17 de junio, viernes. Un libro que no existía


Hace dos años este libro no existía. Guardaba las cartas, ahora sé que son 145 las que conservo, en tres carpetas dentro de una caja de archivo negra. En un lateral había escrito un rótulo, fijado con aironfix, con un nombre: «Rafael». Ha permanecido, en las tres casas donde he vivido, en un estante junto a la mesa de trabajo, siempre a mano. Cuando los editores de Mixtura, Elena Aguilar y Jesús Aguado, empezaron a imaginar su proyecto, el primer libro que soñaron publicar era una antología de cartas de Rafael Pérez Estrada. El propio Jesús tenía unas cuantas y era consciente del valor literario que esta correspondencia escondía. Me pidió ayuda para organizar la antología y lo primero que hicimos fue pedir la lista de corresponsales del poeta malagueño a su Fundación. La lista de escritores cuyas cartas se conservan en su legado nos impresionó. La dividimos por generaciones y aun así resultaba difícil abordar el proyecto por su magnitud. Nos sentíamos desbordados. Fue entonces cuando dije que lo mismo me ocurría a mí cuando tuviera que hacer la selección: ¿cómo elegir diez o doce cartas del centenar largo de las que guardaba, si todas eran, por unas razone u otras, magníficas? La respuesta a esta pregunta que me dieron aquel día los editores de Mixtura tuvo la virtud de generar este libro.

         Una cosa era publicar las cartas que Rafael Pérez Estrada había escrito a diversos corresponsales —lo que con el tiempo se acabará haciendo— y otra muy diferente dar a luz todas las cartas que me escribió a mí. No fue una decisión sencilla, porque, tanto en lo general como en lo personal, he defendido una literatura alejada lo más posible de lo biográfico. Y también esta fue siempre la opción estética de Rafael Pérez Estrada. Publicar su correspondencia parecía, cuando menos, una traición literaria. Con esta idea en la cabeza volví a leer las cartas, veinte años después de que me enviara la última. Lo que me sorprendió es que la biografía —tanto la suya como la mía— no se mostraba nunca como testimonio. Si aparecía, como era obvio que apareciese, lo hacía transformada por el lenguaje en algo muy parecido a una obra literaria de la imaginación. De hecho, Rafael no describía nunca situaciones biográficas, sino que jugaba literariamente con ellas. Y no solo eso, y esta fue la razón que me impulsó a dar a la imprenta este libro, sino que sus cartas conservan un Rafael que añoran quienes le conocieron y que parecía desaparecido para siempre: el Rafael oral, el extraordinario conversador que fue, el ingenioso interlocutor, incluso el brillo sonoro de su voz se puede oír al leer sus cartas.

         Una vez decidida la publicación de la correspondencia de Rafael, ya sabía que las mías no se podrían publicar a su lado, porque sobre todos los papeles personales del Legado pesa una cláusula de privacidad hasta pasados veinticinco años de su fallecimiento, en 2000. Solo sabía, por el cómputo de su archivo, que las mías eran 187 cartas. Ya con el libro mecanografiado y casi compuesto, un día se me ocurrió mirar viejos archivos del ordenador, que habían ido pasando de un aparato a otro a lo largo de los años sin que les diera ninguna importancia. Y allí encontré, sin recordar que existiesen, treinta y nueve borradores de cartas, escritos en la época en la que ya se usaban los ordenadores, pero aún no estaba extendida la conexión a la red. De hecho, estaban en un formato diferente y hubo casi que transcribir los signos que el actual no reconocía. Mis cartas no guardan ningún secreto de mi oralidad, y desde luego son bastante más biográficas de lo que me hubiera gustado. Pero me pareció injusto que desvelara las cartas de Pérez Estrada y ocultara o seleccionara las mías. A los editores la idea les pareció bien, y aquí está Práctica de la emoción.

         El título es una descripción literal del contenido. En el siglo XX la correspondencia había dejado de ser el medio principal de comunicación a distancia entre personas. De hecho, casi cada semana hablábamos por teléfono. Lo que hacíamos Rafael y yo, al continuar escribiéndonos por carta, era regalarnos mutuamente emoción. De esta práctica da cuenta este libro.