Acabo de leer el artículo que Vicente Luis Mora publica en Diario de lecturas, su blog de crítica literaria, con un título que antes parece una conclusión: «La discusión sobre la “poesía pop tardoadolescente” como resultado de la falta de debate sobre la calidad de la poesía española contemporánea». Me apresuro a decir que lo he leído con interés y que no se me ocurriría ponerle ningún pero. Entre otras cosas porque no he leído ninguno de los artículos ni libros de la ingente bibliografía que maneja y cita. En mi defensa solo puedo balbucir que si bien durante años intenté prestar atención a cuanto ocurría, la edad me ha ido conduciendo poco a poco por los caminos de la desatención, en los que, se podría decir, he acabado sintiéndome tan a gusto como el erudito ante su colección. Una suerte de extranjería en el tiempo que si bien no me libra del todo de las vicisitudes políticas, al menos me evita padecer con los florecimientos literarios de la temporada.
Recuerdo la primera vez que me di de cara con el fenómeno tardoadolescente que analiza Mora; por cierto, ya bastante avanzado. Ocurrió en Madrid. Quise entrar en la Casa del Libro porque recordé que en tiempos era una librería tan caótica e imprevisible que guardaba en los estantes, para quien disfrutara con ello, ediciones raras de raros poetas. Con esa ingenuidad accedí a la librería y al encaminarme hacia la sección de poesía se me ocurrió mirar, como de pasada, el expositor de novedades. No pude devolver el gesto a la normalidad. Ni conocía nombres, ni colecciones —aunque sí algún sello editorial que jamás había prestado atención a la poesía—, ni vi entre tantos un único libro de versos de autor que reconociera. Me temí, tardíamente, que algo estaba ocurriendo no a mis espaldas, sino delante de mí.
Sobre este asunto me informo ahora en el artículo de Vicente Luis Mora y a través de la bibliografía que cita. Aunque lo lamente, no puedo añadir ni siquiera una coma. Pero tampoco puedo decir que me sorprendan las citas de «poetas pop tardoadolescentes» que leo. Me suenan. Son como los poemas que escriben mis alumnos. Adolescentes. Y de vez en cuando me dejan leer. Y este parentesco me ha dado qué pensar.
He convivido con tres sistemas educativos —e infinidad de leyes de educación—. El primero fue el mío. Los seis cursos de bachillerato y COU. Aquel bachillerato era muy pobre. Memorístico, superficial, jerárquico. Solo recuerdo algo valioso: no se estudiaba lingüística, sino uso de la lengua. Cientos de ejercicios repetitivos para evitar palabras comodines. Una idea de lengua como artesanía que me ha resultado de gran utilidad. El resto, una pobreza conceptual que he sufrido toda la vida y me ha costado a veces ocultar. El segundo sistema, tres cursos de BUP y COU, lo impartí durante décadas. Un alumno de letras, es un ejemplo, cursaba en cuatro años 12 horas semanales —al principio eran 13, pero pronto quitaron una; por superstición, claro— de la asignatura Literatura Española. El nivel del alumnado que recuerdo de aquel COU a veces no lo veo en los escritos académicos de los profesores universitarios del presente. Se dirá que idealizo. Es posible, no quiero convencer a nadie. Pero sin duda ha sido el mejor sistema educativo de toda la historia de este país. Y a lo largo de los años he observado, a veces con envidia, la excelsa preparación técnica de los formados en esas aulas.
El tercero, el que ahora padecemos, tiene el nombre que merece: ESO, cuatro años comunes y obligatorios más un extraño estrambote de dos años denominado abusivamente «bachillerato». Veamos las trasformaciones. Durante los cuatro años troncales, la literatura ha desaparecido como asignatura independiente, absorbida por una materia denominada «Lengua Castellana y Literatura» en la cual esta se convierte en la muleta de aquella. Como la literatura mantiene aún cierto prestigio entre el profesorado, se dice en las programaciones que se imparte la literatura que la mayoría —no lo dudo— se propone, pero que rara vez consigue cumplir. La «Literatura española» queda relegada a cuatro horas de bachillerato. Y la suele cursar un veinte por ciento del alumnado inscrito en letras (bachilleratos humanístico y social). Algunos centros ofertan «Literatura universal», pero el número de inscritos rara vez supera ese mismo veinte por ciento. El resto cursa materias tan humanísticas o sociales como Economía y administración de empresas.
