29, martes. Septiembre. Otoño. Práctica del epigrama 22

 


Aquello que no entra en las preferencias que elige la gente cuando se le pregunta—por ejemplo, el verano es la estación que más les gusta— posee siempre algún encanto secreto. El otoño, por ejemplo.  Nadie elige el otoño como su estación predilecta. Elegir es, de hecho, un espejismo. No se trata de contrastarlo con la vida real, sino con el idilio que las personas mantienen consigo mismas. No quiero usar la palabra fantasía porque realmente no lo es. La fantasía tiene un componente poético y no hay poesía en los tópicos. Las estaciones se viven, dentro y fuera del calendario. Es posible que tampoco yo eligiera el otoño si alguien me lo preguntara una tarde aburrida, pero es la época del año a la que mejor me acomodo. La huida del calor, de la insistente repetición de los días de verano. La llegada de los cielos nubosos, matizados, la lluvia súbita, el insumiso viento. El otoño se vive con otra profundidad. Una intensidad felizmente no estadística, es decir, aquella que no suele entrar en las preferencias que elige la gente cuando se le pregunta.




28, lunes. Septiembre. Cuaderno de notas sobre Egon Schiele

 


1. Me impresionan los cuerpos incrustados unos dentro de otros de Egon Schiele. Los pintó encajados en todas las posiciones imaginables. Su pintura es un completísimo manual de abrazos. Y es curioso cómo todos los cuerpos que dibujó, tan exageradamente contrahechos, alambicados y extravagantes, resultan más reales en la contemplación, no sé, que los cuerpos perfectos de Ingres, que parecen de cómic. La realidad requiere una gran distorsión para mostrarse tal cual es. La descripción realista ha acabado por no decir nada sobre lo real.


2. Egon Schiele murió el jueves 31 de octubre de 1918 en Viena a la una de la mañana. El lunes anterior había fallecido Edith, su mujer, embarazada de seis meses. Ambos padecieron la devastadora pandemia de la gripe de 1918. Tenía veintiocho años.


3. Se conocen dos fotografías de Egon Schiele en el lecho de muerte (Totenbett), firmadas por la fotógrafa alemana Martha Fein. Una captada de frente, desde el lateral derecho; otra de perfil, desde el izquierdo. Por la extraña posición del pintor, el brazo doblado sobre los hombros y una mano en la nuca, y la otra mano, cerrada, sobre el mentón, parece dormido. Incluso tranquilo en su sueño. Tiene el pelo corto, levemente despeinado, barba de varios días y los ojos cerrados. Viste una camisa de dormir blanca. No se parece a ninguno de sus autorretratos. Se diría que es un hombre de unos cuarenta años.


4. Busco el dato y lo encuentro sin ninguna dificultad: Schiele pintó 340 cuadros y dejó unos 2.800 dibujos en poco más de una década; casi un dibujo diario, casi tres cuadros al mes. Una parte esencial de esta obra (41 pinturas y 188 dibujos) se puede contemplar en el Museo Leopold de Viena.


5. Schiele había nacido en una estación de ferrocarril, junto al Danubio. En Tulln an der Donau. A finales de la primavera de 1890. Su padre era el jefe de estación. Y también él podría haberlo sido —en la infancia ya lo sabía todo sobre los trenes— de no haberse quedado huérfano a los quince años y ya entonces más interesado en lápices y tubos de óleo que en el humo de las locomotoras.


6. Schiele aprendió dibujo en Viena, donde llegó de adolescente, sobre los cuadros de Klimt (1862-1918), pero emprendió el camino opuesto al del maestro. Mientras Klimt ascendía hacia la sublimación áurea del cuerpo y de su erotismo, Schiele profundizaba en el desgarro.


7. Con veinte años le escribe a un familiar: «Quiero salir muy pronto de Viena. Qué espantosa es la vida aquí... En Viena reinan las sombras, la ciudad es negra... tengo que ver algo nuevo…, quiero paladear aguas oscuras y árboles que se quiebran, ver vientos salvajes; quiero mirar asombrado verjas mohosas». Fuera de Viena tampoco le resultó fácil. Ni se dedicó a pintar árboles ni verjas.


8. Instala su primer estudio en Krumau, Bohemia, actualmente en Chequia, localidad natal de su madre. Un castillo junto al Moldava, una iglesia gótica y una gran plaza empedrada rodeada de edificios estilo imperio. Tiene veinte o veintiún años y se dibuja a sí mismo y a sus amigos desnudos. Luego conoce a Wally Neuzil, que ha cumplido 17 y aparece también desnuda o abrazada a otras jóvenes. A los vecinos no le gusta lo que imaginan que ocurre en la casa donde vive el pintor y su amante y modelo. Le maldicen y le niegan el saludo, primero. Luego, la entrada en las tiendas, hasta que se ve forzado a abandonar Krumau.


