CARTAS AL s XX | 6 de diciembre de 1948, lunes. Balada del niño Peter Handke



Subarriendo de una amplia habitación en Berlín-Pankow, 

el hombre, bebía, cobrador, bebía, panadero, bebía; la mujer iba 

una y otra vez a ver al patrón, ya con su segundo hijo, 

y le pedía una nueva oportunidad; la eterna canción.

PETER HANDKE


Esta es la canción que puedo cantar yo, Peter, hoy, en la celebración de mi sexto aniversario. Sé jugar con una tabla del entarimado que se balancea al pisarla. Sé subirme a lo alto de un taburete y abrir el grifo de agua en el baño. Es de lo que estoy más orgulloso. Sé también dibujar. Y dibujo sobre todo letras. Luego pinto por encima hojas y digo que son árboles. Mamá me habrá preparado, a la hora en la que le toque usar la cocina, una tarta Selva Negra con cerezas escarchadas, pero en lugar de cerezas, que no tiene, colocará caramelos y a mí me va a gustar más. Y se lo tendré que repetir varias veces, hasta que me crea. Hay como otra vida en mi madre además de la que tenemos aquí, los cuatro. Monika aún no sabe jugar como yo, y solo balbucea. A veces llora y mamá la acuna en sus brazos. A mí me gusta que lo haga, porque luego me da un beso y me llama «mi hombrecito». Monika tampoco conoce al abuelo Bruno ni ha paseado por las montañas. Solo ha vivido en Pankow. El verano pasado, cuando cumplió un año, si dejábamos las ventanas abiertas y se colaban las voces y los gritos de los soldados rusos, de repente se quedaba muy quieta y callada, como temerosa de lo incomprensible. Vivimos los cuatro en esta habitación. Dormimos, comemos, yo juego y mi madre cose. Hay dos ventanales a la calle por donde entra la luz sucia del invierno, aunque en seguida se hace de noche. Pero a mí no me importa. Sé divertirme solo. A veces me oculto bajo la cama de mamá y disfruto viendo cómo me busca con la mirada durante mucho tiempo. Allí debajo he aprendido a jugar con la oscuridad.

         Peter a veces se esconde bajo la cama. Hago como que me preocupo y la verdad es que me preocupa que adquiera comportamientos anómalos. Pero es un niño de campo y aquí vivimos los cuatro encerrados entre cuatro tristes paredes. Menos mal que la pequeña aún no se da cuenta. Y es muy buena niña. Duerme y duerme, como si así distrajera el hambre mientras llega mi turno de cocina. Y menos mal, porque el resto de inquilinos no puede ser más ruidoso. A ciertas horas el corredor es una calle mayor en día de fiesta. Ah, si tuviéramos solo una pizca más de regularidad.  Si Adolf fuera capaz de trabajar todos los meses, con un salario me apañaba no solo para cocinar dos comidas para todos, también podríamos alquilar una vivienda donde vivir sin compañías. Ni siquiera sería necesario que tuviera muchas habitaciones, con una para nosotros y otra para los niños bastaba. Un salón, una cocina, un baño solo para la familia, en el que no hubiera que limpiar los cabellos caídos en la pila antes de lavarse la cara. Pero la bebida le puede, y por ahí se va también parte de lo que gana, cuando lo cobra. Cuántas veces habré tenido que ir a hablar a las oficinas de la empresa de tranvías, y cuántas veces le han readmitido, por compasión, para luego volver a echarle semanas después. Cuántas veces me habrá prometido que era la última vez, que no volvía a probar el vino, ni la cerveza, ni el licor de hierbas, ni el vodka que venden los soviéticos claramente a escondidas… Dios, hay tantas tentaciones que la sobriedad es inalcanzable para un hombre. Adolf, con lo feliz que eras piropeando a las mujeres antes de extenderles el billete guiñándoles un ojo. Pero el tranvía arranca ahora sin ti y te ha dejado en tierra, buscando con la mirada la taberna más próxima donde ahogar el mal trago.

