma ciudad que aquella en la que había vivido. Una fotografía de Costa Cabral me salvó de la depresión hacia la que, sin darme cuenta, ya empezaba a encaminarme. Se titula: «Peso de los años» y su datación la ubica entre «[1950-1960]», aunque puedo certificar que la vi tal cual en el otoño de 1983, recién llegado a Lisboa. Permanezco un largo rato ante esta imagen invernal de escalera que salva uno de sus múltiples desniveles, pavimento empedrado y mujer al fondo tras dos pilares de piedra. Me está mostrando lo esencial de la ciudad, que continúa intacto debajo de las zapatillas de los turistas y de los toldos de las terrazas. Y es lo que hay que mirar. No vale la pena fijarse en lo pasajero, cuando la Lisboa que permanece está delante. Sonreí y me libré del maleficio turístico, que no son los turistas, claro, sino el obsesionarse con lo transitorio. 

Juncos en el río, 1950-60


Los críticos serios, que escriben con objetividad y dominan la terminología técnica, acaso hayan sido los causantes del abandono de los lectores y del florecimiento de los comentaristas de argumentos. Me pregunto si no hay un camino intermedio entre unos y otros. Y, de momento, como nadie me responde, me dedico a rellenar páginas de mi diario con impresiones subjetivas y vivencias frente a las obras de arte fotográficas. Una manera como otra cualquiera de perder el tiempo ante lo esencial. 


6 de noviembre, miércoles. Francesc Domingo y el enigma de los espectadores


A finales del verano de 1930 el joven René Char (1907-1988) visita Barcelona. Su anfitrión en la ciudad es un pintor barcelonés, algo mayor, que había vivido desde primera línea la eclosión de la vanguardia en su epicentro parisino, Francesc Domingo (1893-1974). Char solo había publicado un librito de poemas con aromas románticos dos años antes, al que renunciaría muy pronto, y en aquel momento, a los veintitrés años, su ingreso en la estela contemporánea no podía haber sido más elocuente: un libro con triple autoría Ralentir travaux —frenar el trabajo—, firmado junto a André Breton y Paul Éluard. En edición de 250 ejemplares. Un manifiesto de la escritura automática. Y otro personal, de carácter artístico, con doce ilustraciones fotográficas, Le Tombeau des secrets —la tumba de los secretos—, donde rubrica su adscripción a la imaginación surrealista. Y también subraya el trío inicial con un collage final de sus dos amigos poetas. Se publicó en Nimes, en edición de 103 ejemplares. 

Siempre que un poeta foráneo ha paseado por la ciudad con un amigo barcelonés los imagino caminando por la calle Lledó. Ahí tuvo su casa Juan Boscán y durante las visitas de Garcilaso de la Vega, ambos la transitarían múltiples veces hablando de las preocupaciones compartidos, que no era pocas. Domingo y Char posiblemente también atravesaron el corazón de la ciudad antigua por esta calle y aunque resulte imposible saber de qué hablaron entonces, no es un ejercicio en el vacío imaginarlo. En el ejemplar de fotografías surrealistas que Char regala a su anfitrión, el lunes 1 de septiembre redacta una dedicatoria con un lema combativo: «Sans cesse nous nous relevons por mieux tomber» —sin cesar nos erguimos para caer mejor—. René Char, que tenía por delante una vida de intensa y personal escritura, en aquel momento juvenil tal vez solo pensara en abrirse paso llevando a hombros, junto a sus amigos, la modernidad, por más intrincado que el camino se mostrara. Desde luego no es todavía el poeta que veinte años después, en el poema «Herméticos obreros», a los que se presenta como «Enfrentados a mi silencio», declara: «En la ciudad donde la hay, / la multitud enardecida. / La luz que está mintiéndole / es un tambor en el espacio». Quizá en 1930 la multitud enfebrecida tuviera para el joven surrealista otros matices más ideales y benévolos, menos ruidosos. 

Francesc Domingo, Espectador de la gorra, 1932

A su amigo el pintor Francesc Domingo, sin embargo, con una edad más próxima a la del poeta que escribió los versos de madurez citados que al joven combativo que tiene delante, la multitud empieza a interesarle. O para ser más exacto, le intriga una variante de la multitud que resulta especialmente visible en la época, el «público». Asiduo a los espectáculos de music-hall —en 1931 regresa de París y se instala en Barcelona—, en los muchos bocetos y cartones que dibuja durante las representaciones se observa con claridad que el objeto de su interés no se encuentra sobre las tablas del escenario, sino en el patio de butacas y en las tribunas. Observa y trata de plasmar en sus dibujos tanto los detalles concretos de algunos espectadores, como el mero bulto sombreado de los perfiles en lo alto o en la distancia. Alguno de estos bocetos merece la atención de su pintura, como en las piezas «Espectador de la gorra» de 1932 y «Espectadores» de 1934. El cuadro más representativo de este interés concreto de Francesc Domingo es un óleo impactante titulado «Music Hall (Apolo Palace)», donde recoge un instante de la actuación de una vedette próxima a la desnudez en un teatro repleto de espectadores masculinos… menos una espectadora. 

Francesc Domingo. Music Hall (Apolo Palace). 1933

Antes de contemplar el cuadro, al observador le inquieta su mera existencia. Al margen de la maestría pictórica, en una primera impresión causa cierta perplejidad un asunto que podría considerarse costumbrista y folclórico por parte de un pintor que vive desde las trincheras la aparición de las vanguardias artísticas, tanto en Cataluña —es amigo de Miró, Salvat-Papasseit, Dalí o Gargallo—, como en París —donde trata, entre otros, a Picasso, y a los poetas surrealista, como Reverdy, Breton, Éluard o Char—. Un artista que ha pintado en los años 20 piezas a la altura de la evolución rupturista de sus contemporáneos. Y, de repente, ¿realiza un giro hacia el pasado de la pintura? ¿O emprende un camino diferente de meditación artística?