9. En Neulengbach, un pueblo al oeste de Viena, Egon Schiele y Wally se instalan en una casa de las afueras. En 1911. Solo unos meses más tarde, el 13 de abril de 1912, es arrestado por una arbitraria acusación de secuestro de una niña de 13 años. Egon y Wally solo habían dado cobijo a la niña, que se había escapado de casa. Pero en el registro del taller encuentran multitud de dibujos de desnudos y añaden la acusación de pornografía. Es encerrado en la prisión de los juzgados del pueblo, donde es retenido hasta finales de mes, y luego es trasladado al calabozo de Sankt Pölten, la capital del distrito, donde permanece hasta el 8 de mayo. Un total de veinticuatro días, «o quinientas setenta y seis horas. ¡Una eternidad!»


10. Durante el tiempo del encierro Egon Schiele escribió un pequeño diario —trece hojas, al parecer— y pintó una serie de escalofriantes acuarelas. La más célebre es la titulada «La naranja era la única luz», donde aboceta un camastro sombrío, sobre cuyas líneas solo colorea una almohada con marrones y una manta con gises azulados, y en medio brilla el color naranja de la fruta que le había regalado Wally. Con carácter póstumo el crítico de arte y amigo Arthur Roessler publicó un «Diario de prisión» de Schiele que en parte es apócrifo, basado en los recuerdos verbales del artista, y en parte puede contener fragmentos del diario auténtico del pintor, sin que se sepa cuáles son unas u otras. La aparición de este apócrifo abre las puertas a quien quiera evocar literariamente el encierro de Egon Schiele en primera persona, como se propone la serie de autorretratos que he escrito.


11. El productor inglés Adam Gee ha contado cómo visitó en 1984 todos los lugares de Schiele, en especial Neulengbach, donde «no había ni rastro de Schiele»: «When I went to ask the way to his studio I was told people didn’t talk about him» (Cuando fui a preguntar el camino a su estudio me dijeron que la gente no hablaba de él). Hoy, tres décadas después hay un espacio céntrico de la ciudad dedicado a su memoria, el Egon Schiele-Platz, con un busto en piedra, un pequeño museo, una calle Egon-Schielestasse , que desemboca en la calle dedicada a Wally, Neuzilgasse, «El callejón de Neuzil» (sin el nombre).  La casa donde vivieron Egon y Wally fue derruida en los años 60. En su localidad natal existe otro museo, inaugurado en 1990, en el edificio de la antigua prisión de Tulln.


12. Existen pintores que crean espacios artísticos cerrados, con independencia de la calidad, universos impermeables. Son ellos mismos y solo cabe admirarlos. Egon Schiele es exactamente lo contrario. Su arte es el de la permeabilidad constante. Cualquiera que se detenga frente a una pintura puede permanecer en su interior y percibirse a sí mismo.


13. Las figuras que pinta Schiele son fundamentalmente autorretratos, pero no es un gesto narcisista, ni siquiera una actitud de solipsismo. Antes parece todo lo contrario: una manera de facilitar el tránsito del observador al interior del cuadro. Su identidad con él. El propósito del autorretrato es que el rostro y el cuerpo que reaparece en dibujos y pinturas le resulte tan familiar al observador como su propio rostro, de modo que el observador no se sienta alguien ajeno a la crónica íntima del pintor, sino un yo ante sí mismo, como ocurre frente a un espejo. 


14. Schiele no usaba espejos para pintar sus autorretratos, y ese gesto técnico es casi una metáfora: el espejo es el cuadro, pero no devuelve la imagen del pintor, sino la de quien lo contempla. Schiele pintó el autorretrato de cada persona que mira el cuadro. Su yo es el autorretrato existencial de cualquier yo que no sienta la pintura como un género decorativo, sino como un nombrar lo verdadero.


21, lunes. Septiembre. Una exposición de Carlos Velilla

 


