20 de agosto, domingo. Jardín de aforismos: rocalla



Cuanto hay dentro, llega de fuera.

*

Desafían el futuro despreciándolo.

*

Tiembla el papel con el temblor de quien lee.

*

Están escritos solo para mí.

*

Su fragilidad los hace perennes.

*

En pie ocupan menos que tumbados.

*

No importan los años de silencio, basta con abrirlos.

 

16 de agosto, miércoles. Meditación ante el colirrojo.


En la tertulia galáctica de los miércoles, cansados tal vez de repetir hábitos de conversación, alguien propone que cada uno haga una variante del poema que presenta Eva B. para ser comentado. El poema de Eva está formado por dos estrofas de arte menor, blancas, y tiene algunos elementos que resultan propicios a las variaciones: el protagonista en un «pájaro» que deja sobre el «poema» un «anhelo» que, ya en la segunda estrofa, concluye confirmando, ante el «mundo», su condición de «huella».

Leemos las variantes que presentan los contertulios corrigiéndolas como haría un maestro plenipotenciario frente a su cohibido alumnado. En uno de los debates, no a propósito de este, sino de otro que afirmaba la «huella» como una condición esencial, defendí el poema, bien resuelto, pero no la opinión que manifestaba. Aduje que esencialmente de aquello que somos los humanos no queda nada. Un inmenso vacío con nimias excepciones. Ese día no había escrito aún mi variante, pero me puse a ello en seguida. Tomé las marcas significativas del poema de Eva y las fui adaptando a mi manera de ver. Partí del «pájaro» porque es un elemento extraordinario para introducir de súbito lo inesperado: una ave que se posa cerca durante unos segundos altera lo que se esté haciendo en el momento. Cambié, después, la idea de «poema» por la idea del sujeto, porque prefiero que el poema no se cite a sí mismo. Y para la segunda parte dejo mi pensamiento poético a partir de la imagen: por más que me empeñe en su permanencia, carece de significado y al instante se cumple su efímera condición. El poema que escribí es el siguiente:


EL PÁJARO QUE VIO EVA

Pájaro que te irás

asustado a tu cielo

en cuanto me levante,

dejarás luego en mí


algún significado.

Por más versos que escriba

con la luz de este instante

no lograré entenderlo.


Todo esto ocurrió la semana pasada, pero hoy, como unas nubes cómplices matizaban los rayos fulminantes del sol del verano, me he subido al monte a dar un paseo. Y entonces, de repente, delante de mí, se ha posado en la cuerda de un vallado un colirrojo tizón y se ha puesto, como yo, a admirar el paisaje. He pensado que saldría volando al mínimo gesto que hiciera, sin embargo, ha seguido a lo suyo y yo a lo mío, que era contemplarlo. Incluso he podido sacar el móvil, teclear la contraseña, encararlo hacia su bulto y disparar la cámara. Hasta guardarlo de nuevo. Se diría que me ha atribuido la naturaleza de un arbusto de la zona agitado por el viento. He seguido luego camino adelante, un poco trastornado por la experiencia, sin que el colirrojo levantara vuelo. Se comprende que se sentía a gusto donde estaba.

No es la primera vez que la realidad me corrige un poema. O me lo corrobora. De hecho, casi todo lo de verdad biográfico que hay en mis poemas ocurrió siempre después de que los hubiera escrito. Pero eso, con ser relevante, en este caso no tiene ninguna importancia. A partir de la imagen que guardo en mi recuerdo de lo ocurrido, no le encuentro significado a nada de lo que había escrito en el poema. Ni el pájaro salió asustado, ni yo me levanté, ni sentí ninguna necesidad de escribirle un poema al tizón, ni, en especial, vi que careciera de sentido lo que había pasado. Es más, se imponía el sentido más cabal de cuantos significados se ordenan en el pensamiento: la naturaleza como fuente de belleza artística. Es decir, el pájaro no era para mí un animal, ni un conocimiento, ni un enemigo, ni un alimento. No tenía ninguno de los significados que podría tener para un campesino, para un ornitólogo, para un insecto o para un gato. El único sentido que tenía era mi admiración por lo estilizado de sus líneas, la agilidad de sus movimientos, el acento colorista de su cola, es decir, sus cualidades artísticas. Ese era su auténtico significado para mí.

