CARTAS AL s XX | Una noche de primavera de 1964. La foto del enigma



Cuentan los biógrafos del fotógrafo Ramon Masats que fue el aburrimiento quien puso una cámara en sus manos. Soldado de reemplazo a principios de los cincuenta, dos años en un cuartel, lo que entonces duraba el servicio militar, dieron no solo para una distracción, sino también para un aprendizaje completo. Posiblemente alguno de aquellos días vacíos de presente, el ya aficionado a la fotografía observara un desconchado en el enlucido que dejaba a la vista la composición geométrica de los ladrillos en una pared cualquiera. El sol de la mañana dibujaba cubos de sombra en un lateral y con su brillo resaltaba todos los defectos del desgaste en el resto del muro. En el lugar nadie hubiera colocado un diminuto visor ante la mirada para enmarcarlo. No existe ahí ninguna fotografía hasta que el soldado melancólico decide detenerse, encuadrar y dispara. Y de repente los meses en el cuartel descubren en una grieta anónima la estremecedora metáfora de su ciego pasar. 

Terrassa, 1953. Fotografía de Ramón Masats

     Una fotografía siempre es susceptible de alzarse como un emblema. Incluso una imagen por la que su autor no apostaría ni la calderilla. Basta con que se descubra un significado compartido por quienes la admiran, con independencia de si el fotógrafo lo había pensado o no. En aquellas mismas fechas, recién inaugurada la década de los cincuenta, a la revista norteamericana Life, insignia del fotoperiodismo, se le ocurrió encargar a un fotógrafo profesional, Robert Doisneau, una serie de imágenes de parejas parisinas que mostrasen en público su cualidad de amantes. A la revista le interesaba mostrar un presente que con un golpe de vista ayudara a olvidar el reciente y penoso pasado bélico. La serie, publicada a doble página, muestra seis auténticos besos urbanos, todos con intensidad de morreo. El título parece sugerente: «Imágenes que hablan…». La sugerencia mayor, por supuesto, se agazapa en los puntos suspensivos. Lo acompaña un subtítulo más elocuente: «En París los jóvenes enamorados se besan donde quieren y a nadie parece importarle». Unas escaleras, el asiento de piedra de un parque, ante un monumento, una plaza o una calle son los espacios de la intimidad, y allí los amantes comparten protagonismo con una figura ajena, que los observa con atención y a la que sí parece importarle lo que está viendo. Tal vez por matizar la contradicción entre lo que explica el subtítulo y lo que dicen las fotografías, la que destaca —publicándola a página completa, en un espacio similar al que ocupan las otras cinco— es la única sin observadores, apenas la sombra de personas que pasan a ambos lados, desenfocadas por el movimiento, frente a la quietud del beso.

Fotografías de Robert Doisneau en la revista Life, 1950

         Ninguna de esas seis imágenes, desde luego, describía el momento, 1950, ni siquiera la época. Hoy sabemos que no fueron fotografías encontradas en mitad del trajín urbano, sino posados. Eran imágenes que no hablaban de aquel presente: la década de los cuarenta en absoluto había dejado esa sensualidad liberada como poso de su tránsito en Europa. Las fotografías de Doisneau describían con realismo el futuro. Aquel que tardaría aún tres décadas en llegar. Cuando en los ochenta a alguien se le ocurrió convertir en cartel una de aquellas viejas imágenes, la celebérrima «Le baiser de l’Hôtel de ville» (El beso ante el Ayuntamiento), entonces sí retrataba aquel beso desinhibido y furioso otra época, los años ochenta, y el triunfo de una desinhibición esencial en todos los aspectos de la vida. Los cincuenta, por más que los americanos los hubieran soñado diferentes, fueron en Europa sensatos y circunspectos, es decir, lo opuesto a las fotografías amorosas de Robert Doisneau. 

Seminario de Madrid, 1960. Fotografía de Ramon Masats

El joven soldado catalán que retrataba paredes, poco después ya había aprendido lo suficiente para convertirse en un fotógrafo profesional. Una placa suya, de 1960, tuvo la clarividencia de cerrar con una sonrisa una década de adustos ademanes y seriedad en el alma. Ramón Masats cuenta que un día, al pasar frente al patio del seminario, le llamó la atención un partido de fútbol entre seminaristas. Jugaban los dos equipos ataviados con sus vestimentas clericales. Se situó detrás de una de las porterías y el prodigioso fotógrafo que era tuvo tiempo de alzar la cámara y encuadrar mientras el delantero chutaba a puerta y el portero hacía una espectacular pirueta aérea para tratar de atraparla. En el instante en el que no lo conseguía, Masats apretó el disparador. La foto, «Seminario de Madrid, 1960», ha permanecido, y con razón, en la memoria de las generaciones siguientes para quienes los cincuenta fueron exactamente eso, un portero con sotana tratando inútilmente de salvar un gol. El gol era, claro, la década de los sesenta, tal como esta década se reinterpretó a partir de los ochenta.

