21 de febrero, martes. Elogio de lo impreciso


Recuerdo haber oído, no sé muy bien dónde, la anécdota que narraba la sorpresa de un técnico alemán que vino a solucionar un problema en las instalaciones del metro de la ciudad y descubrió una nueva medida de presión: «un poquitín más». Lo impreciso tiene mala prensa en la sociedad tecnológica, pero a veces se echa de menos. Por ejemplo. En el pueblo donde pernocto en fechas de asueto hay dos campanarios. La historia es simple. En el siglo XIX se ordenó que todas las casas consistoriales tuvieran delante un reloj público con la hora oficial del reino. Como delante del Ayuntamiento solía estar la iglesia, se instaló el reloj en su campanario. Pero en este pueblo en concreto, la iglesia, románica y anterior a la población, se encuentra en un extremo y la plaza Mayor en otro. Así que situaron reloj y campanario en una vieja torre de vigilancia que había más o menos delante. El caso es que al siglo XX llegaron dos campanarios. La habitación donde duermo está justo a medio camino entre los dos, así que escucho a ambos con la misma intensidad. Primero sonaba el de la torre civil y unos minutos después el de la iglesia. Ese vivir el mismo instante dos veces resultaba reconfortante, sobre todo por las mañanas. Pongamos que uno había previsto levantarse a las 8. Oía las campanadas, pero sabía que aún disponía de varios minutos de relajación, fuera del tiempo, antes de volver a escucharlas. Una prórroga. El siglo XXI ha traído un cambio en el funcionamiento de los campanarios. Ahora suenen los dos a la hora en punto, y es un guirigay desacompasado de campanas en las que es imposible no ya saber la hora, sino ni siquiera sentir un ápice de su grata armonía. La precisión temporal tiene sus desventajas. 

[Libro V, Epigrama XXX]

14 de febrero, martes. La crítica y yo, crónica de un idilio


En el orden del día de la tertulia galáctica de los miércoles se informa de que se hablará sobre la crítica: su función, su utilidad y su objetividad. Interesante asunto. Tanto que despierta inmediatamente el diario dormido bajo un montón de libros y papeles en la mesa de trabajo. Lo busco. Lo encuentro. Y nada más verlo, sin alcanzar aún a abrirlo por la primera página en blanco, ya estoy escribiendo con la mente.

         Como hoy es catorce de febrero, se impone una confesión romántica con aires de estribillo: No puedo vivir sin la crítica. Lo he intentado muchas veces, porque nada hay más espurio que hablar sobre una novedad mientras es novedad. Por una razón evidente, cuando se marchite lo novedoso caerán a su lado las hojas que lo ensalzaron, y otra que pertenece a las esencias: lo valioso de la poesía es su permanencia, que es aquello que constantemente contradice el acento sobre lo nuevo. Pero el amor siempre ha despreciado las advertencias de lo obvio.

         La crítica tiene una evidente función social. Ni siquiera me entretengo en definirla porque hacia esta crítica que introduce un título —para bien o para mal del título— en la sociedad cultural nunca he sentido el mínimo interés. Amo la crítica por su función exclusivamente personal. El diálogo con la contemporaneidad poética me parece central en la formación poética, en paralelo al diálogo con la tradición. Es cierto que el diálogo se establece en la lectura, pero se consolida con la escritura. Solo cuando se busca la expresión adecuada para lo que se ha pensado se consigue reflexionar de verdad, más allá de las impresiones y las intuiciones. Sobre la mayor parte de los libros que uno lee no escribe nada, pero la tarea de escribir sobre algunos mejora su percepción lectora, de la misma manera que una tabla de ejercicios físicos de unos minutos ayuda a mantener el tono físico vital.

         Cabría también preguntar qué legitima al crítico que trabaja desde la esfera de lo personal y no desde la voluntad de intervención social de su criterio. Estoy convencido de que el interés de la cuestión reside en plantearla al revés: qué legitima el valor de la opinión de un crítico que se propone convertirse en la opinión social. Pero no me meteré en camisas de once varas. Lo que justifica mi opción personal por la crítica es la propia poesía, que es una apuesta por la expresión individual. Es cierto que en algunas épocas o en ciertos lugares la poesía ha tenido un claro relieve social, pero este factor es añadido, no está en la definición del género, cuyo territorio fundacional concluye en los límites de lo lírico. No es más importante Campoamor por aclamado en vida que Bécquer por desconocido. De hecho, en realidad ocurre lo contrario, porque la legitimación de la poesía no está en la aceptación social del momento, sino en el reconocimiento de una dimensión personal, desde la que —estoy convencido— también se puede escribir sobre lecturas.

         Sobre la objetividad crítica se puede decir lo mismo que sobre la aspiración a una lengua codificada en la equivalencia de un signo para cada significado. El día que triunfe una lengua así reducida se habrán quedado todos los humoristas sin trabajo y el resto de la población muda, porque fuera del horario laboral de los controladores aéreos solo vale la pena hablar para hacer malabares con el lenguaje. Por otra parte, para huir de los juicios objetivos sobre expresiones subjetivas ya basta la experiencia de haber leído a los formalistas.