Lo que no he logrado entender todavía, ni siquiera de lejos intuir su sentido es para qué se necesita la belleza. Y por qué, una vez he emprendido de nuevo mi camino, seguía pensando en el pájaro con una sonrisa de felicidad en los labios. Tal vez, deteniéndome ante el colirrojo y contemplándolo pretendía no su permanencia, que esa la tiene asegurada por la especie, sino la mía propia, que en el espejismo del arte cree poder salvarse del inmenso vacío que le rodea y que le aguarda. No hay nada más hermoso que el espejismo de un oasis para quien camina en el desierto. De lo que concluyo que menos mal que escribo los poemas antes de que lo expuesto en ellos me ocurra, si no fuera así tendría que dedicarme a los crucigramas o a los sudokus.

12 de agosto, sábado. El espía ruidoso


Llega tarde, cuando se han apagado las luces generales. Lo veo entrar como una sombra por la puerta del fondo desde la mesa sobre el estrado de la sala. Cuando se acerca compruebo que no lo conozco, así que pienso que es alguien interesado en el acto literario de esta tarde, que ya ha empezado. Barba abundante, cazadora de color oscuro, aire informal y una bolsa sujeta al hombro. Es lo que veo mientras miro cómo se queda contemplando la situación. Luego regresa a una de las últimas filas, vacías, se sienta y da la impresión de que se concentre en su macuto. Me extraña el gesto y por eso me entretengo observándolo. En seguido lo entiendo. Extrae una réflex con un objetivo superlativo. Es el fotógrafo. Abandona la bolsa en un asiento y vuelve al pasillo, mira a los ponentes, el espacio, los asientos ocupados y los vacíos, pero no fotografía nada. Así un buen rato. Como aún no me corresponde el turno de palabra, le sigo con la mirada. Se sitúa en la fila posterior a la última ocupada y lo veo captar la cámara del móvil de una persona que está fotografiando la mesa. Me digo que eso es lo que me gustaría hacer a mí ahora, pero dudo que me atreviera. Luego levanta el objetivo hacia el estrado y aprieta el disparador, me ha parecido ver, una sola vez. Se la juega a una toma. Vuelve a concentrarse en el público y encuadra la página de un folleto que otra persona lee mientras escucha. Dispara. Creo que me ha visto mirarle, porque ahora dirige el cañón de su cámara directamente hacia mí. Pongo cara de no verlo, pero tengo la tentación de sacar mi móvil del bolsillo y encararlo. Como quien dice, te he pillado. Un duelo. Mueve imperceptiblemente su índice derecho y me alcanza. Luego gira el cuello, sin dar importancia a nada, descubre otro detalle en la sala que le atrae y ahí dirige el objetivo. El fotógrafo. El único ser libre en este momento en el que los ponentes no variamos el gesto impertérrito de quien tiene delante varias hileras de miradas a las que tampoco se les permite modificar su dirección.

