7, miércoles. Julio. Plaza Villa de Gracia

En mi vivencia de esta plaza, tan concurrida y animada a cualquier hora, solo hay conceptos. No puedo atravesarla, y lo hago al menos dos o tres veces por semana, sin que me acuerde de quién la perdió, porque durante la mayor parte de mi vida, hasta que se la arrebataron en 2009, la plaza llevaba exactamente ciento dos años dedicada a Rius i Taulet, Francisco; que había sido alcalde de Barcelona y emblema de la moda capilar decimonónica: lucía unas patillas portentosas, que se extendían en caída de barba por el pecho, a uno y otro lado de un mentón perfectamente afeitado, y un prominente bigote que le tapaba la boca. Y calvo. Un hombre de su tiempo, que lo ha perdido en esta plaza, que ya se había llamado de Oriente, de la Villa, de la Constitución, de la República, hasta que Rius i Taulet le proporcionó cierta estabilidad emocional que el nuevo siglo, el actual, le ha quitado. Plaza del oportunismo.

         Este es el primero. El segundo concepto que me llama la atención es el derivado de su principal atributo, la torre del reloj. Obra de Rovira i Trias, Antonio; el arquitecto y urbanista municipal que ideó una Barcelona menestral y provinciana que felizmente le fue arrebatada por el vendaval visionario de Cerdá, Ildefonso. Aunque muchos ayuntamientos ya lo habían incorporado desde que en el siglo XVII se generalizaron las casas consistoriales, el XIX se erigió como el siglo del tiempo contado por un reloj con precisión de minutos. Una normativa decimonónica obligó a que el predominio filosófico de la puntualidad horaria se visualizara desde todos los ayuntamientos del país. Para controlar la respiración del municipio, nada mejor que la torre de la iglesia que solía erguirse enfrente. El problema lo tuvieron las casas consistoriales sin edificio notable alrededor. La solución resultó evidente: una torre, coronada por el rey de su siglo, un reloj con campanario. Los nombres pasan, pero las costumbres permanecen. O se acendran, el siglo XX colocó los minuteros en la muñeca de los ciudadanos y en los escritos de sus filósofos, como quien marca su ganado y encierra la ganadería, y el XXI lo ha introducido en las almas a través del teléfono (llamado) inteligente.

         Las niñas y niños que juegan en la plaza han descubierto una función novedosa para la torre octogonal erguida en el centro, ahora portería de sus partidos de fútbol. No existe en ningún otro espacio urbano nada con una dimensión tan precisa. Y cuando la disputa es completa y no un simple entrenamiento, la necesidad de otra portería la resuelve la puerta del ayuntamiento de distrito, antigua casa de la Villa. Incluso el guardia municipal que la vigila se aparta a una jamba para dejar espacio a las estiradas del portero. Cada vez que cruzo entre los futbolistas, jugándome el tipo y con nostalgia de no ser yo quien corra tras la pelota, me llevo la mano a los conceptos y evoco unos versos de Olvido García Valdés: «Un momento / de sol, una plaza mayor invernal, un reloj / con once campanadas sonando al sol, ¿quién / era?», o mejor, ¿quién soy yo cuando, en mitad del bullicio de la vida, sin atreverme a contar aún las campanadas que suenan, voy pensando qué me arrebatará la plaza que lleva mi nombre en mi propia vida?