28, sábado. Septiembre. De paseo con las traiciones



Mientras camino por la calle Córcega paso junto a una mujer que le habla al móvil que tiene delante de la boca como si estuviera a punto de morder una pastilla de chocolate. Un instante olvidadizo de no ser por la frase que oigo al rebasarla. «Estoy harta de traiciones». Como no tengo nada mejor que hacer me quedo con la frase revoloteando en los pensamientos.
     La traición es el primer tema literario que elegí. Quiero decir, los poemas iban haciendo camino al andar, pero el día en el que quise escribir una novela tenía que decidir algo más concreto. Y, en aquel momento, creí ver en la traición el argumento oculto de las relaciones contemporáneas. En la amistad, en el amor, en la familia. De hecho, escribí tres novelas, una para cada ámbito. Tan fuerte fue la impresión. Hoy ya no milito en ninguna idea sobre el presente, pero en aquel tiempo pensé que la traición explicaba mejor que ningún otro comportamiento la mecánica interna de los seres humanos.
     Al principio, cuando oigo la frase casual, atribuyo a que alguien se acuerde de mi viejo tema literario el que me anime a seguir pensando. La traición, digamos, es ya un asunto anticuado. Propio de películas en blanco y negro o libros de páginas amarillentas. Lema para una camiseta vintage. A cada momento se descubren infidelidades amorosas, empresariales, incluso deportivas, pero nadie las denomina traición. Eso queda para los lectores de novelas históricas o románticas, y para los escritores desorientados, como he sido siempre yo. No podía haberme fijado en un tema más pasado de moda. En fin, aunque los dioses me concedieran repetir la vida tampoco aprendería a ser actual.
     Aun así, continúo pensando en la frase. Hay algo que me desconcierta en ella. La analizo. Encuentro, en su brevedad, tres elementos enfáticos. El primero es el plural. Para que una traición lo sea, exige el singular. No cabe en la cabeza una sucesión de traiciones. Será otra cosa, pero no una traición. El segundo es la expresión. El hartazgo no es coherente con la traición. Uno se harta de lo que se repite, pero tras una traición solo puede quedar herido, muerto o moribundo, es decir, estados que se producen por algo que ocurre una única vez y de golpe. Y el tercer énfasis es léxico. «Traiciones» me parece una exageración. Se puede estar harto de estupideces, de maldades, de mentiras, de infidelidades, de jugarretas, etcétera, sin que ninguna alcance el grado de traición. El mero hecho de que la vida contemporánea sea pródiga en indelicadezas impide a su vez que se produzca la canallada definitiva. La frase causal, triplemente enfática, no es más que una hipérbole.
     Se venera con frecuencia, en los ámbitos literarios, la lengua coloquial. Eso está bien, pero hay que actuar con precauciones. Lo coloquial acumula y mima cuanto en la escritura resulta defectuoso —anacolutos, cacofonías, redundancias y especialmente énfasis—. El énfasis es más difícil de combatir porque resulta un polimórfico parásito que está emparentado y protegido por el propósito más extendido en el arte literario del presente. El énfasis es un claro intensificador de emociones, y la emoción, el objetivo explícito de tantos poetas. El problema del énfasis es que actúa como un fuego de artificio, deslumbra en un instante —«Estoy harta de traiciones»—, pero luego deja la arena del texto llena de residuos carbonizados. No hay nada tangible debajo del énfasis. No existe ninguna auténtica traición en la palabra «traiciones».

26, jueves. Septiembre. No verse dentro del espejo



La serie sobre los espejos que hoy acaba en El Visir de Abisinia fue redactada entre el siete y el catorce del pasado julio. No puedo recordar ahora con exactitud qué motivó la escritura. No es un asunto que a priori me interesara. Sobre espejos han escrito páginas luminosas dos autores contemporáneos que admiro, Rafael Pérez Estrada y Vicente Luis Mora. Eso me desaconseja tratarlo. Aun así, ahí está la serie.