4 de agosto, viernes. De política



He escrito ya, antes de esbozar algún comentario sobre la actualidad, que considero que no debo hablar aquí de política. Me toca hoy repetirlo. A lo largo de los años he asistido, con máxima atención, a múltiples acontecimientos de dimensiones históricas que, poco a poco, se han disipado como niebla en el valle y de cuyos protagonistas ya nadie se acuerda. Este componente fantasmal de la política me ha aconsejado siempre escribir sobre realidades: la niebla, en sí misma, como una manera de no ver lo que se ve aunque no se vea resulta un asunto infinitamente más interesantes que unas elecciones generales. 
   Aun así, incurro en el despropósito, hoy, de hablar de política. No quiero que pasen por alto un par de asuntos reales que ha traído el fantasmal veredicto de un resultado electoral. El primero es la veracidad del tópico de que las urnas hablan. Por más modernos que sean nuestros aparatos, la sociedad sigue siendo tan antigua como la de los antiguos, quienes recibían con sorpresa noticias de su futuro en la voz y el dictamen del oráculo y después hablaban y hablaban tratando de desentrañarlo. Ninguna diferencia, pues, con el presente.
   Lo que el oráculo ha dictaminado se puede resumir en una frase: «será para uno o para otro solo por decisión del excluido» y las interpretaciones colapsan los informativos y los patios de vecindad virtual donde la gente habla. Pero a mí lo que me llama la atención de lo pronunciado por el vaticinio es que nunca antes había visto desencadenarse una colisión tan grande entre las dos concepciones de lo político que conviven. Por una parte, el pensamiento político continúa expresándose por regla general como un derivado más del pensamiento religioso, es decir, aquel cuyas tesis se vinculan con la eternidad, que en el caso del presente ya no es Dios (o sí, que de todo hay), claro, pero sí sus subterfugios: los principios, la democracia, las convicciones, la palabra, el país, no sé, hay muchos. La práctica política ya no es así desde hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo ha sido, aunque el discurso político sigue empeñada en apelar a lo perenne. Desde hace lustros la acción política actúa de modo coyuntural, pero legitima sus decisiones conforme a un código, digamos, trascendido. Esta bipolaridad esencial de la vida política tal vez sea la causa del desapego social. Resulta insoportable admitir contradicciones dentro de un pensamiento que se presenta como trascendente. De ahí que la desatención sea preferible a la percepción de la incongruencia.
  Porque al pensamiento político ya no le queda nada de religioso que no sea mera formalidad, casi burocracia. El pensamiento político es, desde su esencia hasta su concreción, puramente coyuntural, aunque cueste admitirlo. Ningún principio, convicción, credo lo puede amparar. Por la sencilla razón de que su formalización nunca depende de aspectos inmutables. Los valores de los que se deriva el pensamiento político son, por definición, coyunturales. Dependen de la circunstancia. Es la eventualidad de cada momento lo que conforma los valores a partir de los cuales se toman las decisiones. Nunca algo es bueno o malo por sí mismo, sino por su interés como moneda de cambio. Esta evidencia, sin embargo, resulta incomprensible también para la ciudadanía, la misma que repudia la doble alma de lo político. Aún somos, al parecer, animales religiosos.
  El resultado electoral del 23 de julio se presenta ante los observadores a distancia como un acontecimiento único. El oráculo le ha cambiado la esencia a todos los agentes implicados en el debate político. A todos, sin excepción. Como si el oráculo hubiera decidido regalarse con unas carcajadas a nuestra costa. El ganador, pierde. El perdedor, gana. El excluido es el único con capacidad de decisión. Lo que en la víspera de las elecciones era un valor, al día siguiente no sirve para nada. Lo que carecía de papel en el sistema, ahora es la clave de bóveda de la situación. El oráculo no solo ha hablado de unos y de otros, o de los incluidos y los excluidos. También ha seguido hablando. Un pequeño partido insular, con un único voto en el congreso, resultaba totalmente prescindible un día, con el primer resultado electoral; pero una modificación posterior, tras el cómputo del voto procedente del extranjero, lo convierte en pieza esencial del laberinto de una hipotética investidura. Lo que no valía nada el partido insular lo legitimaba conforme a sus principios, en un ejercicio de ecuanimidad democrática: no pactar con quienes mantengan pactos con las formulaciones extremas de su ideología, sean unos o sean otros; a los pocos días, tras comprobar el valor coyuntural que adquiría su único voto, los principios se disipaban cual niebla matinal y como diría Marx, el de los hermanos, «ah, es que para estos casos tengo otros». Y de repente la ideología radical de una de las dos partes resultaba más amable. Un auténtico carnaval entre máscaras y enmascarados. Es solo un ejemplo. Los principios (casi religiosos) con los que cada partido o coalición acudía a las elecciones de repente, la noche de las votaciones, carecían de valor, porque el resultado había quitado y otorgado valores a su antojo. Y entonces ha empezado la gran colisión (no la gran coalición, esa todavía está lejos) entre hacer y decir. 
  Esta reflexión solo pretende ser una defensa de la política: este desengañado que creía que había visto ya todos los resultados de unas elecciones, de nuevo, resulta sorprendido por su niebla. Aunque, la verdad, creo que prefiere la de esta misma mañana, encarada a primera hora, con el pan recién horneado en la mano, mientras una densa nube literalmente se había comido la montaña que se alza por detrás del pueblo en la ladera y lo había dejado en medio de una llanura evanescente. Y qué hermoso verlo así y además creer que también es así, un pueblo sin calles en cuesta, llanas, propicias para ir en bicicleta. Hablar de realidades es también, a veces, contemplar fantasmagorías.