Verbena, Plaza Mayor, Madrid,1964. Fotografía de Ramon Masats

Los sesenta vistos desde su presente tuvieron, estoy seguro, un argumento diferente. El tiempo se abría ante los ojos de quienes eran jóvenes entonces como una flor primaveral, eso resulta evidente, pero el sentido de la apertura era aún un enigma, quizá más temible que la cerrazón de los cuarenta y de los cincuenta. Hay una imagen de Ramón Masats que retrata con lucidez la década de los sesenta mientras acontecía. El título, como todos los suyos, nunca da pistas de lo que muestra. Apenas recoge lugar y fecha. En este caso añade circunstancia: «Verbena, Plaza Mayor, Madrid, 1964». Como en las fotos amatorias de Doisneau, la protagoniza una pareja. En este caso, más de novios que de amantes. A diferencia de las placas parisinas, no hay ningún observador añadido, solo la ambientación desenfocada de luces festivas y el recorte de algún puesto de feria. Por la derecha pasa una mujer de la que solo se ve el jirón de una falda, y en el suelo, la cuadrícula de losas en un recinto. La pareja domina el espacio desde el centro de la imagen. Ambos van cuidadosamente vestidos y peinados, aunque sus rostros apenas se vean, con la mirada clavada en un enigmático papel que atrae al completo su atención, del todo ajena a las seducciones cromáticas, sonoras y nocturnas de la fiesta.

         ¿Qué tratan de descifrar en el papel aquellos dos jóvenes que logra hundir sus miradas y resulta más absorbente que una noche de verbena, en primavera, durante una época de apertura? Una pareja cuya generación, además, en aquellas mismas fechas protagoniza un «baby boom» espectacular. La escena clama por los besos parisinos, anteriores en tres lustros a los novios que encuadra Masats. El cuidadoso peinado, la pulcritud del vestuario, el tacón de los zapatos de ella, el pañuelo que asoma en el bolsillo de la americana de él, las bien cuidadas manos, de quien no trabaja con ellas sobre materiales agresivos… todo conduce a una puesta en escena diferente a la que un pequeño papel, inquietante, enigmático, impone en la imagen. ¿Qué leían aquella noche de 1964 que fuera más importante que el designio amoroso que encarnaban ellos mismos? ¿Por qué no lo habían tirado a la papelera para besarse sin otra preocupación?

         Ahora ya en otro siglo, solo cabe especular con aquel contenido: ¿el resultado de un vaticinio elegido en un puesto de feria por el pico de un pájaro entre multitud de mensajes? No parece que el papel tenga nada que ver con el ambiente festivo. ¿Tal vez una carta que ella ha recibido por la mañana? Si su importancia conseguía abstraerles del ambiente, cómo se explica que no la leyeran antes de entrar en la feria. No queda más remedio que recurrir al contenido simbólico. Sin duda lo que inquietaba en 1964 a ambos jóvenes, que pronto iban a tener dos, tres o cuatro hijos, era precisamente la incógnita de su destino. Mejor que el de sus padres, sin duda, pero sin nada consolidado aún, asustados ante la blanca boca de un oscuro túnel por el que iban a entrar sin saber si encontrarían después alguna salida. Lo que entonces ignoraban los protagonistas de Masats y de su década es que sí existía esa salida. La iban a encontrar, y sin siquiera preocuparse por buscarla, sus hijos. Dos décadas después. El día de los ochenta en el que colgaron el póster con el beso de Robert Doisneau en la pared, sin desconchados, de su habitación en un bloque de pisos de un barrio residencial porque les evocaba los besos que ellos mismos, que apenas ya tendrían hijos, sí se habían dado en público ante un futuro sin sombras. Mientras que de la incógnita que obsesionaba a sus padres ya nadie se acordaba. Ni siquiera el autor de la foto, Ramón Masats, que pocos meses después de hacerla abandonó la práctica profesional de la fotografía.

20 de junio, viernes. Jardín de aforismos



Reconozco el itinerario de memoria, pero sigo contando las paradas del autobús para saber dónde he de bajar como si estuviera en una ciudad desconocida.

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Al caminar leo los rótulos de los comercios para encontrar tipografías feas o mal resueltas con las que pelearme.