    Nunca he sido buen contemplador de espejos. Siempre que miro uno aparece alguien delante que estorba la visión. Encaro cualquier espejo con la esperanza de un día no verme delante, y por eso los evito. Solo acumulan frustración en mi propósito. Creo que se advierte en los textos. Todos tienden a la despersonalización, tal vez como un deseo nunca alcanzado. Tampoco estoy seguro de que el conjunto subraye ninguna idea sobre los espejos más allá de la perplejidad de quien acusa la incomodidad que le producen.
     El espejo que recuerde que más me ha impresionado es el que cuelga en la Casa Museo de Lope de Vega en Madrid. Un rectángulo de hojalata enmarcado. Quien se mire en él solo advierte de sí mismo una mancha rosácea y otra más oscura. Ojalá fueran así todos los espejos. Como inacabadas pinturas de Rothko.
     En aquellas mismas fechas, un viernes de julio, mientras paseaba por los puestos de los Encantes caí en la cuenta de la cantidad de espejos que se mostraban a la venta. No llevaba la cámara, pero saqué el móvil y los fui fotografiando. De ahí el encuadre cuadrado, que es el que el móvil traza mejor. Todas las imágenes fueron capturadas el mismo día. Al principio busco que las fotografías reflejan los espejos desde un ángulo oblicuo. Luego me muestro oculto en alguno y acabo por perder el miedo a mí mismo y aparezco como el protagonista de lo reflejado. Igual que los textos siguen la seriación cronológica de la escritura, también las fotografías retratan el paseo. He vuelto otros viernes a los Encantes, en alguno he comprobado que no había expuesto ni siquiera un triste espejo.
     Una vez escrita la serie, en una librería de viejo encuentro un libro que recuerdo no haber comprado por el abultado precio cuando fue novedad: Historia del espejo, de Sabine Melchior-Bonnet. Un clásico del motivo. Dos euros pago, sin quejarme. He leído el capítulo sobre Durero, pero el resto anda por ahí, haciendo cola.

23, lunes. Septiembre. La discusión sobre la “poesía pop tardoadolescente” como resultado de los sistemas educativos



Acabo de leer el artículo que Vicente Luis Mora publica en Diario de lecturas, su blog de crítica literaria, con un título que antes parece una conclusión: «La discusión sobre la “poesía pop tardoadolescente” como resultado de la falta de debate sobre la calidad de la poesía española contemporánea». Me apresuro a decir que lo he leído con interés y que no se me ocurriría ponerle ningún pero. Entre otras cosas porque no he leído ninguno de los artículos ni libros de la ingente bibliografía que maneja y cita. En mi defensa solo puedo balbucir que si bien durante años intenté prestar atención a cuanto ocurría, la edad me ha ido conduciendo poco a poco por los caminos de la desatención, en los que, se podría decir, he acabado sintiéndome tan a gusto como el erudito ante su colección. Una suerte de extranjería en el tiempo que si bien no me libra del todo de las vicisitudes políticas, al menos me evita padecer con los florecimientos literarios de la temporada.
     Recuerdo la primera vez que me di de cara con el fenómeno tardoadolescente que analiza Mora; por cierto, ya bastante avanzado. Ocurrió en Madrid. Quise entrar en la Casa del Libro porque recordé que en tiempos era una librería tan caótica e imprevisible que guardaba en los estantes, para quien disfrutara con ello, ediciones raras de raros poetas. Con esa ingenuidad accedí a la librería y al encaminarme hacia la sección de poesía se me ocurrió mirar, como de pasada, el expositor de novedades. No pude devolver el gesto a la normalidad. Ni conocía nombres, ni colecciones —aunque sí algún sello editorial que jamás había prestado atención a la poesía—, ni vi entre tantos un único libro de versos de autor que reconociera. Me temí, tardíamente, que algo estaba ocurriendo no a mis espaldas, sino delante de mí.
     Sobre este asunto me informo ahora en el artículo de Vicente Luis Mora y a través de la bibliografía que cita. Aunque lo lamente, no puedo añadir ni siquiera una coma. Pero tampoco puedo decir que me sorprendan las citas de «poetas pop tardoadolescentes» que leo. Me suenan. Son como los poemas que escriben mis alumnos. Adolescentes. Y de vez en cuando me dejan leer. Y este parentesco me ha dado qué pensar.