         He nacido para ser cobrador de tranvía. Se necesita porte, vocabulario, matemáticas, don de gente. Y alegría, mucho entusiasmo para compensar las bombas que todos hemos visto caer sobre nuestras cabezas, la ruina en la que ha quedado el mundo tras la guerra. Y de todo eso lo tenía a raudales. Ese soy yo. Pero quien no ha nacido todavía es el que sepa apreciarlo. Nada que hiciera se consideraba correcto. Si hablaba con los pasajeros, que me callara. Si les saludaba por cortesía, que en silencio. Si les sonreía, que me metiera la sonrisa donde me cupiera. Tal cual me lo dijeron. Y me lo repitieron. Y nunca faltó ni un único pfennig de la recaudación. Todo lo que tenían en mi contra eran solo invenciones. Mala fe. Bilis de los años de la guerra que aún continúa circulando por la sangre de la gente. Si alguna vez me equivoqué al dar la señal de parada o de partida, oye, los trabajadores somos humanos, no máquinas. La vida está en el tintinar de los vasos cuando brindan. Mañana empiezo en una panadería, como aprendiz, porque nunca he amasado nada. Y ahora es el momento de celebrarlo. Que mi ahijado cumple años, ¿cuántos, cinco, seis? Quién sabe. 

20 de octubre, domingo. Jardín de aforismos


Que la escritura se convierta, para un autor, en lo decisivo de su vida al cabo no es tan relevante como que su conciencia como escritor pase siempre al frente de la escritura, incluso cuando le conduzca al silencio.

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Volver a llenar la literatura de biografía es siempre la opción más rentable. Solo eso.

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Cuando la poesía olvida su régimen silábico suele tender a la obesidad.

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Claro y oscuro en los versos quizá tenga que ver más con las luces del lector que con la poética.

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Quienes abogan por una poesía desacralizada con frecuencia lo hacen desde un púlpito.

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El tiempo tiene dos géneros donde le gusta expresarse: la poesía elegíaca y las conversaciones de ascensor entre vecinos.

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Sin asomarse al vacío desde el voladizo donde se escribe no hay aforismo. 

11 de octubre, viernes. Edipo en Venecia


El agua chapotea contra el dique cuando pasa una embarcación por el canal. Me habla, igual que lo estoy haciendo yo aquí, ahora. Me dice lo que me diría a mí misma. A veces se enfada conmigo. Siempre me entiende cuando ando preocupada. Desde niña me siento en el borde y la escucho. Es el confesor que no tengo, y no será por iglesias en esta ciudad. O la amiga que me faltó en la plaza con juegos infantiles que nunca disfruté, porque no las hay. No sé. Soy yo misma, convertida en agua que chasquea la lengua al hablar el dialecto. Me siento en el suelo y la salpicadura de agua, cuando quien navega lo hace más deprisa de lo permitido, me moja la ropa y aún siento un súbito frescor cuando la humedad atraviesa el tejido y humedece la piel. De adolescente era una sensación que me excitaba. Cerraba los ojos y a quien oía hablar entonces no era a mí, sino a algún chico que me hubiera gustado. Pero creo que no me decía nada. O al menos, no recuerdo que me dijera gran cosa. Nada parecido a lo que me cuenta el agua a mí, cuando soy yo quien habla.

Y, además, la gracia que me haría la rociadura de un hombre encima en este momento. Ni en sueños. Conmigo me basto. En verano, a veces, por las noches, cuando cierro la heladería, camino hasta este lugar, y me tumbo en la plataforma donde se detienen los vapores, junto al canal. Dormito con el susurro del agua. Nunca deja de hablarme, ni siquiera cuando todo a mi alrededor va entrando en el silencio, las luces parecen irse apagando, la oscuridad se vuelve más densa y evoca la hora de las confidencias. Su cháchara me ordena la vida, me reconforta. Nunca es remordimiento, por mal que haya actuado con los demás. Solo bálsamo aplicado con paciencia por el cuerpo, con mimo. Con delicadeza de agua, siempre, aunque discurra hacia la laguna ni demasiado limpia ni especialmente aromática.