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Doy un paseo perimetral por el parque, pegado a las rejas para imaginar que estoy dentro de lo que encierra.

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Que la palabra «cita» nombre una frase sapiencial y un encuentro íntimo entre personas desconocidas no puede haber sido fruto de la casualidad.

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Si a las terrazas de los bares las denomináramos «parterres» mejoraría mucho el aspecto fantasioso de la ciudad.

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Que nadie se fije en personas cuyo aspecto carece de cualquier tipo de atracción se debe solo a que no se conoce su nombre. 

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Me pregunto si en los desiertos también se producen espejismos temporales. 

11 de junio, miércoles | Susana Solano en Halfhouse | Exposición «Lo que supe y olvido». Abril-Mayo, 2025 | Hoja de sala


Sala Halfhouse. Barcelona

Artista inquieta, Susana Solano presenta en Lo que supe y olvido un diálogo entre obras pertenecientes a diferentes épocas, algunas no expuestas antes, al mismo tiempo que cada pieza lo entabla consigo misma. Una conversación que se extiende también a la sala que las acoge —paredes, vanos, pavimento, ventanas, sombras, luz—. La muestra escenifica, en primer término, la diversidad de materias que Susana Solano ha utilizado, e incluso ha incorporado a la tradición escultórica, desde infinidad de metales y aleaciones hasta diferentes tejidos, pasando por piedras, mármoles, yesos, maderas, plásticos. A partir de los materiales, sorprende una auténtica polifonía de las dimensiones —desde lo ciclópeo a lo diminuto—, los procedimientos, acabados y remates.  Pero junto a esta pluralidad material, la obra de Susana Solano se alza en esencia sobre una incansable meditación estilística y tras una inclemente contienda intelectual por convertir las formas en una expresión del pensamiento. Desde sus inicios la artista ha renunciado a estancarse en una estilización de rasgos, para avanzar en el camino opuesto: adensar las marcas singulares de cada gesto. Este aspecto dota a su escultura de una condición existencial, en el sentido pessoano de incorporar una diversidad de personalidades artísticas a la línea evolutiva de su trabajo.   

La escritura que las piezas trazan en el espacio caligramático de Halfhouse revela una complejidad nueva a las ya señaladas: los diversos modos de significar, casi literarios, con los que se manifiestan.  En la sala de reuniones, previa a las de exposición, cuelga como frontis de la visita «L’ultim sopar II, 2016». Alusión no solo a la celebérrima pintura de Leonardo da Vinci, sino también al alud de reproducciones que sigue provocando. Su posición central frente a la mesa evoca los cuadros que presiden el espacio de lo compartido, sean palabras, alimentos o tiempo. El pulido extremo de su acero inoxidable la convierte en un retrato vivo del tiempo común, tanto en el presente de la visita, frente a la pieza, como en la memoria del visitante, a través de sus propias evocaciones. Este diálogo remite a una significación de estirpe dramática, en su primigenio sentido de hablar y de actuar.  Acciones que la obra preside y refleja.

         En la sala principal de Halfhouse, a nivel expositivo horizontal, se produce una interacción sorprendente entre dos piezas tan opuestas como cómplices en una identidad semejante. Ante el ventanal aparece extendida la losa nívea «Letanías, 2008-2009», fruto de una intervención en un espacio al aire libre, las ruinas de la Sinagoga de Ostia Antica, único lugar donde ha sido contemplada antes. Sobre la rotundidad del mármol de Carrara, Susana Solano ha labrado un pequeño laberinto de cauces, cerrados en sí mismos todos menos uno, que es capaz de desaguar. Sobre la expresión pétrea, queda el trazado efímero de los pequeños charcos que la intemperie olvida. Con esta pieza blanca se confronta la blancura de un ciclópeo almohadón de tela (2 metros por 1,67), «En brazos corrientes I, 1996-97», cuya maleabilidad está fijada al pavimento, para defenderla de la intemperie, por un conjunto de adobes de bronce. Ambas piezas se relacionan consigo mismas y entre sí a través de abstracciones que se brindan a la meditación: lo permanente y la fugacidad; la flacidez y la resistencia. Es decir, emprenden un expresivo camino de significación poética. El resto de piezas expuestas, tanto en el suelo —el conjunto de tres bronces de diferentes épocas— como los metales distribuidos por las paredes de la sala, acentúan esta esencialidad poética del trabajo escultórico de Susana Solano.