      He convivido con tres sistemas educativos —e infinidad de leyes de educación—. El primero fue el mío. Los seis cursos de bachillerato y COU. Aquel bachillerato era muy pobre. Memorístico, superficial, jerárquico. Solo recuerdo algo valioso: no se estudiaba lingüística, sino uso de la lengua. Cientos de ejercicios repetitivos para evitar palabras comodines. Una idea de lengua como artesanía que me ha resultado de gran utilidad. El resto, una pobreza conceptual que he sufrido toda la vida y me ha costado a veces ocultar. El segundo sistema, tres cursos de BUP y COU, lo impartí durante décadas. Un alumno de letras, es un ejemplo, cursaba en cuatro años 12 horas semanales —al principio eran 13, pero pronto quitaron una; por superstición, claro— de la asignatura Literatura Española. El nivel del alumnado que recuerdo de aquel COU a veces no lo veo en los escritos académicos de los profesores universitarios del presente. Se dirá que idealizo. Es posible, no quiero convencer a nadie. Pero sin duda ha sido el mejor sistema educativo de toda la historia de este país. Y a lo largo de los años he observado, a veces con envidia, la excelsa preparación técnica de los formados en esas aulas.
      El tercero, el que ahora padecemos, tiene el nombre que merece: ESO, cuatro años comunes y obligatorios más un extraño estrambote de dos años denominado abusivamente «bachillerato». Veamos las trasformaciones. Durante los cuatro años troncales, la literatura ha desaparecido como asignatura independiente, absorbida por una materia denominada «Lengua Castellana y Literatura» en la cual esta se convierte en la muleta de aquella. Como la literatura mantiene aún cierto prestigio entre el profesorado, se dice en las programaciones que se imparte la literatura que la mayoría —no lo dudo— se propone, pero que rara vez consigue cumplir. La «Literatura española» queda relegada a cuatro horas de bachillerato. Y la suele cursar un veinte por ciento del alumnado inscrito en letras (bachilleratos humanístico y social). Algunos centros ofertan «Literatura universal», pero el número de inscritos rara vez supera ese mismo veinte por ciento. El resto cursa materias tan humanísticas o sociales como Economía y administración de empresas.
      Con ser importante, el factor horario no es el decisivo. En mi bachillerato superior (qué hermosa hipérbole) recuerdo haber leído, una tras otra, la Ilíada y la Odisea. Aún conservo un cuaderno escolar con todos los capítulos resumidos con una caligrafía que todavía no era la mía. En la época de BUP se leía el Lazarillo, La colmena y Tiempo de silencio. Pero en la ESO el profesorado opta por apartar las lecturas de historia literaria complejas y, con el argumento de «engancharles» a la lectura, las sustituye por novelas juveniles. César Mallorquí, Jordi Sierra i Fabra o Laura Gallego conforman el único parnaso contemporáneo en la formación de los jóvenes. De los que luego irán a ciclos profesionales y también de los que cursarán medicina, derecho o ingeniería.
      Y es posible que tampoco resulte determinante, puesto que el alumnado que no lee ni siquiera estas sencillas propuestas crece en cada promoción. Basta entonces ir a un cursillo para descubrir la esencia de la pedagogía actual: el «juego». Cómo van a aprender si no se divierten, alegan. Y uno piensa que tal vez también David Cameron estudiara con métodos que fomentan la ludopatía, acaso pioneros de los nuestros, lo que explicaría bien el lío en el que ha metido a sus compatriotas.
      Este es el acervo literario de los ciudadanos. Escasas o nulas clases de literatura, lecturas de «baja intensidad» y propensión a las actividades lúdicas. Se equivocará quien piense que con este argumento quiero explicar la sencillez estética de algunos nuevos poetas. En absoluto. La formación del poeta jamás ha sido académica. Cada cual ha realizado descubrimientos y lecturas según su inteligencia y voluntad. De un poeta —su bondad o defectos— solo es responsable el propio poeta. La escuela suficiente tiene con formar ciudadanos como para también tener que preocuparse por los artistas. Los artistas ya se buscarán la vida.
