Consciente de que carezco de la mínima autoridad sanitaria para hablar de este asunto, no consigo evitar la tentación de abordarlo desde el punto de vista del entomólogo de paradojas. Porque la realidad pandémica del momento presente está asaeteada por dos contradicciones tan enormes que parecen una plaga.
A seis meses del inicio de medidas severas contra la expansión del virus y a tres meses del final del Estado de Emergencia, la situación presenta la siguiente paradoja: el país más estricto en cuanto a la normativa de uso de la mascarilla (en ambos aspectos, la norma y su cumplimiento por la ciudadanía) es el que más altos índices de contagio del virus ofrece. Paradoja que, para demostrar su entidad, ofrece la misma contradicción vuelta del revés: los países menos estrictos en el uso de la mascarilla (circunscribiéndola solo a situaciones de proximidad e interior) ofrecen índices de contagio inferiores.
En este caso el oxímoron cuyo nudo hay que resolver es el de una precaución que objetivamente empeora la situación. La experiencia de uso y norma de la mascarilla se podría resumir en los siguientes puntos:
1. La mascarilla es obligatoria en todos los usos sociales desde el final del Estado de Emergencia. Primero, si no existía alternativa a la distancia social y sin penalización; pero inmediatamente, tras el traslado de la responsabilidad sanitaria del Gobierno central a los gobiernos autonómicos, se endureció la normativa extendiendo el uso obligatorio a todas las situaciones y bajo pena económica por incumplimiento.
2. La observación de la ciudadanía de esta normativa (sea por convicción o por miedo a la pena) ha sido completa. En las calles, los parques, los paseos y hasta los caminos de extrarradio el uso de la mascarilla es absoluto. Casi sin excepciones. Incluso es común ver pasear a una persona sola por un paraje natural, en mitad de los campos, con mascarilla.
3. Una noticia reciente informa de la celebración de un botellón multitudinario, de unas doscientas personas, en la zona de un museo de arte contemporáneo. La intervención de la policía implica varias multas por consumo de alcohol, por grupos de más de seis personas y cuatro multas por no llevar mascarilla. Lo que implica un 98% de cumplimiento de esta norma por parte de personas dispuestas a infringir otras normas.
4. Esta normativa autonómica tiene una excepción. En las terrazas de los bares se puede prescindir de su uso. Y dentro de la gran paradoja, se descubre una pequeña paradoja. Las personas que caminan por la calle, con la habitual distancia hacia los otros transeúntes, lo hacen con mascarilla, y aquellas que están en la misma acera sentadas junto a otras personas, pueden no llevarla.
5. Un hecho que también resulta habitual, ligado al anterior, es que las personas que caminan hacia un bar o restaurante lo hacen con mascarilla, pero en cuanto entran y se sientan en una mesa del establecimiento, se la quitan.
6. Otro hecho que también resulta habitual es que personas que caminan con la mascarilla al encontrar y saludar a conocidos, aunque respeten la precaución de no darse la mano ni besarse, para compensarlo se bajan la mascarilla para que la sonrisa de saludo sea visible para la otra persona.
Por otra parte, en el reverso de la paradoja, en los países con menores índices de contagio, se observa que:
1. En la calle el uso de las mascarillas es discrecional. Algunas personas se protegen con ella, pero otras no.
2. Cuando las personas sin mascarilla acceden a cualquier interior o mantienen una mínima conversación casual, inmediatamente se colocan la mascarilla como medio de protección.
Creo que no resulta difícil vincular al uso de la mascarilla la idea implícita del peligro del que defiende. Del modo de protegerse con mascarilla en España se deduce un mal genérico (lo que justifica el uso en todas las situaciones), un mal absoluto (incluso en la soledad el campo existe una amenaza) y un mal de ubicación desconocida (como si fluyera con el aire). Por el contrario, de este hábito mismo de uso se puede deducir que el mal desaparece en situaciones concretas (en terrazas, en bares) y ante personas conocidas (frente a los que las personas no tienen miedo de relajar el uso). Es decir, el uso de las mascarillas parece antes una protección social que sanitaria.
En los países donde el uso de la mascarilla no es obligatorio en todas las situaciones, la identificación del mal del que protege se parece más a una amenaza vírica: es un mal concreto (se transmite solo en interacciones) y es un mal que acrecientan las situaciones de riesgo (proximidad, contacto, interior), con indiferencia de si se trata de conocidos o desconocidos.
En el uso obligatorio de la mascarilla en España (España) —como escribía siempre en sus crónicas José-Miguel Ullán— se establece una relación entre inseguridad y ámbito desconocido, y por el contrario, entre seguridad y ámbito conocido, que al cabo resulta contraproducente como protección ante la infección de un virus respiratorio. La obligación a protegerse del desconocido genérico relaja la protección ante el conocido concreto, cuando este factor resulta enteramente baladí. Y, si no, ahí están los datos: un país que se desprotege sobreprotegiéndose.