         La sala pequeña de Halfhouse, encarada al noroeste y con un paisaje industrial enmarcado en la ventana, presenta una pieza que parece realizada para el espacio donde se encuentra, y que ofrece un tercer modo de significar: la narración implícita. Se trata de «El mundo de las cosas II, 2024». Obra compleja, implica en los materiales que la conforman diversos relatos que apelan a la realidad africana. Los bidones con el agua siempre escasa, las construcciones endebles, la chapa ondulada omnipresente. No son contenidos explícitos, sino alusiones a una realidad que siempre ha estado presente en el pensamiento artístico de Susana Solano. El carácter narrativo de estos elementos resulta tan penetrante que se apropia del paisaje enmarcado en la ventana y consigue darle un sentido tan vivo como el de la propia obra.

          Lo que supe y olvido coincide en sus fechas de apertura con Entre dos patios, que recupera las obras expuestas en la primera exposición de la artista en la Fundación Miró, inaugurada en 1980. El hecho de exponer este conjunto antológico de obras en Halfhouse, donde muchos jóvenes emprenden su vida artística, del mismo modo que Susana Solano lo hizo hace décadas, sugiere la idea de un inicio permanente. Tal vez sea este un rasgo que la artista —tan infatigable en el uso de materiales, como indagadora en lo inaudito de las formas; tan intensa en el trabajo, como tenaz en la transmisión de pensamiento— ha anhelado siempre: en cada una de sus obras inicia una trayectoria artística. 

Pieza de Susana Solano

3 de junio, martes. RUEDA / REIGEN



Die Liebe währt am längsten

und sie erkennt uns nie.

Ingeborg Bachmann


Cuando creí que se había apagado no lo sentí como el fuego que los monteros encienden con un puñado de troncos improvisado en un claro, para calentar los botes de un guiso que compraron en la tienda del pueblo, y de repente un súbito chaparrón extingue, ante las miradas impacientes, bajo el castaño que a medias les resguarda. No sé por qué menciono una comida tan poco apetitosa en lugar de pensar en un sabroso cabritillo cruzado por un palo que estuviera asándose, poco a poco girando sobre sí mismo, ante la hambrienta espera de los cazadores.  Tampoco consigo delimitar si para mí fue una cosa o fue la otra. La nuestra había sido una historia de amor trivial. Empezó por el final del primer acto, como un mero regocijo jovial, y ya en el segundo, dada la insistencia de los encuentros íntimos, tuvimos que empezar a mostrar quién era cada cual. E inscribir dentro de la obra la creencia en el futuro.

         Se parece más, el que se apagara, a los volcanes que permanecen humeantes durante semanas, meses, algunos durante años. Ya no hay súbitas explosiones de fuego, como al principio, en las primeras salidas; tampoco emanan lenguas incandescentes, como en los siguientes fines de semana. Sin embargo, en el fondo del cráter nace un humo tóxico que al salir a la atmósfera lo cubre todo con su ardor y ciega cualquier paisaje que pudiera extenderse al otro lado del monte. No hay fuego ya, pero tampoco se percibe la paz de su extinción. Esta sí que me parece una descripción más certera del tercer acto, que, como el primero, también empezó por su final. De repente, si nos cruzábamos con otros cuerpos yendo los nuestros a encontrarse, las miradas se desviaban sin precaución hacia lo desconocido. Era, pues, el momento de acabar aquello que no había tenido ni tiempo para empezar.

         Concluida la función, actrices y actores se refugian en el camerino y el público abandona la sala con los ojos puestos en las pantallas de sus teléfonos móviles. Es exactamente lo que ocurrió. Aunque lo nuestro no fuera un apagarse de extinción, sino un humear vapor candente que ya nadie encuadra para fotografiarlo cuando anochece porque no muestra visible ninguna salpicadura ígnea. Una vez concluido el drama, parecía el momento, tal vez, de regresar al ciego resplandor de los encuentros fugaces, como antes, con la misma ingenuidad y alborozo. Y lo intento. Pero, o la madera está muy húmeda, o el antiguo cráter se ha cubierto de cascajo. Los nuevos cuerpos se transforman en su cuerpo y aún no sé qué ocurre, porque de inmediato, por hermosos que se muestren, desagradan por no ser el suyo y siendo el suyo veo en los otros cuerpos su reflejo ahogado por no haber sabido encontrar junto al mío un camino. Es como si todas las miradas procedieran de dos cuencas que el tiempo ha vaciado de contenido. No somos capaces de reconocer el amor cuando se cruza por delante, pero si por acaso se detiene a nuestro lado, mientras quizá estemos pensando en cualquier nimiedad, y sin ningún propósito se adentra, y si permitimos su entrada, podremos luego romper su astil, pero nunca arrancar la punta de la flecha que permanece alojada en un lugar del cuerpo que no sabemos que existía. 