Con ser importante, el factor horario no es el decisivo. En mi bachillerato superior (qué hermosa hipérbole) recuerdo haber leído, una tras otra, la Ilíada y la Odisea. Aún conservo un cuaderno escolar con todos los capítulos resumidos con una caligrafía que todavía no era la mía. En la época de BUP se leía el Lazarillo, La colmena y Tiempo de silencio. Pero en la ESO el profesorado opta por apartar las lecturas de historia literaria complejas y, con el argumento de «engancharles» a la lectura, las sustituye por novelas juveniles. César Mallorquí, Jordi Sierra i Fabra o Laura Gallego conforman el único parnaso contemporáneo en la formación de los jóvenes. De los que luego irán a ciclos profesionales y también de los que cursarán medicina, derecho o ingeniería.
Y es posible que tampoco resulte determinante, puesto que el alumnado que no lee ni siquiera estas sencillas propuestas crece en cada promoción. Basta entonces ir a un cursillo para descubrir la esencia de la pedagogía actual: el «juego». Cómo van a aprender si no se divierten, alegan. Y uno piensa que tal vez también David Cameron estudiara con métodos que fomentan la ludopatía, acaso pioneros de los nuestros, lo que explicaría bien el lío en el que ha metido a sus compatriotas.
Este es el acervo literario de los ciudadanos. Escasas o nulas clases de literatura, lecturas de «baja intensidad» y propensión a las actividades lúdicas. Se equivocará quien piense que con este argumento quiero explicar la sencillez estética de algunos nuevos poetas. En absoluto. La formación del poeta jamás ha sido académica. Cada cual ha realizado descubrimientos y lecturas según su inteligencia y voluntad. De un poeta —su bondad o defectos— solo es responsable el propio poeta. La escuela suficiente tiene con formar ciudadanos como para también tener que preocuparse por los artistas. Los artistas ya se buscarán la vida.
Lo que se ha descrito arriba es el acervo literario del público lector en nuestro país. Esa pequeña parte de ciudadanos que compra libros para leerlos. Si al alumnado de segundo de bachillerato (el total de los de ciencias con sus lecturas juveniles de la ESO y el ochenta por ciento de los de letras que no han cursado ninguna literatura) les muestro los dos poemas que compara Vicente Luis Mora en su artículo, uno del bloguero y poeta Escandar Algeet (cito una estrofa como ejemplo: «Ahora que consigo amarte sin quererme matar / me pregunto con quién podré negociar / otro amanecer sin verte») y otro el poeta, activista y profesor universitario Jorge Riechmann (su estrofa: «Poros hacia la noche, / pliegues que son besana de los sueños, / arrugas donde otra aurora se aventura. / Tu piel es la memoria»). No dudo el resultado. Algeet arrasaría. Entre otras cosas porque para entender su poema basta con haber leído a Mallorquí o Gallego. Pero para comprender el de Riechmann, el lector ha debido antes recorrer un camino de comprensiones que va desde el Barroco (que suena en ese poema) a Rimbaud, y después haber tomado el desvío que conduce desde Mallarmé a Paul Celan. Creo que es algo excesivo para nuestros escolares, los compradores de libros potenciales en cuanto encuentren trabajo, es decir, dentro de a lo sumo un quinquenio.
Vicente Luis Mora insiste —siempre con razón— en el papel dejatorio (disculpen el neologismo, pero es juguetón) de la crítica. Y la acusación me ha provocado el mismo optimismo entrañable con el que los aficionados a ello ven seriales de zombis. Creo que la auténtica dejación culpable no es la de la crítica, sino la desaparición de la figura del editor literario, sustituida por el editor profesional (ese alumno que eligió Economía y administración de empresas en lugar de Literatura universal, y luego se fue a ADE). El blanqueo que las editoriales —antes llamadas literarias— están realizando de subgéneros comerciales, ahora codo con codo en las colecciones con la alta literatura en busca de ese lector sin formación de lector, pero con ambición de persona culta, es sencillamente repugnante. Y me callo.
Copia Vicente Luis Mora en el primer párrafo de su artículo una maravillosa cita de Iris Murdoch, que no me resisto a anotar aquí: «de todas maneras, el gran arte existe y a veces se experimenta adecuadamente, e incluso una experiencia superficial de lo que es grande puede producir un efecto». El ejemplo de la veracidad de esta observación lo recogí en las páginas de este mismo diario escritas tras la charla de Ada Salas. No hay duda de que «una experiencia superficial de lo que es grande» produce «un efecto». La situación a la que la sociedad literaria se encamina es, sin embargo, otra: el criterio de quien jamás se ha enfrentado a una experiencia «de lo que es grande».