Este interés por hacer visibles a quienes habitan en la sombra, los espectadores, tanto en «Music Hall (Apolo Palace)» como en los otros óleos donde ellos solos constituyen el asunto único de la obra, va, obviamente, más allá de una mera crónica. En la silenciosa atención de los espectadores —muchos con las manos sosteniendo la cabeza— se vislumbra un cuestionamiento de la identidad —¿quién es cada cual, siendo solo un bulto dentro de una multitud?—. Que es también, debido a su protagonismo, un cuestionamiento personal: ¿quién soy entre la masa idéntica?  El poeta que supo expresar este desasosiego con lucidez fue Carles Riba (1893-1959), autor de un enigmático libro, Tres suites, escrito entre 1930 y 1935 e influido, en parte, por la pintura de esta época de su coetáneo y amigo Francesc Domingo. En los versos finales del texto «Pez dentro de la pecera», interpreta el significado del pez, cuyo retrato no cuesta mucho extenderlo también a quienes permanecen encerrados en la pecera de un teatro: «… tú eres / oscuro bajo la estática gloria / que cruzas, con los ojos detenidos, / como quien, sin comprender, se contempla / en un espejo que incesante gira». Una descripción simbólica que se adecúa perfectamente a la actitud de los espectadores en la platea del Apolo Palace, detenidos en el tiempo frente a un enajenado espejismo que comparte también el pintor que los observa en mitad de la sala. Se puede, pues, constatar que el tema que persigue Francesc Domingo no es el retrato superficial de su época, sino la constatación del tambaleo e inconsistencia de una identidad contemporánea.

La vanguardia cuyo origen Domingo había acompañado en París es aquella que anunciaba la destrucción de la razón, de ahí que la irracionalidad se convirtiera en la bandera artística que él, en su regreso a Barcelona, no quiso, conscientemente, seguir. Pero hubo otras vanguardias. La de los futuristas, por ejemplo, y la destrucción de los designios del pasado. Y, junto a estas vanguardias, surgió una tercera de carácter existencialista, en esta misma época, impactada en especial por el desmoronamiento de la identidad. El cubismo bebió de ella, sin duda, pero tuvo un desarrollo mayor y más evidente en la literatura —T.S. Eliot (1888-1965) y sus correlatos objetivos, Fernando Pessoa (1988-1935) y sus heterónimos—, en obras que no rompieron con la racionalidad ni con las herencias de la expresión, pero sí fueron profundamente vanguardistas en la concepción deshumanizada del yo. La pintura de Francesc Domingo establece un vínculo de meditación artística con esta meditación literaria que no siempre, en el sesgado siglo XX artístico, se le ha dado carta de naturaleza.

El carácter de reflexión existencial de «Music Hall (Apolo Palace)» emana del juego de las miradas que establece el cuadro. Todos los hombres de la sala, menos uno, miran absortos y ensimismados el cuerpo brillante y próximo a la desnudez de la vedette sobre el escenario. Posiblemente cada uno de estos hombres idénticos formula el mismo pensamiento que Carles Riba acuña en el poema VI de la primera de las Tres suites, donde tras una descripción extensa y detallada de un desnudo equiparable con el de la vedette, un lenguaje irreconocible de esta hace soñar a quien lo admira: «… qué inciertas / las palabras con que de pronto acercas / lo ignoto que te habita si, / ya celoso quizá, ¡son para mí!». Ese yo que recibe, como si fuera para él solo, el mensaje transmitido a la masa de espectadores, compuesta de yoes amando idéntico icono, se convierte por sí mismo en un evidente correlato de la identidad en la época de las multitudes. Próxima a aquella personalidad «hermética» de los obreros que René Char verá, dos décadas después, «en guerra» con su silencio.

La vedette, sobre el escenario, permanece con los ojos cerrados. Es la coda que exige la deshumanización del sentimiento que provoca su desnudez. No mira a sus amantes a los ojos porque eso establecería un diálogo que no existe, el desnudo interroga solo a quien lo contempla. Pero no acaba ahí la dimensión existencial del cuadro. En el extremo opuesto de la pintura hay una mujer entre los espectadores. Abre los ojos con sorpresa y contempla con intensidad la actuación de la vedette. Ambas mujeres tienen un parecido que no se disimula: mismo tipo de cabello, nariz y labios semejantes y pómulos exactos. Es la única mirada clara que recae sobre el cuerpo desnudo de la vedette de ojos cerrados que admiran tantos varones, la que procede de su propio yo, desdoblado para señalar que tampoco el yo auténtico se encuentra en el desnudo que enamora, yo a yo, a la masa de espectadores por igual. La despersonalización es completa, salvo un único espectador, aquel que acompaña a la mujer desdoblada mientras contempla el espectáculo. Este espectador único la mira con la atención, ahora sí, de un enamorado que recibe la luz del rostro que ama, ahora auténtico, es decir, de la mujer real, no desdoblada en su desnudo. Una botella azul y un vaso blanco, sobre la blancura del mármol que brilla en las sombras de la sala junto a la escueta prenda que cubre el cuerpo de la vedette, simbolizan el gesto de esperanza —al mismo tiempo pictórica, es decir, vanguardista, y humana, es decir, existencial—, que Francesc Domingo sitúa en el cuadro tal vez como se cuelgan salvavidas en la cubierta de los buques que atraviesan océanos, por si un día se hunden lejos de puerto, en mitad del mar de las multitudes.