[Cuaderno de ficciones, página 29]


*

El amor es lo que más dura

 nunca nos reconoce.

Ingeborg Bachmann


Als ich glaubte, es wäre schon verloschen, habe ich es nicht empfunden wie das Feuer, das die Weidmänner mit einer Handvoll Holz anzünden, einfach auf einer Lichtung, um die Eintopfdosen warm zu machen, die sie im Dorfladen gekauft hatten, und das ein plötzlicher Regenschauer löscht, vor ihren ungeduldigen Blicken unter dem Kastanienbaum, der sie halbwegs schützt. Ich weiß nicht, warum ich ein so wenig appetitanregendes Essen hier erwähne, anstatt an ein leckeres, von einer Grillstange durchbohrtes Zicklein  zu denken, das sich beim Braten langsam um die eigene Achse dreht, in der hungrigen Erwartung der Jäger.  Ebensowenig gelingt es mir abzuklären, ob es für mich nun das eine oder das andere war. Unsere Liebesgeschichte war eigentlich banal. Sie begann mit dem Ende des ersten Aktes, wie aus reiner Freude, und schon im zweiten mussten wir dann nach und nach zeigen, wer jeder von uns beiden war, angesichts unserer immer häufigeren intimen Begegnungen. Und dann im Theaterstück den Glauben an die Zukunft festschreiben.

         Wie sie dann erlosch, gleicht mehr den Vulkanen, die noch wochenlang, monatelang, einige sogar jahrelang weiter rauchen. Es finden keine plötzlichen Feuerausbrüche mehr statt, wie zu Beginn, bei den ersten Malen, wo wir ausgingen; auch strömen keine glühenden Lavazungen aus, wie an den darauffolgenden Wochenenden. Doch vom Boden des Kraters steigt giftiger Rauch auf, der beim Eintritt in die Atmosphäre alles mit seiner Hitze überzieht und jede Landschaft verdunkelt, die sich jenseits des Berges ausdehnen könnte. Da ist kein Feuer mehr, aber herrscht auch nicht diese friedliche Ruhe nach seiner Löschung. Das scheint mir die richtigere Beschreibung des dritten Aktes, der wie der Erste ja auch von seinem Ende her begann. Wenn wir auf dem Weg, uns zu treffen, plötzlich auf andere Körper stießen, schwenkten unsere Blicke unvorsichtig auf das Unbekannte. Das war also der Augenblick, etwas zu beenden, das nicht Zeit genug gehabt hatte, zu beginnen.

         Nach der Vorstellung flüchten sich die Schauspielerinnen und Schauspieler in die Garderobe und das Publikum verlässt den Saal, die Augen auf die Bildschirme ihrer Handys gerichtet. Genau das war es, was geschah. Auch wenn es in unserem Fall nicht um ein endgültiges Verlöschen ging, sondern um das Ausstoßen eines heißen Dampfes, den schon niemand mehr vor die Linse holt, um ihn zu fotografieren, wenn es dunkel wird, denn er zeigt keinerlei sichtbares Zeichen von sprühenden Funken. Nachdem das Drama einmal vorbei war, schien die Zeit gekommen, vielleicht zu dem blinden Aufglühen der flüchtigen Begegnungen zurückzukehren, wie früher, mit der gleichen Naivität und  Fröhlichkeit. Und ich versuche es. Aber entweder ist das Holz sehr feucht oder der alte Krater jetzt zugeschüttet. Die neuen Körper verwandeln sich jetzt in ihren Körper und ich weiß noch nicht, was passiert, denn, so schön sie auch sein mögen, missfallen sie einem sofort, weil sie ja nicht der ihre sind, und wenn es der ihre ist, sehe ich in den anderen Körpern, wie ihr Spiegelbild darin ertrinkt, weil es ihm nicht gelungen ist, einen Weg zu finden neben dem meinen. Es ist, als ob alle Blicke aus zwei Becken kämen, die die Zeit geleert hat. Wir sind nicht fähig, die Liebe zu erkennen, wenn sie uns über den Weg läuft, aber wenn sie dann zufällig bei uns stehenbleibt, während wir vielleicht gerade nur an irgendeine Lappalie denken, und sie ohne jedes Ziel in uns eindringt, und wenn wir ihr Eindringen erlauben, dann können wir danach ihren Schaft brechen, aber niemals die Pfeilspitze wieder herausziehen, die an einer Stelle in unserem Körper steckt, von der wir nicht wussten, dass es sie gab.

Übersetzung aus dem Spanischen – Peter Burfeid 2025