      Lo que se ha descrito arriba es el acervo literario del público lector en nuestro país. Esa pequeña parte de ciudadanos que compra libros para leerlos. Si al alumnado de segundo de bachillerato (el total de los de ciencias con sus lecturas juveniles de la ESO y el ochenta por ciento de los de letras que no han cursado ninguna literatura) les muestro los dos poemas que compara Vicente Luis Mora en su artículo, uno del bloguero y poeta Escandar Algeet (cito una estrofa como ejemplo: «Ahora que consigo amarte sin quererme matar / me pregunto con quién podré negociar / otro amanecer sin verte») y otro el poeta, activista y profesor universitario Jorge Riechmann (su estrofa: «Poros hacia la noche, / pliegues que son besana de los sueños, / arrugas donde otra aurora se aventura. / Tu piel es la memoria»). No dudo el resultado. Algeet arrasaría. Entre otras cosas porque para entender su poema basta con haber leído a Mallorquí o Gallego. Pero para comprender el de Riechmann, el lector ha debido antes recorrer un camino de comprensiones que va desde el Barroco (que suena en ese poema) a Rimbaud, y después haber tomado el desvío que conduce desde Mallarmé a Paul Celan. Creo que es algo excesivo para nuestros escolares, los compradores de libros potenciales en cuanto encuentren trabajo, es decir, dentro de a lo sumo un quinquenio. 
     Vicente Luis Mora insiste —siempre con razón— en el papel dejatorio (disculpen el neologismo, pero es juguetón) de la crítica. Y la acusación me ha provocado el mismo optimismo entrañable con el que los aficionados a ello ven seriales de zombis. Creo que la auténtica dejación culpable no es la de la crítica, sino la desaparición de la figura del editor literario, sustituida por el editor profesional (ese alumno que eligió Economía y administración de empresas en lugar de Literatura universal, y luego se fue a ADE). El blanqueo que las editoriales —antes llamadas literarias— están realizando de subgéneros comerciales, ahora codo con codo en las colecciones con la alta literatura en busca de ese lector sin formación de lector, pero con ambición de persona culta, es sencillamente repugnante. Y me callo.
     Copia Vicente Luis Mora en el primer párrafo de su artículo una maravillosa cita de Iris Murdoch, que no me resisto a anotar aquí: «de todas maneras, el gran arte existe y a veces se experimenta adecuadamente, e incluso una experiencia superficial de lo que es grande puede producir un efecto». El ejemplo de la veracidad de esta observación lo recogí en las páginas de este mismo diario escritas tras la charla de Ada Salas. No hay duda de que «una experiencia superficial de lo que es grande» produce «un efecto». La situación a la que la sociedad literaria se encamina es, sin embargo, otra: el criterio de quien jamás se ha enfrentado a una experiencia «de lo que es grande».


15, domingo. Septiembre. A vueltas con los dietarios



Ha coincidido estos últimos meses el hecho de darle vueltas a la idea del diario. Mejor, del dietario. Algunas veces en conversación con Jesús Aguado, que empieza este curso un taller de diario personal cuya preparación le exige —mejor, se exige— leer todos los diarios de escritores que le faltaban por leer, que no son tantos, por cierto. Nunca me ha gustado el género memorialista. Ni como lector, pues solo considero excepciones, y mucho menos como escritor. La razón posiblemente sea de ideología literaria. La vida dentro de la escritura es como la grasa del jamón, considero que ha de aparecer entreverada. Expuesta en gran cantidad, esas abultadas franjas blancas del mal embutido, resultan materia prescindible. Hay un momento, sin embargo, en el que a uno solo le queda avanzar por donde no ha querido ir. Y en 2019 no he dejado de pensar en la escritura de un diario.
     Mi idea del dietario, sin embargo, sigue siendo fruto de mi ideología. Sentarse a describir los hechos fútiles de cualquier día carece de sentido literario. Pero de repente lo cobra si uno toma un elemento cualquiera de la cotidianidad, lo aísla, y se detiene a convertirlo en categoría. A escribir un pequeño ensayo sobre determinada nimiedad. Es algo que se puede hacer, pensé a continuación, sin amarrarlo a una cronología personal. Se parece demasiado, creí, a una columna periodística. Para evitar este inconveniente decidí recurrir a la literalidad del «diario». Y el día de Año Nuevo de este año inicié un diario, diario. Cien días. Con entradas cada una de las jornadas. Algún día se publicará.
