Marzo le
lanza gotitas de color a la muralla de la Reina. Tengo ya once años, los acabo
de cumplir. No me voy a olvidar nunca de mi edad. Desde pequeña sé que es la
misma con la que se conoce el año, cada año. A veces escucho pronunciar una
fecha y me doy la vuelta, como si hablaran conmigo. Se lo pregunté a madre,
¿todos los niños cumplen años con el año? «Sube la tinaja del aceite, que hace
rato que la espero» fue la respuesta. Acabo de descubrir que con el último
aniversario ha dejado de ser la niña que era. Lo pensé la otra mañana, cuando
salí a las eras para llevar a padre el almuerzo y, de repente, me dio por
quedarme contemplando el muro. Chispas de color sobre el uniforme pardo de la
piedra.
De
repente he pensado que nada me gustaría más en el mundo que me regalaran un
collar. Con bolitas de colorines. Como las flores. No una bata, no unas medias,
no una cinta para la trenza. Un collar. Para el cuello que luce desnudo. Pero,
si ya no soy una niña, en realidad ¿qué soy? Tampoco creo ser todavía una
madre, como madre. Ni una hermana mayor, porque ya la tengo y no puedo saltar
por encima de ella. Son preguntas que me parecen difíciles. Las niñas del
pueblo que van a la escuela quizá sepan responderlas. A mí me dejan en casa.
Lavo, friego, cocino, doy de comer a los animales mientras padre y madre están
en el campo. Pero el muro, con las florecillas que nacen entre piedra y piedra,
me ha hablado. Once, me han dicho, es hora de que florezca tu cuello, tan
adusto. Tu mirada, tu pensamiento. No sé de qué me habla, solo siento que algo
bulle como un puchero al fuego dentro de mí. «¿Has llevado los mendrugos a los
gorrinos?», oigo la voz de madre que grita desde lo alto de la escalera. En
cuanto acabe de cumplir de verdad los once años y sea ya mayor, le responderé
como me apetezca, pero ahora le digo: «Sí, madre» y corro que me las pela. De
momento.