         Es una espina que tienes clavada en la planta del pie, me dice esta noche el agua que fluye en sosiego por el canal cuando me acerco a saludarla, y te empeñas en ir a la pata coja sobre la misma pierna. No entiendo lo que me afea mientras me dejo seducir por la belleza de su vestido. Las bombillas del Arsenal reflejadas en la superficie forman una auténtica escuadra de barquitos de papel, que quietos no dejan de moverse. Un ejército de significados que no sé leer. Ni siquiera cuando están hablándome. «¿A la pata coja?», me digo en voz alta. Algunos turistas se recogen a sus hoteles con paso vacilante y gesto risueño. Ni los veo. Forman parte del mobiliario de la ciudad. De toda la ciudad, menos de la terminal de la línea de vapores de San Silvestre, que el ayuntamiento ha cerrado por obras. Todo el verano. Una riada de turistas que sube y baja a cada momento, ahora ausentes por reparaciones.

Apareció la cuadrilla una mañana de abril. Los vi pasar, e ingenua de mí hasta imaginé que al poco regresaría uno para comprar helados para los demás. Hasta quise ver sus preferencias en los rostros. Intuí mucho chocolate en las miradas, le eché un vistazo a la cubeta y comprobé que estaba a rebosar. Me quedé tranquila, estúpida de mí.  Las lonas que extendieron por el acceso al dique lo cubrieron por completo, taparon carteles y accesorios. Y extendieron por todas partes cintas amarillas y rojas de señalización de obra pública. La orden municipal de suspensión del servicio de vapores hasta la finalización de los trabajos de construcción de una terminal cubierta quedó expuesta en un cartelón sobre la lona.

Desde aquel día, la calle Sbianchesini ha permanecido desierta. Los vapores pasan de largo. Los caminantes siguen hasta Rialto para tomar el suyo. Esto, que ocurrió ya al día siguiente, me costó entenderlo unas semanas. Seguía haciendo las compras y preparando los helados al ritmo al que me conducía la costumbre, cada vez más intensa por la llegada del buen tiempo, casi sin darme cuenta de que nadie entraba en el local para comprarlos. Ni siquiera la cuadrilla que cerró la parada de San Silvestres. Los vi pasar de regreso, con el mismo deseo de crema de chocolate en la mirada, pero sin querer entrar a satisfacerlo. Si por un instante se me hubiera ocurrido pensar en lo que le acababan de hacer a mi heladería, hubiese salido a la carrera tras ellos, empuñada en lo alto una barra para el hielo, por azotarles las ideas. Ellos, que no tenían ninguna culpa; yo, que no comprendía el devenir.

[Cuaderno de ficciones, página 22]

2 de octubre, miércoles. Escritura y duración, o maneras de comprender lo poético


Avanzo por los fragmentos rescatados en las libretas de notas de Paul Celan que han sido publicados en 2005, varias décadas después de la desaparición del poeta, bajo el título de Microlitos, guijarros. Prosas póstumas. La impresión que tengo es que los borradores de Celan son, como la mayoría de las anotaciones rápidas, de exclusivo uso momentáneo. Dudo que el propio autor, tiempo después de tomadas, supiera descifrar la mayoría. Como, de hecho, me ocurre con las que encuentro mías si por acaso abro alguno de los cuadernos de años atrás. A pesar de ello, continúo pacientemente la lectura porque el descubrimiento de un canto rodado singular en una playa nunca ha resultado tarea sencilla.

         En la página 76 de la edición española descubro una cuestión que me inquieta: «¿El escribir poesía tiene propiamente una duración?». Me sorprende el enunciado de esta pregunta. El que se relacione la escritura poética con un transcurso concreto de tiempo. En una segunda pregunta, a continuación, Celan responde a la primera y la resitúa en un contexto específico: «¿Y en qué relación con el tiempo, con el tiempo de la vida, está esa duración?». Se sobreentiende, ahora, que para el poeta la respuesta a la primera cuestión ha sido afirmativa. De hecho, es el dictamen racional. Por breve que sea un poema, se puede pensar en la antigua escritura japonesa de los haikus, siempre implica un tiempo caligrafiar sus diecisiete sílabas. O también en la más próxima y contemporánea de los aforismos.