     De ese proyecto, ya concluido, ha quedado la costumbre, ahora ya sí con elipsis de fechas, de ir escribiendo un diario. Y también leyéndolos. Jesús me aconseja que lea el último volumen del diario de Sándor Márai, el único traducido. Lo busco y me reencuentro con Márai. Había empezado a leerlo al ritmo que se iba traduciendo, como quien sigue una serie televisiva semana a semana. Un escritor fascinante, pero una de sus novelas se me atragantó y abandoné la serie. Y por eso en su momento me perdí Diarios 1984-1989 (Salamandra, 2008). Aunque es posible también que el libro eligiera que lo leyese ahora que me preocupo por el género y no entonces. Nadie sabe qué guía lo que ocurre.
     El diario de Márai es uno de los libros más estremecedores que he leído. No sabría decir nada más. Cualquier otro comentario desmerecería la lectura desnuda de ese gran libro desnudo. Dos entradas del diario de Márai coinciden sobre dos asuntos de mis cien días. Con esa prueba se podría decir incluso, quizá con desprecio, que el mío es un diario maraísta. El mohín de disgusto lo podrán otros, a mí me ha encantado esta coincidencia. Más, el reconocimiento que durante la lectura he realizado de la enorme influencia que ha tenido este diario en el mío, a posteriori. Porque Márai hace en su diario exactamente lo que en un párrafo anterior he tratado de explicar como mi teoría del dietario. Descubrir los maestros que uno ha tenido después de haber realizado su obra es una de las compensaciones más gratificantes que tiene el arte.
    Sería un poco simple por mi parte quedarme con lo que Márai confirma de mis ideas diarísticas. También las suyas quedan a la intemperie mientras lo escribe. Y de paso, desarropan las mías. El suceso más relevante que gravita sobre los años últimos de Márai, aunque hable de lecturas, impresiones de la época o tentaciones de poner un punto final, es la enfermedad y muerte de Ilona —L. o Lola en la escritura—, su mujer. Y compañía durante más de sesenta años, no precisamente dulces. Como parte del duelo, Sándor lee las agendas, más de cien, donde Ilona anotaba minuciosamente «todo sin excepción, los acontecimientos cotidianos, ya fueran importantes o irrelevantes… los sueños, las visitas, los quehaceres diarios…» «Todo». Ilona había puesto en práctica a lo largo de su vida la idea de diario opuesta a la que he defendido siempre ante mí mismo. Y me ha dejado, como a Márai, sin palabras.
     Al principio, el escritor viudo lo considera «un regalo desde el más allá» de su esposa. «Como si todos los días recibiera una carta de ella». Es, digamos, la primera impresión de esta lectura retrospectiva de los días vividos en común. Al mismo tiempo que lee estas agendas llenas de datos nimios, nombres olvidados, hechos desvanecidos, crece en Márai un inquietante, frontal, rechazo a la «Literatura: ochenta por ciento de exhibicionismo. El resto es escritura al dictado». Las citas subrayando esta idea se podrían multiplicar fácilmente. Pese a su lucidez, que evitaré siempre poner en duda, no me parecen, sin embargo, significativas. O solo del desgarro interior del escritor frente al deterioro y la crueldad de la muerte, que le asedia en cada una de las noticias que recibe.