Los cuadros de Carlos Velilla (1950) expuestos en La Casa de la Paraula de Santa Coloma de Farners bajo el título «Pla Seqüència» son una poética del color. O quizá más en concreto, de lo inestable que late en el color. No es el color como relleno de las líneas trazadas por el carboncillo, obviamente; pero tampoco el color esparcido por el lienzo para evocar la evanescencia de lo que desaparece (de hecho, el color es en estos cuadros una aparición). Ni siquiera se utiliza para sugerir el movimiento, que es siempre el argumento esencial de la pintura. Estas son las gramáticas al uso del color, análogas a las que ordenan lo que se pronuncia. La poesía va siempre más allá, busca situarse en el extremo del lenguaje, donde decir se confunde con no (lograr) decir. Velilla sitúa el color bajo el amparo extremo de la poética. La misma que acoge a las palabras cuando son concebidas como inestabilidad. Como acaso. Como luz oscura. Pero el pintor no escribe en estos lienzos contemplados, al pintar los colores los conduce al lugar donde pierden su función (igual que las palabras en un poema) gramatical. Los sitúa donde su significar —el significado de un color es la acumulación de lo sustantivo que ha coloreado— permanece desasido de todo cuanto pueda ser sustantivo. El color que nada colorea al colorear. Que carece de condición, o mejor, que la desconoce al tratar de conocerla. Estos cuadros son apariciones y son latencias. De lo que se sabe (el color) y al mismo tiempo se ignora (lo coloreado). Un pie que al caminar se posa sobre un suelo que no es capaz de sostener el paso. Este hundimiento, esta inestabilidad, que lo es de visión y de pensamiento, describen el acto de mirar la pintura. Una fuga encuadrada en una tela que, de repente, arrastra la mirada que la observa hacia su intemperie cromática. 

14, lunes. Septiembre. De los lectores. Práctica del epigrama 21


Estoy de acuerdo en que la función esencial de la escritura es su posterior lectura. No estoy seguro, sin embargo, de que lo más importante para la vida de un libro sea el hecho de que tenga o haya tenido «lectores». Nunca he descubierto ningún interés en este concepto. Primero porque se suele confundir la figura del lector con la del comprador de libros. Recuerdo que a principios de los años 80 un ensayista alemán, que tuvo éxito con uno de sus libros, se pagó una encuesta para saber con exactitud qué tanto por ciento de compradores habían leído el libro. El resultado se me quedó grabado como una cita: un 20%.  Como buen aficionado a las librerías de viejo, por otra parte, he visto tantos libros con el punto en la página veinte, corroborado por las arrugas del lomo. En segundo lugar, porque es imposible resumir lecturas y lectores en un único significado. Nada hay a veces más heterogéneo que dos lecturas de un mismo libro, aunque ningún crítico se dé por aludido. Ayer, por casualidad, vi una entretenida comedia romántica norteamericana, en el canal Sundance, protagonizada por un novelista. Me gusta ver películas con escritores, porque no hay otro subgénero que presente mayores dosis de ficción. Su título: «5 to 7», dirigida en 2015 por Victor Levin. Una típica comedia romántica, con drama y moraleja final. Y delicioso guion, eso sí. Pero lo mejor aguardaba en la última frase, pronunciada por una voz fuera de la pantalla (detesto los narradores en cine, aunque en este caso tuve que cambiar de opinión), que decía algo así como: «...puedes estar seguro de que la novela que acabas de leer fue escrita para un único lector», afirmación que documentaba perfectamente la película. Y de repente, este concepto sí lo entendí. Quien más se preocupó por estas cuestiones fue el poeta estadounidense Wallace Stevens (1879-1955): qué hace genial al artista, qué caminos conducen al éxito y qué relación mantener con la sociedad. Para formarse una idea de estos asuntos acumuló citas sobre el asunto en un cuaderno que se ha conservado y publicado: Sur plusieurs beaux sujects (1998). En una de estas citas anotadas, extraída de la reseña de un libro de jardinería (dudo que exista una fuente filosófica más peculiar), se lee: «El arte de la vida… consiste ante todo en la creación de un entorno en el que uno disfrute de cierta importancia». Una idea a la que la época actual le ha dado la vuelta imponiendo que «hay que ser muy importante para una multitud de desconocidos». Y he aquí el principio de la desesperada soledad y acomplejamiento de tantas personas que con mucho menos podrían ser felices. 

8, martes. Septiembre. Práctica del epigrama, 20



Un amigo se lamenta de la moda en la que se ha convertido la escritura de aforismos. En una antología a finales del XX, el autor consignaba una docena de libros del género publicados en todo el siglo. Hoy eso debe de ser lo que se publica cada mes. Menos, en todo caso, que los libros de poemas y las novelas que aparecen. De todas formas, sí existe un «boom», que es como se denomina en historia la irrupción conjunta de un fenómeno literario. Los efectos de esa explosión multitudinaria y unánime son siempre dobles: hay escritores que se apuntan al boom con entusiasmo, muchos; y hay escritores, pocos, que se alejan del boom cuanto pueden. Como mi amigo, que me cuenta que ya no escribe aforismos, sino solo textos fragmentarios. Pondré un ejemplo doble de la actitud ante el boom, el de Néstor Sánchez (1935-2003), ascendido por el éxito de la novela hispanoamericana en los años 60 y desertor (hasta las últimas consecuencias) de ese éxito en los años 70. También yo confieso haber publicado en pleno boom aforístico un libro de aforismos. ¿Serán ahora los epigramas una forma de salir corriendo de la explosión, o mi manera de acercarme más a su epicentro? Quién sabe.