         El propio Celan escribió 387 apuntes aforísticos —unos concluidos; otros, simples anotaciones— que quedaron inéditos en la «Libreta de la tarde de Paul Celan». Sobre uno cualquiera del conjunto —por ejemplo, el magnífico 11.4— es posible preguntar qué relación mantuvo con el «tiempo de la vida» de quien lo redactó de esta manera: «Una palabra tan vieja, tan gris, que el silencio fue a aprender de ella».  Por una parte, la mera caligrafía del aforismo en la libreta implica una brevísima duración. En castellano lo he copiado, con más agilidad que preciosismo, en 19 segundos. Si la respuesta a la primera cuestión celaniana es afirmativa —es decir, la escritura de poesía sí posee una duración, en este caso 19’’—, se puede conjeturar que esta resulta nimia en relación con el tiempo no solo de una vida, sino ya de un simple día. Es decir, insignificante. Sin embargo, es plausible pensar que el poeta no estuviera pensando solo en la mecánica de la escritura, y que escribir conllevara también conformar en la mente aquello que se escribe. De esta forma, la implicación vital del aforismo de Celan sería mucho más duradera. Quizá se remonte a alguna lectura de un viejo texto, donde aparecen palabras ya en desuso, cuyo significado desconocido obliga a dejar el libro abierto bocabajo en la mesa para extraer el tomo, voluminoso tomo, del diccionario y buscarla en la diminuta tipografía y tratar luego de comprender, a partir del sentido, cuál sería su origen al relacionarla con alguna raíz de una lengua antigua. Consultar tal vez otros diccionarios. Y no olvidar que se ha conocido la palabra, pero al reencontrarla tiempo después en otro texto, descubrir que su significado se ha evaporado del recuerdo y cuando uno lo busca solo encuentra en la memoria un breve rectángulo vacío. Aunque este proceso cronológico, al alcance de cualquier coetáneo, todavía no incluye el aforismo ni presupone una actividad poética. Es necesario, para que surja el adagio, alterar en el pensamiento la relación entre palabra y silencio que se manifiesta habitualmente, es decir, invertir la lógica común de la vivencia —leer una palabra y no saber qué significa— con el propósito de establecer una relación insólita, ahora entre silencio y palabra, con ayuda del verbo «aprender». Porque es el silencio quien aprende de las palabras viejas. De modo que el aforismo incluye un período explícito de experiencia (lectura, consulta, olvido, lectura, consulta) y otra duración implícita, difícil de determinar, en la que tres conceptos (palabra, silencio, aprender) implicados modifican la relación semántica que existe entre ellos en la lengua de uso para mostrarse en una nueva e inédita relación en la escritura poética.

         No tengo ninguna certeza de que este razonamiento sea el que pesó en Paul Celan a la hora de formular la cuestión que aquel día le preocupaba: «¿El escribir poesía tiene propiamente una duración?». Pero sí que es el que me permite en este momento responder, por mi cuenta y riesgo, a esta pregunta con una negación: «Ninguna». Es decir, la escritura poética no mantiene ninguna relación con la duración del tiempo de la vida. Más allá, claro, de la obvia necesidad de estar vivo para realizarla. La escisión que se ha observado en el análisis del aforismo de Celan entre una duración explícita y otra implícita puede ser interpretada de una manera diferente: Solo la explícita es duración; la implícita no implica ninguna duración. Es instantánea. De esta disyunción se deriva la idea de que la escritura poética no sería fruto de la experiencia, sino de la alteración de los conceptos adquiridos por esta. Transformación que no consume tiempo de vida, solo ocurre. De ahí que la escritura de la prosa se extienda en el tiempo, porque, con indiferencia del género, ha de atenerse a las relaciones que proceden de una duración, concreta y lógica, en la experiencia —sea personal, social, erudita, histórica, lectora, científica…—. La poesía carece de esta servidumbre. La poesía es otra manera de relacionar los conceptos, que puede emanar, obviamente, de lo vivido, pero que no ha sido determinada, en ningún caso, por el tiempo de la experiencia, sino por el no tiempo de las transfiguraciones.