Para
el día de Año Nuevo del nuevo siglo, insisten, hay que preparar algo. Tengo
quince años y me da igual no hacer nada. Mi universo se limita a tres edificios
lejos de todas partes, aislados en el trazado inexistente de una calle como tres
dientes residuales en la boca de un vagabundo. Mis amigos, ninguno de mi edad. Todos
mayores. Sus propósitos, un crucigrama que voy rellenando día a día. Las chicas
son lo más importante para ellos, pero nunca hablan con ninguna. A mí me aburre
pensar tanto en lo que no existe. Prefiero jugar a fútbol, un deporte nuevo.
Pero solo tenemos, en nuestra calle de ninguna parte, un equipo, y hay que
partirlo para poder disputar un partido. Lo más peliagudo es quién se queda con
el portero, porque solo disponemos de uno que consiga, aunque solo sea de vez
en cuando, parar un balón que le chuten. ¿Quién?
Tampoco es que este Año Nuevo sea el
definitivo. Para unos, ya se ha cumplido la celebración inaugural doce meses
antes, en 1900. El nueve imponía mucho entonces. Pero he leído una lección de
matemáticas, no muchas más, donde explica que el año cero, como su nombre
indica, no existe, y que el cien es el número cien de una serie de cien. Luego
el 1900 es el cien del siglo diecinueve. Y el primer día del siglo XX, hoy,
este Año Nuevo. Aun así, hay cabezas donde no entra el concepto. Mis amigos del
barrio se han apuntado a la teoría por el lado de la fiesta, y eso me complica la
jornada, porque yo lo hubiera pasado de muerte, como solemos hacer en festivo,
enfrentándonos los once que somos a otro barrio del más allá. ¿Del más allá de
dónde?
Llego
el primero y los demás van apareciendo de uno en uno. Vestidos de domingo. He
colocado cinco sillas alrededor de una mesa en la taberna y solo hay que añadir
una. Los seis viajes que hace el camarero, bueno, en realidad siete, porque uno
repite vaso. No siempre los trajes que lucen se ajustan a las medidas de mis
amigos. Las madres han tratado de disimularlo, cogiendo telas o ensanchándolas,
en prendas heredadas, y ya de otro siglo. El único que se ha puesto unos
pantalones de tela compatibles con un revolcón por la arena soy yo, soñando con
un buen partido. Los demás, de punta en blanco, están más callados que de
costumbre. Urden algo. Pero no sueltan prenda. Se levantan los cinco al unísono
y les sigo por inercia. El siglo empieza como se ha acabado el anterior, pienso,
dejándome igual de solitario. El camino hasta la población es largo. Huertos,
algún redil, maleza casi por todas partes a la espera de futuras calles que
existen no se sabe en la cabeza de quién. Alcanzar las obras del tranvía
significa que ya estamos cerca. ¿De qué destino?
No sé dónde vamos, pero mis compinches
sí. No dudan al girar hacia una calle estrecha en lugar de seguir rectos hacia
la plaza. Se detienen frente a un portal cualquiera de un edificio casi en
ruinas. Es un callejón sucio y sombrío. Un bebé llora en algún piso. Una pareja
discute en otro. Lo puedo oír todo por el silencio en el que hemos ido y en el
que mis camaradas continúan. Ahora cuchichean. Decretan colecta. Una peseta por
cabeza. Es mi capital para todo el mes, pero la tengo. Viaja en el bolsillo
abotonado de mi pantalón de tela recia. ¿Una peseta, para qué?
El mayor del grupo, saca un montón de
palillos, de los que usa para escarbar entre los dientes y pasear en los
labios. Parte uno por la mitad. Alinea el resto en su mano, con el puño
cerrado. Mis amigos van extrayéndolos de ahí. Cada cual, uno. Los que van
saliendo, palillos enteros. «No puede ser, ¡le ha tocado al churumbel!» oigo
gritar cuando veo el palillo partido en mi mano. Discuten. «Volvemos a empezar»,
sugieren varios. Pero se impone sobre estos deseos un criterio de realidad:
«También ha puesto su peseta». «Es que la tarifa son siete, y si no, no
alcanzamos», oigo un lamento a mi lado. ¿Alcanzamos a qué?
«Claro que subimos todos, faltaría
más», se impone el que hace las veces de capitán de nuestro equipo. «Y le
ayudamos a elegir. Al menos que nos gratifiquen la vista. Que una peseta es una
peseta». Sin entenderlo aún, voy comprendiendo. Este año cumpliré dieciséis. Ya
seré un hombre. Si hay una guerra me darán un uniforme azul con botones dorados
y un fusil. La verdad es que no me atrevía a pensarlo, pero ya imaginaba cómo
sería mi primera vez. Y hasta tengo candidata. La nieta de doña Julia. Viene
con su familia a verla con frecuencia. Si me cruzo con ella en la escalera, me
sonríe. Entonces le hago una leve genuflexión y se ríe. No sé si eso será amor,
pero cada vez que ocurre siento un cosquilleo por todo el cuerpo y los ojos que
se van de su órbita. Era mi favorita para la primera vez, y la segunda, y la
tercera… Y ya no podrá ser porque elegirán para mi estreno la que les gustaría
a ellos. Los rasgos opuestos, seguro, a la encantadora nieta de doña Julia.
¿Por qué me meto donde no me llaman? ¡Qué siglo me espera!