En el
orden del día de la tertulia galáctica de los miércoles se informa de que se
hablará sobre la crítica: su función, su utilidad y su objetividad. Interesante
asunto. Tanto que despierta inmediatamente el diario dormido bajo un montón de
libros y papeles en la mesa de trabajo. Lo busco. Lo encuentro. Y nada más
verlo, sin alcanzar aún a abrirlo por la primera página en blanco, ya estoy
escribiendo con la mente.
Como hoy es catorce de febrero, se
impone una confesión romántica con aires de estribillo: No puedo vivir sin la
crítica. Lo he intentado muchas veces, porque nada hay más espurio que hablar
sobre una novedad mientras es novedad. Por una razón evidente, cuando se
marchite lo novedoso caerán a su lado las hojas que lo ensalzaron, y otra que
pertenece a las esencias: lo valioso de la poesía es su permanencia, que es
aquello que constantemente contradice el acento sobre lo nuevo. Pero el amor siempre ha despreciado las advertencias de lo
obvio.
La crítica tiene una evidente función
social. Ni siquiera me entretengo en definirla porque hacia esta crítica que
introduce un título —para bien o para mal del título— en la sociedad cultural
nunca he sentido el mínimo interés. Amo la crítica por su función
exclusivamente personal. El diálogo
con la contemporaneidad poética me parece central en la formación poética, en
paralelo al diálogo con la tradición. Es cierto que el diálogo se establece en
la lectura, pero se consolida con la escritura. Solo cuando se busca la
expresión adecuada para lo que se ha pensado se consigue reflexionar de verdad,
más allá de las impresiones y las intuiciones. Sobre la mayor parte de los libros
que uno lee no escribe nada, pero la tarea de escribir sobre algunos mejora su
percepción lectora, de la misma manera que una tabla de ejercicios físicos de
unos minutos ayuda a mantener el tono físico vital.
Cabría también preguntar qué legitima
al crítico que trabaja desde la esfera de lo personal y no desde la voluntad de
intervención social de su criterio. Estoy convencido de que el interés de la
cuestión reside en plantearla al revés: qué legitima el valor de la opinión de
un crítico que se propone convertirse en la opinión social. Pero no me meteré
en camisas de once varas. Lo que justifica mi opción personal por la crítica es la propia poesía, que es una apuesta por
la expresión individual. Es cierto que en algunas épocas o en ciertos lugares la
poesía ha tenido un claro relieve social, pero este factor es añadido, no está
en la definición del género, cuyo territorio fundacional concluye en los
límites de lo lírico. No es más importante Campoamor por aclamado en vida que
Bécquer por desconocido. De hecho, en realidad ocurre lo contrario, porque la
legitimación de la poesía no está en la aceptación social del momento, sino en
el reconocimiento de una dimensión personal,
desde la que —estoy convencido— también se puede escribir sobre lecturas.
Sobre la objetividad crítica se puede
decir lo mismo que sobre la aspiración a una lengua codificada en la equivalencia
de un signo para cada significado. El día que triunfe una lengua así reducida
se habrán quedado todos los humoristas sin trabajo y el resto de la población muda,
porque fuera del horario laboral de los controladores aéreos solo vale la pena
hablar para hacer malabares con el lenguaje. Por otra parte, para huir de los
juicios objetivos sobre expresiones subjetivas ya basta la experiencia de haber
leído a los formalistas.
La utilidad de la crítica es un asunto
de mayor calado. Si se acepta la idea de Paul Celan de que cada poema es un
momento en la historia del decir, la mera aseveración incluye en la definición la
presencia del crítico. Pueden existir acontecimientos en sí mismos, pero el
concepto de historia implica su
registro, y este es impensable sin un registrador. No hay historia sin
historiadores. Ni historia del decir sin críticos que lo hayan analizado y
explicado. Por lo tanto, creo que la exégesis poética es inherente al hecho creativo.
Una creación valiosa sin exégesis es un producto de la imaginación.
Esta
es una idea genérica sobre el asunto de la utilidad, hay otra más sutil y
concreta. La concepción del arte moderno se construye sobre una distancia entre
el objeto artístico, en este caso el poema, y el referente humano (por no llamarlo temático) que le da vida. El amor
manifestado no es lo que le da valor al poema de amor, sino la interpretación artística del
sentimiento. Esta distancia que se
establece puede ser de diversos tipos: formal, irracional o existencial. En diferentes
épocas predomina una u otra. Hay distancias
muy complejas y otras sencillas de comprender. La crítica suele ser la
encargada de guiar el camino entre un punto y otro. En su época Fernando Pessoa
era considerado un poeta «hermético» por sus incomprensibles juegos de
identidad. Hoy los heterónimos se estudian en el colegio y fascinan a los
niños.
También
la crítica es la encargada de mensurar la dimensión de la distancia que un
poeta establece entre su poema y las realidades temáticas que aborda. De ahí
que sea tan importante la crítica para el poeta que aspiro a ser. Comprender el
modo de significar de los demás poetas a mi alrededor ayuda a encontrar lo
singular en la manera de interpretar la herencia común.
Una
última pregunta me resta por responder: «¿las reseñas deben hablar solamente de
obras sobre las que tienen una opinión favorable?». La respuesta, para mí, surge
de inmediato. Le ha de resultar imposible hablar de una obra que no admire al
exégeta que escribe crítica solo como fruto de un enamoramiento por la obra que
ha leído. San Valentín no esperaba menos de mi crónica.