El agua chapotea contra el dique
cuando pasa una embarcación por el canal. Me habla, igual que lo estoy haciendo
yo aquí, ahora. Me dice lo que me diría a mí misma. A veces se enfada conmigo.
Siempre me entiende cuando ando preocupada. Desde niña me siento en el borde y
la escucho. Es el confesor que no tengo, y no será por iglesias en esta ciudad.
O la amiga que me faltó en la plaza con juegos infantiles que nunca disfruté,
porque no las hay. No sé. Soy yo misma, convertida en agua que chasquea la
lengua al hablar el dialecto. Me siento en el suelo y la salpicadura de agua,
cuando quien navega lo hace más deprisa de lo permitido, me moja la ropa y aún
siento un súbito frescor cuando la humedad atraviesa el tejido y humedece la
piel. De adolescente era una sensación que me excitaba. Cerraba los ojos y a
quien oía hablar entonces no era a mí, sino a algún chico que me hubiera
gustado. Pero creo que no me decía nada. O al menos, no recuerdo que me dijera
gran cosa. Nada parecido a lo que me cuenta el agua a mí, cuando soy yo quien
habla.
Y,
además, la gracia que me haría la rociadura de un hombre encima en este
momento. Ni en sueños. Conmigo me basto. En verano, a veces, por las noches,
cuando cierro la heladería, camino hasta este lugar, y me tumbo en la
plataforma donde se detienen los vapores, junto al canal. Dormito con el
susurro del agua. Nunca deja de hablarme, ni siquiera cuando todo a mi
alrededor va entrando en el silencio, las luces parecen irse apagando, la
oscuridad se vuelve más densa y evoca la hora de las confidencias. Su cháchara
me ordena la vida, me reconforta. Nunca es remordimiento, por mal que haya
actuado con los demás. Solo bálsamo aplicado con paciencia por el cuerpo, con
mimo. Con delicadeza de agua, siempre, aunque discurra hacia la laguna ni
demasiado limpia ni especialmente aromática.
Es una espina que tienes clavada en la
planta del pie, me dice esta noche el agua que fluye en sosiego por el canal
cuando me acerco a saludarla, y te empeñas en ir a la pata coja sobre la misma
pierna. No entiendo lo que me afea mientras me dejo seducir por la belleza de
su vestido. Las bombillas del Arsenal reflejadas en la superficie forman una
auténtica escuadra de barquitos de papel, que quietos no dejan de moverse. Un
ejército de significados que no sé leer. Ni siquiera cuando están hablándome.
«¿A la pata coja?», me digo en voz alta. Algunos turistas se recogen a sus
hoteles con paso vacilante y gesto risueño. Ni los veo. Forman parte del
mobiliario de la ciudad. De toda la ciudad, menos de la terminal de la línea de
vapores de San Silvestre, que el ayuntamiento ha cerrado por obras. Todo el
verano. Una riada de turistas que sube y baja a cada momento, ahora ausentes
por reparaciones.
Apareció
la cuadrilla una mañana de abril. Los vi pasar, e ingenua de mí hasta imaginé
que al poco regresaría uno para comprar helados para los demás. Hasta quise ver
sus preferencias en los rostros. Intuí mucho chocolate en las miradas, le eché
un vistazo a la cubeta y comprobé que estaba a rebosar. Me quedé tranquila,
estúpida de mí. Las lonas que extendieron por el acceso al dique lo
cubrieron por completo, taparon carteles y accesorios. Y extendieron por todas
partes cintas amarillas y rojas de señalización de obra pública. La orden
municipal de suspensión del servicio de vapores hasta la finalización de los
trabajos de construcción de una terminal cubierta quedó expuesta en un cartelón
sobre la lona.
Desde aquel día, la calle Sbianchesini ha permanecido desierta. Los vapores pasan de largo. Los caminantes siguen hasta Rialto para tomar el suyo. Esto, que ocurrió ya al día siguiente, me costó entenderlo unas semanas. Seguía haciendo las compras y preparando los helados al ritmo al que me conducía la costumbre, cada vez más intensa por la llegada del buen tiempo, casi sin darme cuenta de que nadie entraba en el local para comprarlos. Ni siquiera la cuadrilla que cerró la parada de San Silvestres. Los vi pasar de regreso, con el mismo deseo de crema de chocolate en la mirada, pero sin querer entrar a satisfacerlo. Si por un instante se me hubiera ocurrido pensar en lo que le acababan de hacer a mi heladería, hubiese salido a la carrera tras ellos, empuñada en lo alto una barra para el hielo, por azotarles las ideas. Ellos, que no tenían ninguna culpa; yo, que no comprendía el devenir.
[Cuaderno de ficciones, página 22]