     Mientras piensa estas cosas, Márai lee obsesivamente el relato detallado y exacto de todos los días de su vida pasados en compañía de su mujer. El diario de ella. Y un día, el «21 de mayo de 1986», descubre el sentido de esta lectura: «Ese “todo” es una larga declaración de amor, la misma que he estado esperando durante sesenta y dos años porque, por un motivo u otro, siempre evitábamos el tema». De repente descubro la futilidad de las ideas literarias. Da igual que un diario recoja la grasa de la vida tal cual, o la entrevere con florituras de estilo. Da lo mismo que se detenga en lo anodino o en lo trascendente. Siempre será literatura si no es, en sí mismo, una declaración de amor. A una persona, a un lugar, a la lengua, a la vida, qué se yo. Una declaración de amor a quien lo esté leyendo. O, dicho de otra forma, que quien lo lea recupere sus días perdidos en los días perdidos de quien lo haya escrito. La intensidad de la escritura diarística raramente está en las medidas alquímicas de su composición, sino en el sentido que le da a la existencia. Y se escriben diarios para decir lo que, «por un motivo u otro, siempre evitábamos» contar y quien lee tal vez lleve tantos años «esperando». Eso no quiere decir que se cuente o se vaya a contar. Solo que de ahí emerge su valor, del espejismo del final de la espera.

3, martes. Septiembre. Fábula de las presillas



El cinturón que durante los últimos treinta años ha sujetado mis pantalones —estos más variados— hace unos días que ha empezado a mostrar signos de fatiga. De hecho, ni siquiera por su culpa, sino por la mía. En cierta ocasión tuve que añadirle un orificio y lo hice con un berbiquí de carpintero y por él ahora se escapa el fieltro de relleno. Complemento diseñado por un célebre modisto para su colección de ropa masculina, el precio no era menor, pero lo compré en las últimas rebajas y recuerdo que salí muy contento con la adquisición. Era joven y el cinturón tenía estilo. Entonces estas cosas parecían importantes. Han pasado treinta años y en este momento lo que subrayaría son otras características de carácter más filosófico, por ejemplo, que admiro los objetos que solo se compran una vez para que nos acompañen el resto de la vida.
      Aunque tal vez convenga en que ya era hora de renovarlo. Con este propósito entré hace unos días en la tienda de otro célebre modisto. Revisé con ojos de experto —que no se entera de nada— la oferta, también de rebajas finales, aunque seguía pareciéndome caro, y salí con lo que creí un buen cinturón. Con estilo, sin duda. Vi que me faltaban un par de orificios, y esta vez acudí a un zapatero, que me los hizo en un instante, perfectos, y no me cobró. Dejé que pasaran unos días, para no molestar al antiguo, y anteayer lo estrené. Menudo chasco. Una vez apretado, al cinturón le sobra palmo y medio, sin que, por otra parte, alcance hasta la presilla del pantalón. Por inercia doblé el tramo restante y lo sujeté por debajo del propio cinturón.
     De repente el mundo se me vino abajo. Quienes hemos vivido algunas décadas ciframos el progreso de la civilización en pequeños detalles: ya no hay que moler el café a mano antes de usarlo, los calcetines no se zurcen y los cinturones no se doblan por debajo de sí mismos. La imagen de un cinturón enroscado es de una vulgaridad que ofende. Pero seguía sin entender qué estaba ocurriendo, así que me puse a estudiarlo.
    En primer término, advertí que los pantalones actuales colocan dos presillas a la altura de los bolsillos, dos en los extremos de la cintura y una en el dorso. Cinco en total. Se me antojan escasas. He revisado mis pantalones más antiguos y alguno hasta tiene ocho presillas. Y la distancia entre el lugar donde el cinturón se ajusta y el resto que sobra queda sujeto por dos o tres presillas. Por otra parte, los propios cinturones, como el que he usado en los últimos treinta años, tenían su propia presilla flotante, que se podía colocar al final del cinturón para que este quedara siempre fijo, sin fragmentos pendulares. Pero el nuevo carece de presilla propia. No me queda más remedio que meter por debajo lo sobrante con gesto de matón de película mala.
    Puede parecer baladí el asunto de las presillas, pero me he sentido una vez más estafado por la época. Bien porque los diseñadores de cinturones ignoren de esa manera los adelantos consolidados en el vestuario masculino, bien porque el fabricante decida prescindir de todo lo que le ahorre costes —a él, no a mí, que pago de sobras la presilla que no está—, el caso es que solo siento que me engañan por todas partes. Y tomo nota de la lección aprendida: cuando tenga que comprar otro cinturón, dentro de treinta años, observaré con ojos más expertos y me fijaré en cómo el candidato resuelve el inconveniente.