Ni me había dado cuenta, en la
calle, mientras esperaba la hora de la cita. Solo cuando el empleado de la
inmobiliaria se dispone a enseñarme el piso, y para ello alza la persiana del
comedor, entonces lo veo aparecer delante congelando el tiempo, como en las
películas hacen los malvados. El edificio de la antigua fábrica textil, paredes
de ladrillo, grandes ventanales, tejado a dos aguas. La chimenea que se alzaba
en el centro ya no está. Soy incapaz de reprimir la pregunta. «No sé bien, es
un local para el barrio, centro cívico creo que lo llaman». Y añade: «No tengo
ni idea de lo que hacen ahí dentro». Nos quedamos los dos mirando, en silencio,
confundido yo por la súbita irrupción del pasado; intrigado él por las
desconocidas actividades del presente.
Para qué voy
a negar ahora que me asusté. La mayor parte de las personas opinan que cuanto
ocurre repetido es una coincidencia, pero a mí siempre me ha dado por
entenderlo como un símbolo. Aquel fin de tarde visité las habitaciones, la
cocina, el lavabo, la galería en el patio interior, como haría cualquier
cliente, pero no vi nada. Al salir ya no recordaba ni el número de cuartos ni
los metros de la sala. Pero como el piso estaba libre y la mensualidad parecía
correcta, me comprometí a alquilarlo. Era un barrio tranquilo. Aunque solo lo
conociera de paso, no había oído nada en su contra. Con servicios. Con plazas.
Parada de metro. Autobuses. Sin demasiado tráfico. Cerca, un parque. El único
inconveniente era yo. No el yo que iba a ocupar el piso con sus muebles, sino
el otro.
¿Regresa
a mi vida el que se quedó sentado en la reunión de la que había salido huyendo?
Por inverosímiles que sean no se pueden descartar los acontecimientos que aún
no han ocurrido. Cada día iba a hacerme la misma pregunta si finalmente asumía
aquel alquiler. ¿Volver al mismo lugar no era ya un signo? Ni sé cómo acabé
siendo miembro de una célula. Amigos, inercias, compromiso político en lo más
aciago del momento. Repartía propaganda. Me manifestaba. Un joven estudiante
más haciendo ruido. No creo que destacara en nada. ¿Por qué me eligieron? No
era algo que me preocupara en aquel momento. Sí me intrigó el secretismo con el
que me llegó la cita. Lo rígido de las condiciones. Hasta tres trayectos
diferentes, deambulando por la ciudad, tuve que recorrer antes de poder
dirigirme a las señas que había memorizado. Yo era un pipiolo, hacía lo que le
mandaban sin rechistar, pero me recuerdo incapaz de contener un inconcreto afán
de protagonismo histórico.
Ahora no
sabría decir si acepté todos los pasos que me condujeron a la convocatoria por
obediencia o por soberbia. El caso es que me vi a la hora concertada delante de
la mole de ladrillo renegrido de la vieja fábrica con idéntica sensación a la que
experimenté cuando el agente inmobiliario levantó la persiana. Era un edificio,
entonces, que se desmoronaba. Los cascotes poblaban los pasillos. Por los
cristales astillados de las ventanas circulaban las corrientes de aire con
libertad de paso. Uno de los que conocía deshojó su periódico y lo repartió por
la estancia vacía y sucia donde nos íbamos a reunir. Sobre las hojas nos
sentamos en el suelo. Anochecía. Todos los presentes encendieron sendos
cigarrillos y la oscuridad del lugar, sin ninguna iluminación, se convirtió en
un cielo estrellado. No lo dije yo, sino uno de mis compañeros. Los demás
sonrieron. Tensos.
Creo que
el único que no sabía a qué había ido allí era yo. Pero lo supe en cuanto
empezó la reunión. Íbamos a entrar en acción. Primero, conseguir dinero.
Después, actuar. Quien nos iba a dirigir, que hasta ese día no lo había visto
entre los nuestros, puso algunos ejemplos de actos a nuestro alcance. Desde
aquel mismo instante, dijo, enfatizando las palabras, «todos somos
clandestinos». Ahí mi ser se escindió en dos como la pieza que sufre el hachazo
del carnicero en su centro y cada mitad cae hacia costados opuestos. El sumiso
y el soberbio, unidos por primera vez en mi vida, de un lado. Nadie, del otro. Pero
fue este vacío existencial quien alzó la mano y mientras me levantaba del suelo
oí que decía: «Tengo que salir a orinar». «Vaya ocurrencia en este momento»,
escupió hacia el suelo quien había estado hablando.
Ni me detuve
a desabrocharme la bragueta, claro. Pasillo adelante. La calle. Los tres
itinerarios también de regreso. Y cuando estuve seguro de que no era seguido
por los míos, me dirigí a la estación central. Dormité a ratos en un banco y
abandoné la que había sido mi vida hasta entonces en el primer tren de la
mañana. Con los años he tenido noticias, aunque difusas y distantes, de las
peripecias que no experimenté. La gloria de los atentados, la aventura de lo
clandestino, la fanfarria durante el juicio, el hueco tan abigarrado de las
décadas en prisión. Siempre había sentido estar viviendo dos vidas. La
verdadera, que era la de mis antiguos compañeros de célula, y la inane de quien
vive. En el piso que iba a alquilar, cuando se levantó la persiana, presentí
que el héroe que había en mí recuperaba al fin el espacio donde lo había
abandonado. Un símbolo. Recogía las pertenencias de la celda en una bolsa de
deporte y escuchaba, esta vez con fruición, el engranaje mecánico que a su paso
abría y cerraba las puertas de hierro que durante tantos años me habían
impedido salir.
[Cuaderno de ficciones, página 8]