7 de junio, viernes. Un fotógrafo en el desierto


El ronroneo del motor de la vieja furgoneta se ha convertido en la banda sonora de mi existencia. Temo apagarlo y que nunca más arranque. Su tembleque, una manera de respirar. Así he viajado hasta el confín del estado, primero por autopistas que le alejan a uno de la ciudad, luego por cuidadas vías nacionales; después, un desvío hacia una humilde carretera comarcal y, ahora, este camino sin ninguna indicación de destino que me ha traído a este lugar, que es como cualquier otro.  Cuando el motor exhala un gemido y se detiene, tras darle media vuelta a la llave de contacto, me incomoda el silencio que se impone alrededor. Como quien se cuela en una fiesta sin que nadie le haya invitado.

         Me entretengo, por eso, dentro de la cabina. No he de molestarme mucho en comprobar que no hay nadie en varios kilómetros alrededor. Los que llevo en el camino de arena, cada vez más tortuoso. Nadie, humano. Zorros, lagartos, coyotes, linces, por supuesto. Es posible que alguna tortuga se acerque también a husmear las sobras de la comida cuando la deje sobre una piedra. No cuento los insectos, para no nublar el día tan hermoso que hace. El sol en lo más alto del mediodía y un cielo azul contra el que cualquier mata de ocotillo se convierte en la visión de las uñas del diablo cuando asoman desde las profundidades de la tierra.

         Despacio, me quito las zapatillas de conducir y me calzo las botas de montaña. Antes de poner un pie en el suelo ya resuenan los guijarros aplastados por su suela. Estoy ansioso por escuchar esa melodía bajo mis pasos, pero tampoco me atrevo a abrir la portezuela y explorar el espacio que me acoge. No acabo de distinguir la diferencia entre no querer alejarse demasiado de la furgoneta, de momento, y no salir de su protección amniótica. Salto por encima del asiento del conductor y me dejo caer sobre la colchoneta que he extendido en el centro de la parte posterior, a ambos lados, acumuladas, bolsas y cajas con alimentos y utensilios. Rebusco en una de ellas y encuentro enseguida lo que anhelo. Un libro. La luz que cuela la ventanilla se concentra sobre la página por donde lo abro al azar. Y leo. El silencio y la quietud del vehículo me acunan.

         Es el libro que me ha traído hasta aquí. Son las memorias de un mítico fotógrafo del desierto. Reviso las páginas donde habla de las neveras que conservan los rollos de película, sin los cuales no obtendrá ninguna de sus impresionantes imágenes. Durante un tiempo estuve estudiando sus encuadres sobre vistas urbanas. Me levantaba de madrugada para dirigirme a barrios periféricos y poder plantar la cámara en mitad de una avenida vacía y aguardar a que las primeras luces dibujaran delante lo que soñaba captar, aunque siempre se adelantaba el tránsito y antes de que pudiera disparar, ya estaba el espacio infectado de coches. En uno de aquellos días, sin nada con que alimentar el objetivo pese al madrugón, decidí emular los viajes de mi ídolo. E irme al desierto.

         Que está ahí, al otro lado de la ventanilla. Ya no necesito cuidar las películas. Una simple tarjeta de memoria me permite disparar cientos de veces la réflex, que tampoco pesa demasiado. El trípode lo llevo en el macuto, y lo monto al instante. Hasta puedo sacar el móvil y aunque no tenga cobertura, dejar listas un montón de fotos impactantes para enviar a los amigos en cuanto me acerque a una gasolinera para repostar. Todo es mucho más fácil, y, sin embargo, continúo sin atreverme a abandonar la colchoneta, a la que llega la luz, pero ninguna imagen del exterior. Me bastan las líneas tipográficas, que me sé casi de memoria de tantas veces como las he leído, para sentir pleno el instante.

         Ya estoy aquí. Busco en otra bolsa y doy con los bocadillos que me había preparado por si el viaje se alargaba más de lo previsto. Así, tumbado boca arriba, mastico el pan de ciudad y los embutidos del supermercado. Y continúo releyendo las aventuras padecidas por el fotógrafo del desierto. En el desierto también yo. El silencio dentro de la furgoneta, con las ventanillas cerradas, es absoluto. Una cámara acorazada no lo lograría tan perfecto. Solo cuando me muevo, resuenan por debajo muelles y planchas metálicas, pero quieto, estoy donde no recuerdo haber estado nunca: en la ausencia absoluta de ruido. ¿Cómo captar eso con una cámara? Extraigo la mía de su funda y fotografío el techo de la furgoneta. En el visor observo el rectángulo oscuro con algunas raspaduras que lo cruzan en diversos sentidos. No es una pieza despreciable. Mi primera foto en el desierto.

         Sin darme cuenta, el sol ha caído por el oeste y lo veo enrojecer sobre una lejana cordillera. Me asusta pensar que la furgoneta no pueda arrancar su viejo motor y regreso nervioso al asiento del conductor. Introduzco la llave. Le doy media vuelta. Tose, pero no arranca. Siento que mi cabeza va a desmoronarse de un momento a otro. Lo intento de nuevo. Giro. Y el motor le devuelve a mi vida su banda sonora. Me hundo en el asiento, suspiro. Lo he conseguido. Se enciende. Me digo de inmediato, si me apresuro tal vez consiga llegar a la carretera comarcal antes de que anochezca del todo. La idea me propulsa, como una explosión bajo los faldones de un cohete. Y salgo disparado. Tal vez la foto del crepúsculo, de fondo, con una mata de ocotillo en primer plano no fuera una mala idea, aunque tuviera que detener el vehículo y salir al exterior para hacerla. Pero inmediatamente se impone un pensamiento sensato; ya la haría, más adelante, cuando vuelva otra vez al desierto.

[Cuaderno de ficciones, página 18]