Subarriendo de una amplia habitación en Berlín-Pankow,
el hombre, bebía, cobrador, bebía, panadero, bebía; la mujer iba
una y otra vez a ver al patrón, ya con su segundo hijo,
y le pedía una nueva oportunidad; la eterna canción.
PETER HANDKE
Esta
es la canción que puedo cantar yo, Peter, hoy, en la celebración de mi sexto aniversario.
Sé jugar con una tabla del entarimado que se balancea al pisarla. Sé subirme a
lo alto de un taburete y abrir el grifo de agua en el baño. Es de lo que estoy
más orgulloso. Sé también dibujar. Y dibujo sobre todo letras. Luego pinto por
encima hojas y digo que son árboles. Mamá me habrá preparado, a la hora en la
que le toque usar la cocina, una tarta Selva Negra con cerezas escarchadas,
pero en lugar de cerezas, que no tiene, colocará caramelos y a mí me va a
gustar más. Y se lo tendré que repetir varias veces, hasta que me crea. Hay
como otra vida en mi madre además de la que tenemos aquí, los cuatro. Monika
aún no sabe jugar como yo, y solo balbucea. A veces llora y mamá la acuna en
sus brazos. A mí me gusta que lo haga, porque luego me da un beso y me llama
«mi hombrecito». Monika tampoco conoce al abuelo Bruno ni ha paseado por las
montañas. Solo ha vivido en Pankow. El verano pasado, cuando cumplió un año, si
dejábamos las ventanas abiertas y se colaban las voces y los gritos de los
soldados rusos, de repente se quedaba muy quieta y callada, como temerosa de lo
incomprensible. Vivimos los cuatro en esta habitación. Dormimos, comemos, yo
juego y mi madre cose. Hay dos ventanales a la calle por donde entra la luz
sucia del invierno, aunque en seguida se hace de noche. Pero a mí no me
importa. Sé divertirme solo. A veces me oculto bajo la cama de mamá y disfruto
viendo cómo me busca con la mirada durante mucho tiempo. Allí debajo he
aprendido a jugar con la oscuridad.
Peter a veces se esconde bajo la cama.
Hago como que me preocupo y la verdad es que me preocupa que adquiera
comportamientos anómalos. Pero es un niño de campo y aquí vivimos los cuatro
encerrados entre cuatro tristes paredes. Menos mal que la pequeña aún no se da
cuenta. Y es muy buena niña. Duerme y duerme, como si así distrajera el hambre
mientras llega mi turno de cocina. Y menos mal, porque el resto de inquilinos
no puede ser más ruidoso. A ciertas horas el corredor es una calle mayor en día
de fiesta. Ah, si tuviéramos solo una pizca más de regularidad. Si Adolf fuera capaz de trabajar todos los
meses, con un salario me apañaba no solo para cocinar dos comidas para todos,
también podríamos alquilar una vivienda donde vivir sin compañías. Ni siquiera
sería necesario que tuviera muchas habitaciones, con una para nosotros y otra
para los niños bastaba. Un salón, una cocina, un baño solo para la familia, en
el que no hubiera que limpiar los cabellos caídos en la pila antes de lavarse
la cara. Pero la bebida le puede, y por ahí se va también parte de lo que gana,
cuando lo cobra. Cuántas veces habré tenido que ir a hablar a las oficinas de
la empresa de tranvías, y cuántas veces le han readmitido, por compasión, para
luego volver a echarle semanas después. Cuántas veces me habrá prometido que
era la última vez, que no volvía a probar el vino, ni la cerveza, ni el licor
de hierbas, ni el vodka que venden los soviéticos claramente a escondidas…
Dios, hay tantas tentaciones que la sobriedad es inalcanzable para un hombre.
Adolf, con lo feliz que eras piropeando a las mujeres antes de extenderles el
billete guiñándoles un ojo. Pero el tranvía arranca ahora sin ti y te ha dejado
en tierra, buscando con la mirada la taberna más próxima donde ahogar el mal
trago.
He nacido para ser cobrador de tranvía.
Se necesita porte, vocabulario, matemáticas, don de gente. Y alegría, mucho
entusiasmo para compensar las bombas que todos hemos visto caer sobre nuestras
cabezas, la ruina en la que ha quedado el mundo tras la guerra. Y de todo eso
lo tenía a raudales. Ese soy yo. Pero quien no ha nacido todavía es el que sepa
apreciarlo. Nada que hiciera se consideraba correcto. Si hablaba con los
pasajeros, que me callara. Si les saludaba por cortesía, que en silencio. Si
les sonreía, que me metiera la sonrisa donde me cupiera. Tal cual me lo
dijeron. Y me lo repitieron. Y nunca faltó ni un único pfennig de la recaudación. Todo lo que tenían en mi contra eran
solo invenciones. Mala fe. Bilis de los años de la guerra que aún continúa
circulando por la sangre de la gente. Si alguna vez me equivoqué al dar la
señal de parada o de partida, oye, los trabajadores somos humanos, no máquinas.
La vida está en el tintinar de los vasos cuando brindan. Mañana empiezo en una
panadería, como aprendiz, porque nunca he amasado nada. Y ahora es el momento
de celebrarlo. Que mi ahijado cumple años, ¿cuántos, cinco, seis? Quién sabe.