         La utilidad de la crítica es un asunto de mayor calado. Si se acepta la idea de Paul Celan de que cada poema es un momento en la historia del decir, la mera aseveración incluye en la definición la presencia del crítico. Pueden existir acontecimientos en sí mismos, pero el concepto de historia implica su registro, y este es impensable sin un registrador. No hay historia sin historiadores. Ni historia del decir sin críticos que lo hayan analizado y explicado. Por lo tanto, creo que la exégesis poética es inherente al hecho creativo. Una creación valiosa sin exégesis es un producto de la imaginación.

Esta es una idea genérica sobre el asunto de la utilidad, hay otra más sutil y concreta. La concepción del arte moderno se construye sobre una distancia entre el objeto artístico, en este caso el poema, y el referente humano (por no llamarlo temático) que le da vida. El amor manifestado no es lo que le da valor al poema de amor, sino la interpretación artística del sentimiento. Esta distancia que se establece puede ser de diversos tipos: formal, irracional o existencial. En diferentes épocas predomina una u otra. Hay distancias muy complejas y otras sencillas de comprender. La crítica suele ser la encargada de guiar el camino entre un punto y otro. En su época Fernando Pessoa era considerado un poeta «hermético» por sus incomprensibles juegos de identidad. Hoy los heterónimos se estudian en el colegio y fascinan a los niños. 

También la crítica es la encargada de mensurar la dimensión de la distancia que un poeta establece entre su poema y las realidades temáticas que aborda. De ahí que sea tan importante la crítica para el poeta que aspiro a ser. Comprender el modo de significar de los demás poetas a mi alrededor ayuda a encontrar lo singular en la manera de interpretar la herencia común. 

Una última pregunta me resta por responder: «¿las reseñas deben hablar solamente de obras sobre las que tienen una opinión favorable?». La respuesta, para mí, surge de inmediato. Le ha de resultar imposible hablar de una obra que no admire al exégeta que escribe crítica solo como fruto de un enamoramiento por la obra que ha leído. San Valentín no esperaba menos de mi crónica.

9 de febrero, jueves. Jardín de aforismos: plantas aromáticas


El día se despierta hoy con pereza. Se nota que ayer trasnochó contemplando la redondez de la luna.

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La única entidad a la que no me importaría pertenecer es a la Asociación de Arraigados en el Desarraigo (AAD).

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La miel, en su tarro, refleja y dora los primeros indicios de luz que filtra la ventana de la cocina.

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Son tan eficientes los algoritmos que eso les convierte casi en reales, y cuanto más se acercan a la realidad, menos eficientes.

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Los pájaros que trazan líneas al atardecer son mi canal privado de televisión. Retransmiten el presente.

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La lluvia repiqueteando en las tejas. La melodía de los días íntimos, quiero decir, interiores.

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He ido a ver el mar. Respiraba sosegado, como uno de esos perros viejos que dormitan en el zaguán de la casa que antes vigilaban.

CARTAS AL s XX | 19 de marzo de 1911, domingo. Primera celebración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora.


Para Celedonia

Marzo le lanza gotitas de color a la muralla de la Reina. Tengo ya once años, los acabo de cumplir. No me voy a olvidar nunca de mi edad. Desde pequeña sé que es la misma con la que se conoce el año, cada año. A veces escucho pronunciar una fecha y me doy la vuelta, como si hablaran conmigo. Se lo pregunté a madre, ¿todos los niños cumplen años con el año? «Sube la tinaja del aceite, que hace rato que la espero» fue la respuesta. Acabo de descubrir que con el último aniversario ha dejado de ser la niña que era. Lo pensé la otra mañana, cuando salí a las eras para llevar a padre el almuerzo y, de repente, me dio por quedarme contemplando el muro. Chispas de color sobre el uniforme pardo de la piedra.

De repente he pensado que nada me gustaría más en el mundo que me regalaran un collar. Con bolitas de colorines. Como las flores. No una bata, no unas medias, no una cinta para la trenza. Un collar. Para el cuello que luce desnudo. Pero, si ya no soy una niña, en realidad ¿qué soy? Tampoco creo ser todavía una madre, como madre. Ni una hermana mayor, porque ya la tengo y no puedo saltar por encima de ella. Son preguntas que me parecen difíciles. Las niñas del pueblo que van a la escuela quizá sepan responderlas. A mí me dejan en casa. Lavo, friego, cocino, doy de comer a los animales mientras padre y madre están en el campo. Pero el muro, con las florecillas que nacen entre piedra y piedra, me ha hablado. Once, me han dicho, es hora de que florezca tu cuello, tan adusto. Tu mirada, tu pensamiento. No sé de qué me habla, solo siento que algo bulle como un puchero al fuego dentro de mí. «¿Has llevado los mendrugos a los gorrinos?», oigo la voz de madre que grita desde lo alto de la escalera. En cuanto acabe de cumplir de verdad los once años y sea ya mayor, le responderé como me apetezca, pero ahora le digo: «Sí, madre» y corro que me las pela. De momento.